Read Lyonesse - 2 - La perla verde Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 2 - La perla verde (48 page)

Diez minutos después, el grupo llegó a una zona llana. Detrás de ellos se erguían los abruptos peñascos. Las anguilas-duende arrojaron a Glyneth a un corral, también ocupado por una redonda criatura de seis patas, con un cuerpo opaco y rosado coronado por un objeto que semejaba un enorme pólipo anaranjado, bordeado por cien ojos que crecían sobre tallos.

Los ojos se volvieron hacia Glyneth, que ahora estaba más allá del terror, con las emociones anestesiadas: todo aquello tenía que ser irreal. Cerró los ojos y los abrió. Nada había cambiado.

Las paredes del corral estaban tejidas con ramas, en un estilo tosco y sencillo. Glyneth tanteó con cautela la trama y comprendió que sin gran esfuerzo podía abrir un boquete para escapar. Observó por un instante a las anguilas-duende, preguntándose cuál sería el mejor momento para intentar la fuga. En aquel momento, el grupo estaba reunido alrededor de una cavidad en la piedra. La cavidad tenía medio metro de diámetro y despedía volutas de vapor.

Varias anguilas-duende revolvían la sustancia que había en la cavidad con paletas de mango largo. A veces la saboreaban. Conversando en susurros, llegaron a un acuerdo. Varias de ellas entraron en el corral y cortaron dos patas a la bestia rosada. Ignorando sus gritos de dolor, las anguilas-duende arrojaron las patas en la cavidad. Otras lanzaron un fardo de vegetación en ese hueco humeante. Una criatura negra, parecida a un camarón, que rugía y bramaba y procuraba zafarse de sus ligaduras, también fue arrastrada a la cavidad y arrojada al interior. Sus rugidos se intensificaron, luego se convirtieron en un gorgoteo plañidero, disminuyeron y se acallaron.

Los ojos inexpresivos se volvieron hacia Glyneth, quien al fin rompió a llorar.

—¡Qué espanto! ¡Tener que morir en ese hoyo repugnante!

Un sonido estridente vino desde el camino: los trinos y gorjeos del silbato de plata de Visbhume. Las anguilas-duende se quedaron quietas, luego se volvieron alarmadas.

Visbhume apareció, marchando animadamente al son de su música, con una ocasional cabriola cuando daba con un fraseo que le parecía muy acertado.

Las anguilas-duende empezaron a temblar y sacudirse como si algo las impulsara a brincar, contra su voluntad, mientras Visbhume tocaba airosas danzas.

Al fin Visbhume dejó de tocar y gritó con voz chillona, en el idioma de las anguilas-duende:

—¿Quién es el amo aquí, el señor del irresistible tap-tap?

—¡Eres tú, eres tú! —susurraron todos—. ¡Las Anguilas Progresistas son tus vasallos! Guarda tu temible arma. ¿Debemos saltar y brincar hasta agotarnos?

—Os mostraré mi piedad, pero antes, una rápida danza que hará bien a vuestra salud y os permitirá recordarme mejor.

—¡Misericordia! —clamaron las que se habían calificado de Anguilas Progresistas—. Ven, prueba la sabrosa viscosidad de nuestro hoyo. Guarda tu magia. Come viscosidad.

Glyneth había desgarrado la trama del corral. Abrió un boquete y lo atravesó para escapar. Visbhume la señaló.

—No tocaré más, pero me llevaré conmigo a la criatura que ahora intenta escapar del corral. Capturadla y traedla.

Las Anguilas Progresistas brincaron para rodear a Glyneth, y una la aferró del cabello. Una pesada piedra, más grande que un par de puños, bajó silbando y aplastó la cara de la Anguila Progresista.

Cayeron piedras por la ladera; Glyneth corrió histéricamente de un lado a otro; la silueta de lo que parecía ser una monstruosa bestia semihumana, negra contra el cielo lavanda, no le inspiraba confianza. La criatura se detuvo un momento para evaluar la escena, luego lanzó las rocas con lo que parecía un total desprecio por la gravedad: rebotando, rodando, resbalando, las piedras cayeron entre las Anguilas Progresistas. La criatura desenvainó una espada de su cinturón de cuero, y con furioso empeño se dedicó a cortar y rebanar. Glyneth retrocedió, anonadada ante los pavorosos sonidos del combate. Cabezas con ojos sorprendidos rodaban por el suelo; torsos mutilados se desplomaban para reptar, patear y caer al hoyo.

