—Shimrod, ¿es ésa tu opinión de la joya?
—Es hermosa, aunque un poco siniestra —comentó Shimrod—. En alguna parte oí rumores acerca de una joya similar, tal vez en una leyenda fabulosa. No puedo recordar la ocasión. Me parece que no se decía nada bueno de la perla. La llevó un pirata sanguinario.
—¡Shimrod! ¡Querido, prudente, benévolo y moderado Shimrod! ¿Tanto te perturba la leyenda, cuando apenas has visto la perla? —Melancthe le dio la caja—. Al menos dime en cuánto calculas su valor.
—¡No soy un experto!
—En tales asuntos todo el mundo es experto, pues cada cual sabe lo que pagaría por ella.
—Yo no daría nada.
—¡Por una vez, pórtate como un hombre normal! ¡Cógela y siente su peso! Estudia la superficie en busca de defectos; calibra la sutileza de su fuego verde mar.
Shimrod cogió la caja y la miró con desconfianza.
—No tiene defectos obvios. El color presenta un matiz maligno.
Melancthe aún no estaba satisfecha.
—¿Por qué desconfías tanto? ¡Mírala de todas partes! Quiero sólo tu mejor y más sincero juicio.
Shimrod iba a tocar la perla a regañadientes, pero el vivaz y joven campesino rubio le asió el codo.
—Shimrod, una palabra acerca de esta perla.
Shimrod dejó la caja en el mostrador; los dos se retiraron a un lugar apartado y el joven campesino dijo con voz tensa:
—¿No te advertí contra los ruegos de Melancthe? ¡No toques la perla! No es más que un punto de convergencia de pura depravación.
—¡Claro! ¡Ahora lo recuerdo! ¡Tristano nos habló de esta perla! ¡Pero Melancthe no puede saber nada sobre ello!
—Tal vez una voz hable a su oído interior… Tamurello se acerca al prado. No quiero que me reconozca. ¡Pídele noticias de Visbhume! ¡Por nada del mundo toques la perla!
El campesino se mezcló con la multitud y el abatido Shimrod se reunió con Melancthe.
—Ese sujeto tiene algún conocimiento sobre las perlas —le dijo al oído— y me ha contado que no es una perla auténtica, pues las verdaderas nunca son verdes. Ahora recuerdo el rumor. No toques esa falsa perla si en algo valoras tu alma. Es peor que una gema sin valor. Es un núcleo de depravación.
—¡Nunca antes me sentí tan afectada! —respondió Melancthe en voz baja—. ¡Me canta con una música subyugante!
—Aun así, aunque nunca me hayas creído, hazme caso ahora. A pesar de tus traiciones, no quiero que sufras ningún mal.
Desde detrás del mostrador, Yossip declaró pomposamente:
—¡He calculado el valor de esta gloriosa joya: exactamente cien coronas de oro!
—La dama Melancthe no quiere este objeto a ningún precio —rezongó Shimrod—. Devuélvele las monedas de inmediato.
Melancthe guardó silencio cabizbaja; cuando Yossip, clavando los ojos en Shimrod, devolvió las cinco monedas de oro, Melancthe las guardó sin mirarlas.
Tamurello, con el mismo disfraz de la noche anterior, se detuvo para saludar cortésmente a Shimrod.
—¡Me sorprende encontrarte tan lejos de Trilda! ¿Has perdido todo interés en mis actividades?
—En ocasiones otros asuntos requieren mi atención —replicó Shimrod—. En este momento quiero hablar con Visbhume. Lo viste anoche. ¿Dónde está ahora?
Tamurello meneó la cabeza sonriendo.
—Él siguió su camino, yo el mío. No sé dónde está ahora.
—¿Por qué no alteras los hábitos de toda una vida y hablas con franqueza? —preguntó Shimrod—. A fin de cuentas, la verdad no tiene por qué ser una mera táctica de último recurso.
