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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (52 page)

Las pruebas empíricas sobre la triple vírica

Entonces, ¿qué pruebas tenemos de la seguridad de la vacuna SPR?

Hay varias maneras de abordar la evidencia empírica de la seguridad de una determinada intervención, dependiendo de la atención que queramos prestarle. El método más simple consiste en elegir una figura arbitraria de autoridad: un médico, quizás, aunque ésta no parece ser una elección demasiado atractiva (en las encuestas, sin embargo, las personas consultadas dicen que los médicos son los profesionales en los que más confían, y los periodistas, aquellos en los que menos: esto nos muestra lo defectuosos que resultan los sondeos de opinión de ese tipo).

Podríamos optar por otra autoridad de las consideradas más generales a simple vista, si alguna nos parece bien. El Instituto de Medicina, los diversos Colegios Reales, el NHS y varias organizaciones más salieron en apoyo de la triple vírica, pero, al parecer, eso no fue suficiente para convencer a buena parte de la población. También podríamos aportar información: el NHS creó un sitio web (), encabezado por la frase «la vacuna triple vírica es segura», que permitía que el lector explorara a fondo los detalles de los diversos estudios.
[*]
Pero eso tampoco sirvió de mucho para frenar el aluvión. En cuanto se pone en marcha una alarma, es posible que cualquier refutación o desmentido acabe pareciendo una admisión de culpabilidad y no sirva más que para llamar aún más la atención sobre la alarma en sí.

Es difícil dar con una institución más intachable que la Cochrane Collaboration y ésta realizó una revisión sistemática de la bibliografía especializada sobre la vacuna triple vírica (SPR) en la que no halló evidencia empírica alguna de que pudiera ser insegura (si bien esos resultados no fueron publicados hasta 2005).
[10]
Esa revisión examinó los datos que los medios habían ignorado sistemáticamente. ¿Cuáles eran? Hay unas cuantas cosas que tenemos que entender bien acerca de la evidencia empírica si queremos preservar la superioridad moral de nuestros argumentos. Para empezar, no existe ningún estudio maravilloso que demuestre que la SPR es segura (aunque cabe decir igualmente que las pruebas aducidas para argumentar su supuesta peligrosidad eran excepcionalmente pobres). No hay, por ejemplo, ningún ensayo controlado y aleatorizado. De lo que sí disponemos, sin embargo, es de un cúmulo gigantesco de datos procedentes de diversos estudios, cada uno de los cuales exhibe defectos particulares debidos a razones varias: costes elevados, grados insuficientes de competencia, etc. Un problema habitual a la hora de aplicar datos viejos a la respuesta de preguntas nuevas es que esos artículos y esas bases de datos de tiempo atrás pueden contener muchísima información de gran utilidad que fue recopilada muy competentemente para responder a los interrogantes que los investigadores se habían planteado en aquel entonces, pero que dista mucho de ser perfecta para dar respuesta a nuestras necesidades presentes. Como mucho, podrá resultar (tal vez) bastante buena.

Smeeth y otros, por ejemplo, realizaron lo que se conoce como un «estudio de control de casos» utilizando la Base de Datos de Investigación de Medicina General». Se trata de un tipo de estudio muy común en el que se reúne, por un lado, a un conjunto de personas afectadas por la dolencia que nos interesa analizar (el «autismo», por ejemplo) y, por otro, a otro grupo de personas que no lo están, y luego examinamos si existe alguna diferencia en cuanto a la cantidad de exposición que cada grupo tuvo al factor que creemos que puede estar causando esa afección (en este caso, la vacuna triple vírica o «SPR»).

Si les importa saber quién pagó el estudio —y espero que, a estas alturas, sus análisis sean más sofisticados y no se ciñan simplemente a ese plano—, les diré que fue financiado por el Consejo General Médico de Gran Bretaña. Los investigadores hallaron a unas 1.300 personas con autismo y, luego, reunieron a unos cuantos individuos «de control»: personas elegidas al azar que no padecían autismo, pero que tenían la misma edad, el mismo sexo y los mismos médicos de cabecera. A partir de ahí, analizaron si las vacunaciones habían sido más comunes entre las personas afectadas de autismo o entre las del grupo de control, y no hallaron diferencia alguna entre ambos grupos. Los mismos investigadores llevaron a cabo también una revisión sistemática de estudios similares en Estados Unidos y Escandinavia, y tampoco hallaron diferencia alguna, y tras reunir los datos en una base de análisis común, no hallaron vínculo alguno entre la SPR y el autismo.

