En seis de las ocho, donde el «doctor» Malyszewicz creía haber encontrado SARM, el laboratorio de control no halló traza alguna de dicha bacteria (y dichas placas fueron sometidas a meticulosos análisis microbiológicos forenses, incluido el de la RCP o reacción en cadena de la polimerasa, la tecnología en la que se basa la detección de la «huella genética»). En dos de las placas sí que había SARM, pero de una cepa muy poco habitual. Los microbiólogos disponen de ingentes bibliotecas de la composición genética de los diferentes tipos de agentes infecciosos, que se utilizan para estudiar cómo se desplazan por el mundo las diversas enfermedades. Gracias al uso de esos bancos, hemos podido saber, por ejemplo, que una cepa del virus de la polio de la provincia de Kano, en el norte de Nigeria, vigilada a raíz del alarmismo creado en torno a su correspondiente vacuna, ha hecho acto de aparición en la otra punta del mundo matando a varias personas (véase capítulo 16).
Esta cepa de SARM jamás había sido hallada en ningún paciente en el Reino Unido y sólo se había visto (y en muy raras ocasiones) en Australia. La probabilidad de que algo así hubiera sido hallado en entornos no controlados en Gran Bretaña era
muy
pequeña. Con toda seguridad, se trataba de un contaminante procedente del trabajo que Chemsol había realizado para los tabloides australianos. En las otras seis placas en las que Malyszewicz creyó que había SARM, se encontraron básicamente bacilos, un grupo común pero completamente distinto de bacterias. El SARM tiene el aspecto de una bola. Los bacilos se parecen a un cilindro. Ustedes mismos pueden apreciar la diferencia si miran a través de un microscopio simple de cien aumentos: el «Edu Science Microscope Set», de venta en Toys’R’Us a 9,99 libras, serviría perfectamente (si compran uno, y se lo digo completamente en serio, les recomiendo que observen su propio esperma: es un momento conmovedor).
Podemos perdonar a los periodistas que no sigan los detalles científicos. Podemos perdonarles, quizá, que continuaran comportándose como unos sabuesos investigadores de noticias, aun cuando unos microbiólogos perfectamente normales (y no unos hombres de negro) les aclarasen reiteradamente que los resultados suministrados por Chemsol eran improbables y, seguramente, imposibles. Pero ¿había algo más —más concreto, se entiende— que diera a entender a esos mismos periodistas que su laboratorio favorito les estaba facilitando resultados inexactos?
Quizá sí: por ejemplo, cuando visitaban el laboratorio de Malyszewicz, éste no contaba con ninguna de las acreditaciones que serían de esperar de un centro analítico normal. Al inspector de microbiología del gobierno se le permitió en una sola ocasión inspeccionarlo. El informe de su visita describió el laboratorio de Chemsol como una «construcción aislada y única de madera y de un solo piso, de unos 6 × 2 metros, situada en un jardín trasero»: era un simple cobertizo de jardín. También mencionaba sus «mesas de trabajo de una calidad apta para un entorno doméstico, pero inaceptable para un laboratorio de microbiología»: era un cobertizo de jardín con muebles de cocina. Y debemos también mencionar, aunque sea sólo de pasada, que Malyszewicz tenía un interés comercial en el tema: «¿Le preocupa el SARM? He aquí el regalo perfecto para un amigo o pariente ingresado en un hospital. Muéstrele lo mucho que le importa su salud obsequiándole con un Combact Antimicrobial Hospital Pack. Asegúrese de que salgan de allí en plena forma». Al final, resultó que la mayoría de los ingresos de Chemsol provenían de la venta de desinfectantes contra el SARM, acompañados, a menudo, de un material promocional bastante pintoresco.
¿Cómo reaccionaron los periódicos a la preocupación expresada por microbiólogos expertos de todo el país sobre la posibilidad de que ese hombre estuviera proporcionando resultados falseados? En julio de 2004, dos días después de que Malyszewicz dejara entrar a esos dos microbiólogos reales para que examinaran su cobertizo, el
Sunday Mirror
publicó un largo y virulento escrito en contra de éstos: «El ministro de Sanidad, John Reid, fue acusado anoche de intentar amordazar al principal experto de Gran Bretaña en la bacteria asesina SARM» (un «principal experto de Gran Bretaña» que, por cierto, carece de cualificaciones en microbiología, realiza sus investigaciones en un cobertizo, pronuncia mal los nombres de bacterias comunes y de quien se puede demostrar fácilmente que desconoce los aspectos más básicos de la microbiología). «El doctor Chris Malyszewicz ha sido pionero en la aplicación de un nuevo método de análisis de los niveles de SARM y otras bacterias», proseguía el artículo. «Me hicieron un montón de preguntas sobre mis procedimientos y mis antecedentes académicos», declaró el doctor Malyszewicz. «Fue un indignante intento de desacreditarlo y silenciarlo», acusó Tony Field, presidente del grupo de apoyo nacional para los afectados de SARM, quien, como no podía ser de otro modo, tenía al doctor Malyszewicz por un héroe, como otros muchos que habían sufrido las consecuencias de esa bacteria.