—¡Ah, Shimrod! ¡Me preocupa tu opinión negativa! En cuanto a Visbhume, no tengo nada que ocultar. Hablé con él anoche, luego nos despedimos. No sé nada sobre sus planes.
—¿Qué te contó?
—¡Creo que nos acercamos a temas confidenciales! Aun así, te diré lo que sé. Sólo me comentó que acababa de llegar de Tanjecterly, que, como quizá sepas, es uno de los mundos de la Dekadíada de Twitten.
—He oído algo al respecto. ¿Mencionó a la princesa Glyneth? ¿Qué dijo sobre ella?
—En eso se mostró un poco evasivo; deduzco que ella encontró un desdichado fin. Tanjecterly es un mundo cruel.
—¿No fue específico al respecto?
—En absoluto. En realidad, se proponía contarme lo menos posible.
—Mientras estaba en tu presencia, ¿se quitó toda la ropa, por razones que desconozco?
—¡Qué idea tan extravagante! —exclamó Tamurello—. ¡Las imágenes que me sugieres son deplorables!
—¡Qué extraño! Anoche encontré sus ropas apiladas a un lado del camino.
Tamurello sacudió la cabeza.
—A menudo, en estos casos, se pasa por alto la explicación más simple. Quizá sólo cambió ropas sucias y raídas por otras más presentables.
—¿Tiraría su valioso ejemplar del Almanaque de Twitten junto con las ropas sucias?
El desprevenido Tamurello arqueó las cejas y se acarició la pulcra barba negra.
—Supongo que es un caso de distracción o de divagación. Pero, desde luego, desconozco las peculiaridades de Visbhume. Ahora, por favor, excúsame —se volvió a Melancthe—. ¿Has encontrado algo de interés?
—Aquí es donde encontré mis flores, pero ahora las plantas están secas, y ya nunca volveré a gozar de su encanto.
—Una pena.
Mirando hacia el puesto, Tamurello descubrió la perla verde. Al instante se puso en tensión, y luego avanzó despacio para examinar la caja.
—¡Es una gloria verde sin parangón! —declaró el excitado Yossip—. ¿El precio? ¡La bicoca de cien coronas de oro!
Tamurello no le prestó atención. Estiró la mano y sus dedos revolotearon sobre la perla. Desde las sombras del extremo del mostrador emergió una serpiente verde y negra. Capturó la perla con la boca y la engulló, se deslizó por el mostrador, saltó al suelo y se internó en el bosque.
Tamurello soltó un grito ahogado y echó a correr. Atinó a ver que la serpiente se deslizaba en un agujero entre las raíces de un viejo y nudoso roble.
Tamurello apretó los puños, gritó un conjuro de seis sílabas y se transformó en una comadreja larga y gris que se zambulló en el boquete.
De las raíces del roble llegaron chillidos débiles y siseos, luego silencio.
Pasó un minuto. Del boquete salió la comadreja, con la perla verde en la boca. Por un instante contempló el prado con sus ojuelos rojos, luego se alejó dando brincos.
Un ágil campesino rubio se movió aún más deprisa. Atrapó la comadreja con un frasco de cristal y cerró la tapa con fuerza apretando a la comadreja en su interior. Esta se quedó sentada con la perla en la boca, la larga nariz contra el vientre y las patas traseras sobre las orejas.
El campesino puso el frasco en el mostrador de Yossip. Mientras todos observaban, la comadreja se disolvió en una transparencia verde, como un esqueleto en una gelatina, con el verde fulgor de la perla en el centro.
El grisáceo perfil de Asphrodiske se perdió en la niebla mientras el gusopo corría hacia el oeste, alejándose de la luna negra, de vuelta a la Llanura de los Lirios. Arriba, el sol amarillo y el verde giraban lánguidamente uno alrededor del otro. Glyneth pensó que aquel espectáculo podía acabar perturbando a una persona inestable, y de hecho ella lo encontraba desagradable, ahora que tenía tiempo para tomarlo en consideración.
