De manera parecida, y aunque podría desempolvar unas cuantas historias de clientes de terapeutas alternativos que murieron innecesariamente, entiendo que las personas que optan por visitar a dichos terapeutas (exceptuando a los terapeutas nutricionistas, que se han esforzado
muchísimo
por confundir al público en general presentándose como profesionales de la medicina convencional basada en la evidencia empírica) lo hacen con los ojos abiertos o, cuando menos, semiabiertos. A mi juicio, ésta no es la típica situación del comerciante que explota a unos clientes vulnerables, sino más bien, como parezco recordar a todas horas, algo un poco más complejo. Nos encantan esas cosas, y nos encantan por ciertos motivos que resultan fascinantes y sobre los que, si dispusiéramos de tiempo y espacio, podríamos reflexionar y hablar mucho más dilatadamente.
Los economistas y los médicos hablan de los «costes de oportunidad», es decir, de aquello que podríamos haber hecho pero no hicimos porque otra cosa menos útil nos distrajo de ello. En mi opinión, la mejor manera de concebir el verdadero daño causado por toda la avalancha de insensateces tratada en este libro es como un «coste de oportunidad de las pamplinas».
Estamos un tanto obsesionados colectivamente con estos «trucos» dietéticos escasamente probados, y eso nos distrae, por una parte, de los simples consejos que debemos seguir sobre cómo comer sano; pero, por otra parte más importante aún, como ya hemos visto, nos distrae también de otros importantes factores de riesgo asociados a nuestro estilo de vida, cuya solución no puede ser vendida ni convertida en artículo de consumo.
Los médicos también se han dejado cautivar por el éxito comercial de los terapeutas alternativos. Podrían aprender mucho de los mejores avances que se han venido produciendo en la investigación del efecto placebo y de la respuesta al «significado» de la curación, y aplicar esos conocimientos a la práctica médica diaria, potenciando tratamientos que ya son eficaces de por sí. Pero, en vez de eso, entre muchos de ellos parece haberse extendido la moda de consentir todas esas fantasías infantiles sobre píldoras, masajes o agujas mágicas. Ésa no es una actitud que pueda considerarse abierta de miras ni inclusiva, y tampoco pone remedio alguno a las consultas que muchos de ellos tienen que pasar a toda prisa en instalaciones y centros muy deteriorados. Además, obliga a mentir con frecuencia a los pacientes. «El verdadero coste de algo —según el
The Economist
— es aquello a lo que hay que renunciar para conseguirlo.»
[1]
A una escala más amplia, es cierto que a muchas personas les irritan los ardides de la industria farmacéutica y les inquieta la importancia de la rentabilidad económica en el terreno de la sanidad, pero se trata de intuiciones amorfas y poco precisas. De ahí que la valiosa energía política que mana de dicha indignación acabe siendo encauzada —o, mejor dicho, malgastada— a través de temas tan infantiles como las propiedades milagrosas de unas pastillas de vitaminas, o los supuestos males de la vacuna triple vírica. El simple hecho de que las grandes compañías farmacéuticas puedan portarse mal no significa que las pastillas de azúcar funcionen mejor que el placebo ni que la SPR provoque autismo. Digan lo que digan los adinerados vendedores de píldoras al hablarnos de las teorías de la conspiración sobre las que erigen sus propios productos y marcas, las grandes farmacéuticas no
temen
a la industria de las pastillas de suplementos:
son ellas
la industria de las pastillas de suplementos. Igualmente, las grandes farmacéuticas no temen por sus beneficios porque la opinión popular se haya vuelto en contra de la SPR. Si tienen alguna sensación, es la de alivio ante el hecho de que la población en general esté obsesionada con la triple vírica y, de ese modo, haya distraído su atención de otros problemas mucho más complejos y reales, ligados al negocio farmacéutico en sí y a su inadecuada regulación.
Para emprender de verdad un proceso político dirigido a supervisar los males de las grandes farmacéuticas, necesitamos comprender un poco el funcionamiento de la evidencia empírica. Sólo entonces sabremos entender por qué es tan importante la transparencia en la investigación farmacéutica, por ejemplo, o comprenderemos los detalles que nos ayuden a hacer que funcione realmente, o podremos idear soluciones nuevas e imaginativas.