Siseando y suspirando, las Anguilas Progresistas huyeron hacia las rocas a pesar de las furibundas órdenes de Visbhume. Al final sopló el silbato con fuerza, obligándolas a detenerse.

—¡Alto! —gritó Visbhume—. ¡Atacad a esta bestia bípeda con todas vuestras fuerzas, desde todas partes! ¡Retrocederá ante vuestra embestida!

Las Anguilas Progresistas examinaron la carnicería con estupor. Visbhume las exhortó de nuevo:

—¡Dad buenos golpes! ¡Arrojad piedras y objetos hirientes, o nauseabundos excrementos! ¡Coged lanzas y atravesadlo!

Algunas anguilas obedecieron las instrucciones y recogieron piedras para arrojarlas, pero la ira de Visbhume no se aplacaba.

—¡Atacad! ¡Capturad! ¡Reunid a los gusanos de combate! ¡Todos en acción!

El hombre-bestia limpió la espada en un cadáver y dirigió a Glyneth una mueca difícil de interpretar. Retrocediendo, Glyneth tropezó y estuvo a punto de resbalar hacia la cavidad, pero la criatura le cogió el brazo y la rescató. Glyneth miró a su alrededor buscando una forma de escapar de aquel lugar de horror; por el rabillo del ojo vio como descendía una gran piedra. Se agachó, y la piedra se estrelló contra el suelo. Otra piedra pegó en el hombro del hombre-bestia, que giró rugiendo de furia pero decidió no atacar. Se echó a Glyneth al hombro y subió por la ladera.

Visbhume soltó un grito de indignación.

—¡Te llevas mi talego, todas mis pertenencias! ¡Suéltalo ahora mismo! ¡El robo es un delito! ¡El talego es sólo mío, y tiene pertenencias valiosas!

Glyneth aferró el talego con más fuerza mientras subía la cuesta a una velocidad que la mareaba.

La criatura al fin se detuvo y depositó a Glyneth en el suelo. Ella se preparó para ser devorada o vejada de alguna manera impensable, pero la criatura se limitó a mirar hacia atrás. Se volvió hacia ella sin aire amenazador, y Glyneth respiró hondo. Se ordenó la ropa revuelta y abrazó el talego de Visbhume, preguntándose qué haría con ella esa criatura.

El hombre-bestia emitió sonidos, esforzándose, como si la laringe le resultara una herramienta nueva y desconocida. Glyneth prestó atención. Si se proponía hacerle daño, ¿por qué se molestaba en hacerse entender? De pronto Glyneth comprendió que se proponía tranquilizarla. El miedo la abandonó y, aunque intentó dominarse, rompió a llorar.

La criatura seguía emitiendo sonidos, cada vez más inteligibles. Glyneth olvidó sus lágrimas.

—¡Habla despacio! —le indicó—. Repítelo.

Con voz gruesa e inarticulada, la criatura formó palabras comprensibles:

—Te ayudaré. No temas.

—¿Alguien te ha enviado a ayudarme? —preguntó la temblorosa Glyneth.

—Un hombre de pelo blanco me envió. Se llama Murgen. Yo soy Kul. Murgen me dio instrucciones.

—¿Cuáles? —preguntó Glyneth con renovada esperanza.

—Debo llevarte hacia el lugar por donde entraste aquí, y deprisa. Disponemos de poco tiempo, pues he tenido que viajar mucho para encontrarte. Ya nos hemos retrasado en exceso.

—¿Y si es demasiado tarde? —preguntó Glyneth con un nuevo temor.

—Te lo diré entonces —Kul miró cuesta abajo—. ¡En marcha! Los gusanos de las rocas suben con largas lanzas para herirme. ¡Un hombre de negro les da órdenes!