Este tipo de investigación presenta, como es evidente, un problema práctico de primer orden que espero sepan detectar, y es que la mayoría de las personas
recibe
la vacuna triple vírica, por lo que es muy posible que los individuos analizados que
no
recibieron la vacuna en su momento sean inusuales también en otros sentidos (quizá sus padres se negaron a administrarles la vacuna por razones ideológicas o culturales, o tal vez el niño padeciera un problema de salud física preexistente), y que estos otros factores estén relacionados con el autismo. Poco podemos hacer en cuanto a la modificación del diseño del estudio al respecto de estas potenciales «variables de confusión», porque, como ya hemos dicho, no es probable que podamos llevar a cabo un ensayo controlado y aleatorizado en el que decidamos al azar no administrar vacunas a unos niños y administrárselas a otros. Lo único que podemos hacer es añadir el resultado a la olla con el resto de información y extraer nuestro veredicto a partir del conjunto. Lo cierto es que, en cualquier caso, Smeeth y sus colaboradores tomaron todas las medidas que estaban en su mano para conseguir que su grupo de control fuese representativo. Si les interesa, pueden leer el artículo y decidir por sí mismos si están de acuerdo con él o no.

Así pues, el de Smeeth fue un «estudio de control de casos», de aquellos en los que se compara la diferencia en el grado o el tipo de exposición al factor causal entre un grupo de personas que tiene el «resultado» (la afección analizada) con otro grupo (de control) que no lo tiene. En Dinamarca, Madsen y otros llevaron a cabo el tipo opuesto de estudio: el llamado «estudio de cohortes». En él, se comparaba un grupo de individuos que habían estado expuestos al factor causal con otro de individuos que no lo habían estado a fin de comprobar si se hallaba alguna variación entre ambos en cuanto al nivel o el tipo de resultado analizado. En este caso en concreto, se trataba, pues, de reunir a dos grupos de personas (uno con individuos que hubieran recibido la triple vírica y otro con personas que no la hubieran recibido) y comprobar después si el índice de casos de autismo difería en algo entre ambos.

Este último fue un estudio de grandes (muy grandes) dimensiones, que incluyó a todos los niños y niñas nacidos en Dinamarca entre enero de 1991 y diciembre de 1998.
[11]
En Dinamarca, existe un sistema de números de identificación personal únicos, ligados tanto a los registros de vacunaciones como a la información sobre diagnósticos de autismo, por lo que fue posible hacer un seguimiento de la práctica totalidad de los pequeños del estudio. Se trató, en definitiva, de un logro bastante considerable, pues hubo un total de 440.655 niños y niñas vacunados, y otros 96.648 que no lo fueron. Finalmente, no se halló ninguna diferencia entre los primeros y los segundos en cuanto a las tasas de incidencia del autismo o de otros trastornos del espectro autista, ni asociación alguna entre el desarrollo del autismo y la edad de la vacunación.

Los activistas de las campañas anti-SPR han respondido a ese trabajo alegando que sólo un reducido número de niños resultan damnificados por la vacuna, lo que parece contradecir sus acusaciones vertidas contra la SPR declarándola responsable de un alza sustancial en la cantidad de diagnósticos de autismo declarados. En cualquier caso, si una vacuna provocase una reacción adversa en un número muy pequeño de personas, no estaríamos ante ninguna sorpresa: no sería en absoluto diferente de lo que podemos observar con cualquier otra intervención médica (o, posiblemente, con cualquier otra actividad humana), y seguramente no habría noticia alguna que contar.

Todos los estudios presentan problemas y uno tan enorme como éste no iba a ser una excepción. El seguimiento de los registros de diagnósticos concluyó justo un año después (el 31 de diciembre de 1999) del último día de admisión en la cohorte estudiada: así pues, y dado que el autismo se presenta después de cumplido el primer año de edad, es improbable que entre los niños nacidos en los últimos meses de la cohorte llegara a evidenciarse siquiera un solo caso de autismo al terminar el periodo de seguimiento preestablecido. Pero éste es un factor claramente señalado en el propio estudio y ustedes mismos pueden, por tanto, decidir si creen que socava los hallazgos generales del mismo. Yo no considero que sea un problema demasiado importante. Ése es mi veredicto al respecto, al menos, y creo que coincidirán conmigo en que no es nada descabellado. A fin de cuentas, los casos venían contándose ya desde enero de 1991.

Pues bien, ésta es la clase de pruebas empíricas que encontrarán en la revisión Cochrane que concluyó, por decirlo en términos muy simples, que «las pruebas existentes sobre la seguridad y la eficacia de la vacuna SPR apoyan las actuales políticas de inmunizaciones masivas dirigidas a la erradicación global del sarampión con el objeto de reducir la morbilidad y la mortalidad asociadas con las paperas y la rubéola».

Dicha revisión también contenía múltiples críticas sobre las pruebas empíricas en ella revisadas, lo que, por extraño que parezca, ha sido aprovechado por varios analistas para afirmar que sus autores habían hecho trampa. Según esos comentaristas, de la lectura de la revisión se desprende que ésta invitaba claramente a concluir que la vacuna triple vírica era demasiado arriesgada, pero, de pronto y como por arte de magia, sus autores se sacaron de la manga una conclusión más tranquilizadora, debido, sin duda, a presiones políticas ocultas.