Pero el mayor coste de oportunidad es, desde luego, aquel en el que incurren los medios de comunicación, que tan espectacularmente han fallado a la ciencia, malinterpretándola y creando una imagen simplona de la misma. Ningún incremento en la formación de los periodistas servirá para enderezar semejantes despropósitos informativos porque los periódicos ya cuentan con especialistas en salud y ciencia que entienden muy bien las noticias científicas. Los directores siempre tenderán (cínicamente) a marginar a esas personas y asignar la cobertura de noticias estúpidas a periodistas generalistas por la sencilla razón de que quieren artículos y reportajes estúpidos en las páginas de sus diarios. La ciencia trasciende el horizonte intelectual de esos gestores, así que suponen que tampoco debe de ser tan difícil inventársela. En una época como la actual, en la que los grandes medios de comunicación convencionales temen por su supervivencia, su supuesta autojustificación como filtros eficaces de la información queda en cierto modo puesta en entredicho por el contenido de prácticamente todo lo que he escrito en mis columnas o en las entradas de mi blog.
A los académicos y los científicos de toda clase les diría lo siguiente: jamás podréis impedir que los periódicos publiquen estupideces, pero sí podréis añadir vuestra dosis de sensatez a la mezcla. Enviad correos electrónicos a la sección de reportajes, telefonead a la sección de salud de cualquier periódico y ofrecedles un escrito o un informe sobre algo interesante de vuestro propio campo. Os lo rechazarán. Intentadlo de nuevo. También podéis adaptaros a sus normas absteniéndoos de escribir comunicados de prensa estúpidos (en el ciberespacio encontraréis directrices y guías muy detalladas sobre cómo comunicarse con los medios), dejando muy claro qué parte de vuestros comentarios es puramente especulativa, presentando los datos sobre riesgos en forma de «frecuencias naturales», etc. Si creéis que han tergiversado vuestro trabajo (o, incluso, el conjunto de vuestra disciplina), quejaos: escribid al director, al periodista, a la sección de cartas de los lectores, al jefe de la sección de cartas de los lectores, a la Comisión de Quejas sobre la Prensa; emitid una nota informativa explicando por qué la noticia publicada fue estúpida, haced que la oficina de prensa de vuestra institución atosigue al diario o al canal de televisión responsable, usad vuestro título (da incluso vergüenza ver lo fáciles que son de impresionar) y ofreceos a escribir algo de vuestra cosecha.
El mayor problema de todos es la simplificación excesiva y la «idiotización» de los contenidos. Todo lo que vemos en los medios ha sido previamente desprovisto de su enjundia científica en un intento desesperado de seducir a una masa imaginaria que, de todos modos, no está interesada por el tema. ¿Y por qué le iba a interesar algo así? Con ello, sin embargo, se abandona a su suerte a los «empollones» y las «empollonas» de antaño: aquéllos y aquéllas que estudiaron alguna asignatura de bioquímica en sus años mozos y que ahora trabajan en algún puesto administrativo intermedio en unos grandes almacenes, por poner un caso, y a quienes no se proporciona estímulo alguno para retomar sus antiguas aficiones científicas. Ahí fuera hay muchas personas inteligentes que quieren seguir creciendo intelectualmente, que desean mantener vivos sus conocimientos y su pasión por la ciencia. Desatenderlas de ese modo supone un coste importante para la sociedad. Las instituciones han fracasado en este aspecto. La indulgente y bien financiada comunidad de personas dedicadas a la «popularización de la ciencia» ha sido peor que inútil, pues también se ha obsesionado con hacer llegar el mensaje a todo el mundo y rara vez ha ofrecido contenidos estimulantes para las personas que ya están interesadas en esos temas.
Actualmente, ya no necesitamos a esas personas. Pongan en marcha un blog. No todo el mundo les hará caso, pero habrá quienes sí lo miren y descubran así su trabajo. El acceso no mediado a los conocimientos especializados es el futuro y, ya saben, la ciencia no es difícil (cada mes de septiembre en las universidades de todo el mundo, podemos ver a académicos bien preparados y experimentados explicando ideas enormemente complejas a estudiantes novatos de 18 años, perfectos ignorantes en la materia), simplemente requiere motivación. Para los más motivados, mencionaré la existencia de herramientas como el
podcast
del CERN, la serie de conferencias en mp3 titulada «Science in the City», diversos blogs de profesores y académicos, el acceso abierto a los artículos de las revistas académicas de la PLOS (la Public Library Of Science), los archivos de vídeo en internet de varias conferencias populares, las ediciones gratuitas de la revista
Significance
(de la Real Sociedad Estadística británica), y otras muchas, todas listas para que las usemos. No hay dinero que ganar con ello, pero eso es algo que ustedes ya sabían cuando se iniciaron en esta senda. Lo harán porque son conscientes de que el saber es hermoso, y porque les bastará con que sólo un centenar de personas compartan su pasión.