Con la partida de Visbhume, la tensión se había aflojado de pronto, y el estímulo de la mercurial pero extraña personalidad del mago había desaparecido, dejando una desanimada fatiga.
En la primera parada, Glyneth insistió en que Kul descansara y recuperara las fuerzas. Sin embargo, éste pronto se impacientó y rehusó reposar como aconsejaba Glyneth.
—¡Me siento atrapado en esta casa! —gruñó—. Cuando estoy inactivo, mirando el techo, me siento como un cadáver con los ojos abiertos. Oigo gritos lejanos. Mientras descanso, las voces llegan con furia y salvajismo, y con mayor intensidad.
—Aun así, debes recuperarte —declaró Glyneth—. Por lo tanto, necesitas descansar. Ninguna otra cosa servirá, pues no me atrevo a usar al azar los tónicos de Visbhume.
—No quiero esas cosas de Visbhume —murmuró Kul—. Me siento mejor cuando viajamos al oeste; es la orden implantada en mi mente, y sólo me encuentro bien cuando obedezco.
—De acuerdo, entonces —dijo Glyneth—. Viajaremos pero debes quedarte quieto y dejar que te cuide. No sé qué haría si cayeras enfermo y murieras.
—Sí, sería trágico —convino Kul. Se levantó del diván—. Pongámonos en marcha. ¡Ya me siento mejor!
Una vez más el gusopo corrió hacia el oeste. El ánimo de Kul mejoró y empezó a dar muestras de su antigua vitalidad.
La Llanura de los Lirios quedó atrás, también el Bosque Oscuro, y pronto la ciudad de Pude apareció a lo lejos. Kul cogió la espada Zil y se plantó delante de la pérgola, las piernas separadas y la punta de la espada entre los pies. En el banco, Glyneth preparó el tubo y los ácaros de fuego, y se cercioró de que los Frascos del Tormento estuvieran listos.
Entraron en Pude y el gusopo cabalgó por el centro de la calle principal mientras las gentes atisbaban por las ventanas de sus casas altas e irregulares. Nadie salió a interceptarlos, y cruzaron el puente sin siquiera pensar en pagar el peaje.
Cuando el río Haroo quedó bien atrás, Glyneth rió con nerviosismo.
—No somos populares en Pude. Los niños no nos trajeron flores y no hubo ninguna celebración. Hasta los perros se negaron a ladrar, y el alcalde se ocultó bajo la cama.
Kul miró hacia atrás con una sonrisa sombría.
—Para mi gran alivio, pues también yo hubiese querido esconderme. Si un niño me golpeara con el pétalo de una flor, me tumbaría. Me apoyo en esta espada para mantenerme erguido. Dudo que pudiera levantarla para lanzar un ataque aunque el blanco fuera el cuello del mismísimo Visbhume.
—¿Por qué te quedas ahí, entonces? ¡Siéntate y descansa! ¡Ten pensamientos de fuerza y esperanza y pronto estarás más sano que nunca!
—Veremos —dijo Kul, sentándose.
Delante se extendía la llana estepa de Tang-Tang, y Glyneth empezó a temer que perdieran el rumbo y se extraviaran. La única señal segura era la estrella rosada del este, pero mantener la estrella directamente detrás era una tarea difícil, y continuamente ambos buscaban hitos en el camino. Atravesaron la región de los árboles gigantescos; como antes, los arborícelas soltaron amenazas histéricas y les dirigieron gestos ofensivos. Kul guió el gusopo para que sorteara los árboles y se refugió en la pérgola.
—No deseo provocar a nadie, ni siquiera a esas miserables criaturas.
—¡Pobre Kul! —lo consoló Glyneth—. Pero no te inquietes; pronto estarás fuerte de nuevo, y ya no sufrirás tales miedos. Mientras, confía en mí, pues tengo a mano los artefactos de Visbhume.
Kul emitió un ruido gutural.
—Todavía no estoy tan débil. Aunque es evidente que ahora valgo poco.