—Es Visbhume, el mago. Le he quitado el talego, y eso lo ha puesto furioso.

—Pronto lo mataré. ¿Puedes caminar, o te llevo?

—Puedo caminar, gracias. No es decente andar en tu hombro con el trasero al aire.

—Veamos lo deprisa que puedes correr con tu decoro.

Treparon la cuesta hasta que Glyneth empezó a jadear. Kul se la echó de nuevo al hombro y corrió cuesta arriba. Mirando hacia atrás, Glyneth sólo veía espacio y perspectivas abruptas; Kul parecía ignorar la gravedad y el equilibrio, y Glyneth decidió cerrar los ojos.

Al llegar al risco, la depositó en el suelo.

—Si vamos allá, detrás de ese bosque, llegaremos a la choza. Creo que aún tenemos un par de horas antes de que se cierre la puerta. Si todo sale bien, pronto estarás en casa.

Glyneth miró a Kul.

—¿Y tú?

—No me lo han dicho —respondió Kul con desconcierto.

—¿Tienes un hogar aquí? ¿Amigos?

—No.

—Qué extraño.

—Vamos —urgió Kul—. El tiempo apremia.

Los dos corrieron a lo largo del risco, cada vez más deprisa. Cuando Glyneth no pudo correr más, Kul la cogió de nuevo y la llevó cuesta abajo. Al fin, en un lugar detrás del bosque, la dejó en el suelo.

—Ven, veamos qué nos depara esta región.

Pasaron bajo las esferas de follaje azul y rojo y miraron hacia el césped. La choza estaba a cien metros. Por la orilla del río venía Visbhume montado en una gran bestia negra de ocho patas, de espinazo liso como una tabla; la cabeza era una complicada maraña de cuernos, tallos oculares y tubos de alimentación, y tenía un ancho y chato lomo de seis metros de longitud, donde Visbhume cabalgaba airosamente en el asiento acolchado de un castillo blanco. Detrás venía una banda de veinte Anguilas Progresistas portando lanzas, junto con una docena de criaturas que llevaban armaduras de un material metálico negro y altos yelmos cónicos que se encajaban directamente en sus charreteras. Estos caballeros-duende empuñaban mazas y lanzas y marchaban sobre patas cortas y gordas.

—Escucha con atención, porque hay poco tiempo —dijo Kul—. Yo iré al extremo del bosque y me mostraré. Si avanzan para atacarme, corre a la choza. En la puerta verás una aureola de luz dorada. Detente y escucha. Si no oyes nada, el camino es seguro; puedes pasar. Si oyes ruidos, no te arriesgues; el agujero se está cerrando y acabarías triturada. ¿Está claro?

—Sí, pero ¿qué será de ti?

—No temas por mí. Deprisa, prepárate.

—¡Kul! —exclamó Glyneth—. ¿Debo esperarte?

—¡No! —respondió Kul, internándose en el bosque.

Poco después Glyneth oyó el estridente grito de Visbhume:

—¡Allí está la bestia! ¡Al ataque! ¡Atravesadlo con jabalinas y lanzas! ¡Destrozadlo con las mazas! ¡Golpead con fuerza y precisión! ¡Descuartizad a esa horrenda criatura! ¡Derramad su sangre! ¡Pero atención! ¡No hiráis a la doncella!

Los negros caballeros-duende avanzaron pesadamente acompañados por las Anguilas Progresistas, mientras Visbhume cabalgaba en la retaguardia.

Glyneth esperó tanto como pudo, luego salió del bosque.

Visbhume la descubrió al instante. Hizo girar su larga montura y se lanzó al galope por el césped para interceptarla. Detrás corrían las Anguilas Progresistas, siseando y susurrando.

Glyneth se detuvo en seco; no llegaría a tiempo a la choza. Retrocedió hacia el bosque.

—¡Alto! —gritó Visbhume—. ¿Deseas regresar a Watershade? ¡Detente y escucha!

Glyneth titubeó. Visbhume obligó a su montura a dar una gran curva y se detuvo entre Glyneth y la choza.

—¡Responde, Glyneth! ¿Qué dices?