El editorial que ese mismo día publicó el
Sunday Mirror
consumó la hazaña de entrelazar en un solo y conmovedor panegírico tres de las más clásicas historias de falsa ciencia de todos los tiempos:
Las filtraciones internas parecen sacar lo peor de este gobierno.
ÉSTA NO ES MANERA DE TRATAR A UN ENTREGADO DOCTOR.
Primero, fue el experto en alimentos «Frankenstein», Arpad Pusztai, sobre cuya cabeza descargaron sus iras los laboristas cuando osó dar la voz de alarma a propósito de los cultivos transgénicos. Luego, sería el doctor Andrew Wakefield quien correría esa misma suerte tras sugerir un nexo entre la vacuna triple vírica de una sola dosis y el autismo. Ahora le ha llegado el turno al doctor Chris Malyszewicz, quien ha expuesto públicamente los índices alarmantemente elevados de la bacteria asesina SARM presentes en los hospitales del sistema británico de sanidad pública (el NHS).
El doctor Chris Malyszewicz debería recibir una medalla por su trabajo. En vez de eso, él mismo ha contado al
Sunday Mirror
que el ministro de Sanidad, John Reid, envió dos altos asesores suyos a su domicilio para «silenciarlo».
El
Sunday Mirror
no fue el único. Cuando el
Evening Standard
publicó un artículo basado en los resultados de Malyszewicz («Las bacterias asesinas, muy extendidas según un terrorífico estudio hospitalario»), dos microbiólogos especialistas de gran experiencia del UCH, los doctores Geoff Ridgway y Peter Wilson, escribieron al diario señalando los problemas de los métodos de Malyszewicz. El
Evening Standard
no se molestó siquiera en responder.
Dos meses después, el mismo rotativo publicó una nueva noticia empleando resultados falsos de Malyszewicz. Esta vez, fue el doctor Vanya Gant, otro especialista en microbiología del mismo hospital, quien escribió al diario. En esta ocasión, el
Standard
sí se dignó en contestarle:
Nos reafirmamos en la exactitud y la integridad de nuestros artículos. La investigación fue llevada a cabo por una persona competente que utilizó medios de análisis actualizados. Chris Malyszewicz […] es un microbiólogo con completa formación en su especialidad y dieciocho años de experiencia. […] Estamos convencidos de que los medios de análisis empleados […] fueron suficientes para detectar la presencia del tipo patógeno SARM.
Lo que acaban de leer son las palabras de un periodista de un tabloide diciéndole a todo un departamento de microbiólogos investigadores de primera fila mundial que están equivocados en una cuestión de microbiología. Se trata de un excelente ejemplo de un fenómeno descrito en uno de mis artículos favoritos sobre psicología: «Unskilled and Unaware of It: How Difficulties in Recognizing One’s Own Incompetence Lead to Inflated Self-Assessments» [Ineptos sin saberlo: Cómo las dificultades a la hora de reconocer la propia incompetencia conducen a autovaloraciones exageradas], escrito por Justin Kruger y David Dunning.
[2]
Estos dos autores observaron que las personas que son incompetentes en una materia sufren una doble carga: no sólo son incompetentes, sino que también pueden ser demasiado ineptas para valorar su propia incompetencia, pues las habilidades subyacentes a la capacidad de
efectuar
un juicio correcto son las mismas que las aptitudes requeridas para
reconocer
un juicio correcto.
Como ya se ha señalado anteriormente, las encuestas han venido mostrando reiteradamente que la mayoría de nosotros nos consideramos por encima de la media en cuanto a diversas habilidades, entre las que se incluyen el liderazgo, el llevarse bien con las demás personas y el saber expresarnos. Más aún: estudios anteriores ya habían descubierto que los lectores menos aptos son también menos capaces de evaluar su propia comprensión de los textos, que a los malos conductores se les da mal predecir su propio rendimiento en una prueba de tiempo de reacción, y que se puede decir (y esto es lo más escalofriante de todo) que los chicos socialmente incompetentes no son conscientes de sus repetidas «meteduras de pata».