Me he esforzado al límite para mantener estas referencias en la más mínima expresión, pues se supone que éste tiene que ser un libro entretenido y no un texto académico erudito. Más útiles aún que las referencias, creo, son los numerosos materiales adicionales disponibles en
Bad Science
, que incluyen lecturas recomendadas, vídeos, una barra central que se va actualizando con noticias de interés, referencias puestas al día, actividades para niños en edad escolar, un foro de debate, todo lo que he escrito (excepto este libro, claro está), consejos sobre activismo, enlaces a sitios sobre directrices y guías para periodistas y académicos extraídas de la ciencia de la comunicación, y mucho más. Siempre trataré de ir añadiendo más cosas.
Hay algunos libros que destacan de verdad por ser ciertamente excelentes y voy a emplear la tinta que me queda en facilitarles su referencia. No les harán perder el tiempo.
Testing Treatments
, de Imogen Evans, Hazel Thornton e Iain Chalmers, es un libro sobre la medicina basada en la evidencia empírica, escrito específicamente para un público lego en la materia por dos académicos y una paciente. Está disponible también para su descarga gratuita en la red en
The James Lind Library
.
Cómo interpretar un artículo médico: Fundamentos de la medicina basada en la evidencia
, de la profesora Greenhalgh, es el manual médico de referencia sobre cómo evaluar críticamente los artículos de revistas académicas. Es ameno, breve y sería un
best seller
si no fuera tan innecesariamente caro.
Irracionalidad: El enemigo interior
, de Stuart Sutherland, forma muy buena pareja con
Convencidos, pero equivocados: Guía para reconocer espejismos en la vida cotidiana
, de Thomas Gilovich, pues ambos cubren diferentes aspectos de la investigación de la conducta irracional desde las ciencias sociales y la psicología, mientras que
Reckoning with Risk
, de Gerd Gigerenzer, aborda esos mismos problemas desde una perspectiva más matemática.
Meaning, Medicine and the «Placebo Effect»
, de Daniel Moerman, es sencillamente excelente y el hecho de que haya sido publicado en una editorial universitaria no debería disuadirles de su lectura.
En la actualidad, un sinfín de blogs de personas de ideas bastante afines a las mías han dado el salto (como salidos de la nada) a las pantallas de nuestros ordenadores en el transcurso de estos últimos años para gran deleite mío. Suelen cubrir las noticias sobre ciencia mejor que los medios de gran audiencia, y hay enlaces a las fuentes o canales web de algunos (los más entretenidos) de estos compañeros de viaje en el sitio web
badscienceblogs
. Que conste que disfruto discrepando de muchos de ellos (acaloradamente) sobre un buen montón de cosas.
Y, por último, las referencias más importantes de todas son las de las personas que me han enseñado, impulsado, levantado, influido, desafiado, supervisado, contradicho, apoyado y, lo más fundamental de todo, entretenido. Son (dejándome a muchas de ellas y sin apenas seguir orden alguno): Emily Wilson, Ian Sample, James Randerson, Alok Jha, Mary Byrne, Mike Burke, Ian Katz, Mitzi Angel, Robert Lacey, Chris Elliott, Rachel Buchanan, Alan Rusbridger, Pat Kavanagh, los inspiradores blogueros de «badscience», todas las personas que me han enviado alguna vez una recomendación o una pista sobre alguna historia o noticia a
Capítulo 1: La base de la cuestión
[1]
Daily Mirror
, 4 de enero de 2003.
[2]
En la BBC, South East Wales,
Hopi Ear Candling
.
[3]
D. R. Seely, Quigley, S. M. y Langman, A. W., «Ear candles – efficacy and safety»,
Laryngoscope
, 106, 10, octubre de 1996, págs. 1.226-1.229.
[*]
Tengan cuidado. En un artículo académico reciente, que recogía los resultados de un estudio realizado entre 122 otorrinolaringólogos, se compilaron hasta 21 casos de lesiones graves provocadas por cera derretida que había alcanzado el tímpano tras precipitarse dentro del oído durante sesiones de tratamiento con velas óticas.
[4]
Ibíd.
[*]
Si echa un chorrito de agua sobre una de esas bolsitas y luego coloca una bonita taza de té caliente sobre ella y espera unos diez minutos, verá que, en el fondo de la taza, por fuera, se habrá formado lodo marrón. Y la porcelana no tiene toxinas.