—¡Quiero regresar a Watershade! —dijo Glyneth.

—¡En efecto! ¡Entonces debes decirme lo que quiero saber!

Glyneth torció el gesto, vacilando. Tanto Dhrun como Aillas preferirían que hablara si así salvaba su vida. Pero ¿respetaría Visbhume sus condiciones?

Ella sabía muy bien que no.

Algunas anguilas se deslizaban agazapadas con la intención de apresarla por sorpresa con un brinco. Retrocedió hacia el bosque. Con una súbita inspiración, se detuvo. Hurgó en el talego de Visbhume y extrajo uno de los frascos de cristal llenos de insectos; lo arrojó en medio de las Anguilas Progresistas.

Por un instante permanecieron inmóviles, mirando con ojos vidriosos de consternación; luego soltaron las lanzas y huyeron siseando y cuchicheando por el césped, algunas rodando y agitando patas y brazos en el aire. Algunas se zambulleron en el río y desaparecieron; otras se internaron en el lodazal de la costa y reptaron río abajo.

—¡Glyneth, los minutos vuelan! —advirtió Visbhume—. ¡Yo me salvaré, pues mi camino es misterioso, pero tú te perderás para siempre!

—Visbhume —dijo Glyneth con su voz más seductora—, déjame regresar a Watershade. Yo te lo agradeceré, aunque me hayas traído aquí, y el rey Aillas en persona responderá a tus preguntas.

—¡Ja! ¿Me crees tonto? ¡El rey Aillas se apresurará a colgarme! ¿Juegas conmigo mientras vuelan los preciosos minutos? Veo el portal; aún está abierto, pero la aureola dorada ya empieza a desvanecerse. ¡Habla de una vez!

—¡Antes déjame ir!

—¡Yo fijo las condiciones; no tú! —chilló el irritado Visbhume—. Habla ahora, o me iré por el portal y te dejaré en manos de las repugnantes anguilas.

Kul salió repentinamente del bosque y corrió hacia Visbhume, quien gritó alarmado e impuso a su montura una postura defensiva, con un par de tentáculos amenazando a Kul.

Kul cogió una lanza y avanzó en círculos, pero Visbhume siempre se protegía detrás del alto pescuezo. Desde el bosque llegaban los caballeros-duende.

—¡El tiempo apremia! —chilló Visbhume—. ¡Déjame en paz, para que pueda regresar a la Tierra! ¿Cómo te atreves a molestarme? ¡Caballeros, matad deprisa a esta bestia! La aureola se desvanece. ¿Debo quedarme en Tanjecterly?

—¡Glyneth! —gritó Kul—. ¡Atraviesa la puerta!

Glyneth dio un rodeo alejándose de Kul y la chata bestia de ocho patas, y de nuevo intentó llegar a la choza. Se paró en seco. Los caballeros habían llegado para atacar a Kul con las mazas en alto. Asestaron golpes, pero él los eludió y se lanzó en medio de todos. Glyneth sólo pudo ver alborotados movimientos, y al fin los caballeros abatieron a Kul por la mera superioridad numérica.

Glyneth, gritando de angustia, cogió una lanza; corrió hacia adelante y atacó a uno de los caballeros; una gruesa pierna le golpeó el estómago y la hizo trastabillar. De pronto Kul surgió entre los caballeros como una explosión. Con una maza en cada mano, partía cabezas y derribaba caballeros.

—¡Ve a la choza! —le gritó a Glyneth—. ¡Huye mientras puedas!

—¡No puedo dejarte luchar solo! —respondió la desesperada Glyneth.

—¿He de morir en vano? —gruñó Kul—. ¡Hazme el favor de salvarte!

Para horror de Glyneth, un caballero negro atacó con la maza en alto y la descargó sobre Kul, quien intentó esquivar el golpe pero cayó de nuevo al suelo. Sollozando, Glyneth giró y corrió hacia la choza. Vio a Visbhume delante. Corría a grandes zancadas, con el único afán de huir de Tanjecterly.

Visbhume llegó a la choza con Glyneth detrás. Visbhume soltó un graznido y se paró en seco.

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