Glyneth lo contradijo indignada.
—Claro que vales, especialmente para mí. Iremos despacio y te tomarás tiempo para descansar.
—¡No! ¿Has observado la luna negra? ¡Se desplaza en el cielo! Cuando lleguemos a la choza, habré cumplido mi misión y podré descansar.
Glyneth suspiró. Esta conversación la deprimía. Si sobrevivía, nunca olvidaría sus extraños viajes por Tanjecterly, y quizá los hechos espantosos perderían fuerza, mientras que la compañía de Kul, los descansos en la agradable casita y los maravillosos paisajes de Tanjecterly consolidarían su encanto, para el cual era ahora insensible. ¿Era posible que abandonara Tanjecterly con nostalgia? Siempre, desde luego, que pudiera irse… Glyneth suspiró de nuevo y contempló el paisaje.
Viajaban, descansaban, reanudaban el viaje, y cada ciclo traía nuevos acontecimientos. En una ocasión, el gusopo apenas logró evadir una estampida de rumiantes de ocho patas, del tamaño de jabalíes grandes, moteados de rojo y blanco, con largos colmillos y colas que terminaban en bolas con púas. Chillando, gimiendo, la ancha columna de bestias hediondas pasó de largo corriendo de norte a sur, hasta desaparecer.
En otra oportunidad pasaron junto a un campamento de atezados nómadas humanos, vestidos con chillonas prendas negras, amarillas y rojas. Al instante, veintenas de niños se les acercaron para mendigar, sin asustarse ante Kul. Glyneth no tenía nada para darles y les arrojó borlas de la alfombra del gusopo. Luego azuzó a la bestia y dejaron atrás el campamento.
Glyneth empezó a temer que se hubieran desviado de la ruta más directa a través de la estepa, y sus sospechas se confirmaron al ver dos promontorios, ambos coronados por un castillo y, más allá, un peñasco rematado en otro castillo, aún mayor y más siniestro. Al pasar el gusopo, un par de enormes caballeros, ambos más altos y corpulentos que Kul, bajaron de los dos primeros castillos. Un caballero llevaba una espléndida armadura púrpura con una cresta de penachos verdes, mientras que el otro lucía una armadura azul con penachos anaranjados. Frenaron sus monturas ante el gusopo y levantaron las armas en un saludo que parecía amistoso.
—Buenas gentes —se presentó el caballero púrpura—, presentamos nuestros saludos y preguntamos cómo os llamáis.
Glyneth respondió desde el asiento superior de la pérgola.
—Soy la princesa Glyneth de Troicinet, y éste es mi paladín, el caballero Kul.
—No conocemos ese lugar, Troicinet —contestó el caballero azul—. En cuanto a Kul, parece un syaspic feroce, aunque su rostro, sus modales y su noble porte sugieren que es un caballero, tal como dices.
—Muestras discernimiento —dijo Glyneth—. Kul sufre un hechizo, y debe mostrar su actual apariencia durante cierto tiempo.
—¡Aja! —declaró el caballero púrpura—. Eso lo explica todo.
—También vemos que Kul empuña una espada poco común —comentó el caballero azul—. Se parece a la espada Zil, perteneciente al asesino Zaxa de la ciudad de Pude.
—Es verdad. Zaxa empuñó esta espada en un tiempo, pero nos ofendió y Kul le arrebató la vida y la espada. Resultó algo pesado, pues Zaxa rugió mucho mientras moría.
Los dos caballeros examinaron a Kul de soslayo. Deliberaron, y el caballero azul, moviéndose a un lado, sopló su cuerno.
Entretanto, el caballero púrpura se acercó a Glyneth y Kul:
—En vista de vuestra victoria sobre Zaxa, os imploramos que matéis a su padre, el caballero Lulie. El padre es mucho más fuerte que Zaxa y no nos avergüenza admitir nuestro temor. Lulie es culpable de mil actos execrables de los cuales jamás se ha arrepentido.