Melanie Phillips, del
Daily Mail
, una estrella del movimiento antivacunación, se declaró indignada al descubrir lo que creyó haber leído en aquel documento: «En él se dice que nada menos que nueve de los estudios más célebres que se han venido esgrimiendo contra [Andrew Wakefield] eran poco fiables debido a cómo se habían diseñado». Claro que sí. De hecho, me sorprende que no se dijera eso mismo de más estudios: las revisiones Cochrane están
pensadas
para criticar artículos.

La «evidencia» científica en los medios de comunicación

Pero los periódicos de 2002 traían más cosas que madres y padres preocupados. Incluían también, por ejemplo, algún que otro rudimento científico para mantener encendidos los motores de la noticia. Algunos de ustedes recordarán tal vez las imágenes generadas por ordenador de virus y de paredes intestinales, y alguna que otra referencia a los hallazgos de laboratorio. ¿Por qué no las he mencionado?

Para empezar, porque los lugares donde se informaba de estos «importantes» hallazgos científicos eran periódicos, revistas y algunas reuniones. Es decir, en cualquier sitio excepto en las revistas académicas apropiadas, donde pueden ser leídos y valorados debidamente. En mayo, por ejemplo, Wakefield «reveló en exclusiva» que, «en el caso de más del 95 % de quienes tenían el virus del sarampión en su intestino, la vacuna SPR había sido su única exposición documentada a la enfermedad». Pero, al parecer, no quiso revelar nada de eso en ninguna revista académica de las que aplican un sistema de selección por revisión entre iguales, sino solamente en un suplemento dominical a todo color.

Pronto empezaron a surgir por doquier otras personas que afirmaban que habían efectuado algún hallazgo importante, pero que jamás publicaban sus investigaciones en revistas académicas adecuadas (de aquellas que aplican un sistema de selección de artículos por revisión entre iguales). En el programa
Today
(y en varios periódicos de tirada nacional) se informó, por ejemplo, de que un farmacéutico de Sunderland llamado Paul Shattock había detectado un subgrupo diferenciado de niños que padecían autismo como resultado de una previa administración de la vacuna triple vírica. El señor Shattock es alguien que se muestra muy activo en los diversos sitios web anti-inmunización, pero, por lo que parece, años después aún no ha conseguido publicar ese importante trabajo, aun cuando el Consejo de Investigación Médica británico (MRC, por sus siglas en inglés) le sugiriera ya en 2002 que debía «publicar su investigación y presentarse ante el MRC con propuestas positivas».

Mientras tanto, el doctor Arthur Krigsman, pediatra especialista en gastroenterología del área de Nueva York, se dedicó a explicar en varias sesiones públicas celebradas en Washington que había descubierto toda clase de interesantes hallazgos en intestinos de niños autistas mediante el uso de endoscopias. Los medios dieron generosa cuenta de sus declaraciones. Veamos, por ejemplo, el
The Daily Telegraph
:

Científicos de Estados Unidos han informado de la primera corroboración independiente de los hallazgos del doctor Andrew Wakefield. El descubrimiento del doctor Krigsman es significativo porque respalda de forma independiente la conclusión del doctor Wakefield, quien asegura que diversos niños pequeños se están viendo afectados por una combinación devastadora (y hasta ahora desconocida) de enfermedad intestinal y cerebral, una aseveración que el Ministerio de Sanidad ha tachado de «mala ciencia».
[12]

Hasta donde yo sé (y tengo bastante experiencia en la búsqueda de esta clase de material), los novedosos hallazgos de Krigsman en sus investigaciones, que corroboran los de Andrew Wakefield, no han sido jamás publicados en ninguna revista académica. No hay ni rastro de ellos en PubMed, el índice donde están catalogados la práctica totalidad de artículos académicos de contenido médico.

Por si aún no han caído en la cuenta de la importancia de tal dato, permítanme que se lo explique de nuevo. Si visitan las instalaciones de la Royal Society en Londres, verán allí exhibido con orgullo el siguiente lema: «
Nullius in verba
», es decir, más o menos: «No te creas la mera palabra de nadie». A mí me gusta creer (a mi «sabelotodo» modo de ver) que ese eslogan hace referencia a la importancia de publicar artículos científicos como es debido para que se les preste la obligada atención general. El doctor Krigsman lleva años afirmando que ha hallado pruebas que vinculan la vacuna triple vírica con el autismo y las afecciones de colon. Pero, como no ha publicado sus hallazgos, puede seguir proclamándolos hasta que se harte, porque hasta que podamos ver exactamente lo que hizo en realidad para llegar a ellos, no podremos verificar en qué defectos puede haber incurrido en su metodología, si es que los hay. Quizá no seleccionase los sujetos de un modo apropiado. O quizá midió los factores incorrectos. Si no redacta todo eso de manera formal, no podremos saberlo, porque eso es lo que hacen los científicos: escribir unos artículos y desmenuzar otros para comprobar si sus resultados son robustos.

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