Kruger y Dunning dieron con esa evidencia, pero también realizaron una serie de nuevos experimentos en los que analizaron las habilidades en terrenos como el humor y el razonamiento lógico. Sus hallazgos apuntaron en un doble sentido: las personas que obtenían resultados particularmente bajos respecto a sus iguales no eran conscientes de su propia incompetencia, pero, además, también eran menos capaces de reconocer la competencia
en otras
personas, pues esto último dependía igualmente de una «metacognición», es decir, del conocimiento de esa habilidad.
Éste no ha sido más que un breve inciso relacionado con la psicología popular, pero, de todos modos, hay una lección más general que se puede extraer de todo lo anterior. Los periodistas suelen preciarse de llevar a cabo la fantasiosa tarea de destapar conspiraciones de gran alcance. En nuestro ámbito en concreto, la conspiración consiste, según ellos, en que todo el orden médico establecido se ha puesto de acuerdo en ocultar alguna terrible verdad. La realidad, sin embargo, es que los 150.000 médicos que ejercen en el Reino Unido difícilmente podrían ponerse de acuerdo siquiera en cuál sería el segundo tratamiento que deberían seguir contra la hipertensión después de una primera terapia fallida, pero eso no importa: aquella fantasía de conspiración fue el armazón estructural sobre el que se erigieron la noticia sobre la vacuna triple vírica y la noticia sobre los frotis de SARM, como se han erigido tantas otras. En el fondo, una presuntuosidad similar es la responsable y la impulsora de muchos de los ejemplos anteriores recogidos en este libro de periodistas que llegaron a la conclusión de que nadie sabía más del tema en cuestión que ellos (incluido el que escribió que «el consumo de cocaína se ha duplicado en los patios de los colegios»).
Con frecuencia, los periodistas citan el de la «talidomida» como el mayor triunfo del periodismo de investigación en el campo de la medicina, como la ocasión en la que pusieron valientemente al descubierto los riesgos de un fármaco ante la indiferencia general de la comunidad médica. Es un tema que surge casi cada vez que doy alguna conferencia sobre las barrabasadas de los medios en materia de ciencia, y, por ese motivo, voy a relatar a continuación la historia, ya que, en realidad (y, sin duda, por desgracia), ese momento de gloria jamás tuvo lugar.
En 1957, la esposa de un empleado de Grunenthal, la empresa farmacéutica alemana, dio a luz a un bebé sin orejas. El empleado había llevado a casa el nuevo medicamento de su compañía contra las náuseas para probarlo con su mujer durante el embarazo, un año antes de que saliera al mercado: éste es un buen ejemplo de lo descuidadamente que se hacían las cosas por entonces… y de lo difícil que resulta detectar una pauta a partir de un suceso único y aislado.
[3]
El fármaco se puso a la venta y, entre 1958 y 1962, nacieron en todo el mundo unos 10.000 niños y niñas con malformaciones graves provocadas por ese mismo medicamento, la talidomida. Como no había un sistema de seguimiento central de malformaciones o de reacciones adversas, esa pauta pasó inadvertida. Un obstetra australiano, William McBride, fue el primero en alzar la voz de alarma en una revista médica al publicar una carta en el número de diciembre de 1961 de
The Lancet
. Él era el responsable de una unidad de obstetricia en la que se atendían un gran número de casos y fue considerado (y con razón) como un auténtico héroe (llegó incluso a ser ordenado «comandante» de la Orden del Imperio Británico), pero resulta aleccionador pensar que, si estuvo en tan privilegiada posición como para detectar el patrón patológico, fue porque había recetado aquel fármaco en infinidad de ocasiones a sus pacientes sin conocer sus riesgos.
[*]
Para cuando se publicó su carta, un pediatra alemán había advertido ya una pauta similar y los resultados de su estudio habían sido recogidos en un dominical alemán apenas unas semanas antes.
El medicamento en cuestión fue entonces retirado casi de inmediato del mercado y la «farmacovigilancia» comenzó verdaderamente su andadura mediante la implantación de planes de notificación en todo el mundo, por imperfectos que éstos nos puedan resultar. Si alguna vez sospechan que han experimentado una reacción adversa a un fármaco, entiendo que es su deber, como miembros de la población en general, rellenar una «ficha amarilla» (un formulario) en la red en la página
Yellow Card
. Cualquiera puede hacerlo. Estos informes pueden ser recopilados, vigilados y tomados como una señal de alerta temprana, y forman parte del imperfecto y pragmático sistema de seguimiento para la detección de problemas relacionados con los medicamentos.