—Kul, ¿me oyes?
—Te oigo.
—Estoy aquí contigo. ¿Puedes trepar al gusopo? Iremos a un sitio tranquilo en el bosque y descansarás hasta que te recuperes.
Kul abrió los ojos.
—El gusopo es una criatura imprevisible. Me ha causado mucho daño.
—Sólo al oír el silbato de Visbhume. Por lo demás, parece una criatura mansa, y corre bien.
—Es verdad. Bien, veamos si puedo subir a su lomo.
—Te ayudaré.
Aldeanos atraídos por el tumulto se habían reunido, y algunos se burlaban por los intentos de Glyneth de ayudar a Kul. Glyneth no les prestó atención, y al fin Kul trepó al gusopo. La multitud se acercó, rodeó al gusopo y empezó a arrancar borlas de la alfombra. Glyneth sacó un Frasco del Tormento y lo arrojó a la muchedumbre, que al instante se dispersó entre gritos de pánico. El gusopo pudo seguir la marcha.
Una hora después, Glyneth lo guió hacia un prado, detrás de un bosquecillo, donde echó el ancla y puso la casa. Kul pasó un tiempo aturdido, mientras Glyneth lo observaba ansiosa. ¿Era su imaginación, o extraños cambios se producían en Kul, haciendo que su expresión cambiara y a veces se hiciera borrosa?
Kul abrió los ojos y vio que Glyneth lo observaba. Habló con voz suave y agotada.
—He tenido extraños sueños. Cuando quiero recordarlos, me mareo —trató de incorporarse, pero Glyneth se lo impidió.
—Acuéstate, Kul. ¡Descansa y olvida los sueños!
Kul cerró los ojos y dijo con voz inexpresiva:
—Murgen me habló. Dijo que debía protegerte y llevarte sana y salva a la choza. Es normal que te ame, pues es la razón de mi existencia. Pero tú no debes derrochar tus emociones en mí. Soy mitad bestia, y una de las voces que oigo es la voz del feroce. Otra voz es implacable y cruel, y me incita a actos inconfesables. La tercera voz es la más fuerte, y cuando habla las demás callan.
—Yo también he reflexionado mucho sobre nosotros —dijo Glyneth—. Todo lo que dices es cierto. Me asombra tu fuerza y agradezco tu protección, pero amo otra parte de ti: tu amabilidad y tu valentía, y no te las enseñó Murgen. Proceden de otra fuente.
—Las órdenes de Murgen vibran en mi mente: debo protegerte y llevarte sana y salva a la choza. Ya que no tenemos un sitio mejor adonde ir, ése será nuestro destino.
—¿Volvemos por donde vinimos?
—Sí.
—Bien, viajaremos cuanto te hayas recuperado.
Dos días antes del final de la Feria de los Duendes de esa estación, Melancthe llegó a la posada cercana a Rincón de Twitten y conocida como El Sol Risueño y la Luna Plañidera. Reservó su habitación de costumbre y se dirigió al prado, donde esperaba encontrar a Zuck para recordarle el trato que habían hecho con las flores.
Zuck acababa de llegar y, con la ayuda de un joven, descargaba sus bienes y pertenencias de un carro. Al ver a Melancthe saludó cortésmente, se tocó el ala del sombrero y continuó su labor. Al parecer aún no se había ocupado de las flores de Melancthe.
Melancthe masculló con fastidio y se dirigió a Zuck mientras él ordenaba sus mercancías.
—¿Has olvidado nuestro trato?
Zuck hizo una pausa en su tarea y la miró de soslayo.
—¡Ah, sí! —exclamó, cambiando de expresión—. ¡Desde luego! ¡Tú eres la dama que con tanta insistencia quería esas flores!
—En efecto, Zuck. ¿Tan pronto te has olvidado?
—¡Claro que no! Pero muchos detalles ocupan mi mente y distraen mi atención. Un momento.
Zuck dio instrucciones al joven y llevó a Melancthe a un banco cercano.
—Has de comprender que en nuestro negocio tratamos a menudo con personas que hablan demasiado pero dejan poco oro en el mostrador. Según recuerdo, deseabas una o dos flores más para adornar tu precioso cabello.
—Quiero todas las flores, sean dos, diez o cien.
Zuck asintió despacio y miró hacia el prado.
—¡Al fin nos entendemos! Esas flores son muy caras. Ya tengo una lista de clientes tan impacientes como tú, y aún debo consultar a mi proveedor acerca del producto de su jardín secreto.
—El resto de tus clientes deberán buscar en otra parte. No temas, te pagaré un buen precio.
—En tal caso, preséntate en mi puesto mañana a esta misma hora, cuando espero tener noticias del jardinero.
Melancthe no pudo sonsacar más información a Zuck, quien se negaba a identificar al misterioso jardinero que cultivaba tan extraordinarias flores. Melancthe regresó a la posada, inquieta e insatisfecha, pero incapaz de realizar sus deseos.
En cuanto la muchacha se perdió de vista, Zuck regresó pensativamente a su trabajo. Al cabo de un rato llamó al joven, quien visto con mayor atención presentaba rasgos de falloy, o de falloy con mezcla de duende y humano. Su estatura era la de un niño humano, con movimientos ágiles y armoniosos; tenía la tez plateada, cabello claro color verde dorado y enormes ojos con oscuras pupilas doradas con forma de estrella de siete puntas. Era un hermoso joven, reposado, lento y algo ingenuo. Zuck había encontrado en él a un empleado trabajador y le pagaba bien, de modo que en general disfrutaban de buena armonía. Zuck lo llamó.
—¡Yossip! ¿Dónde estás?
—Aquí estoy, descansando debajo del carro.
—Ven, por favor. Tengo un encargo para ti.
Yossip se le acercó.
—¿En qué consiste?
—Nada importante. En verano viniste un día a trabajar con una bonita flor negra, que tú dejaste en el mostrador y que yo luego regalé a una clienta.
—Ah sí —dijo Yossip—. Una flor de mi jardín secreto.
Zuck ignoró esta observación.
—Deseo poner algunos adornos para hacer más llamativo nuestro puesto y distinguirlo de los demás. Unas flores podrían servir a mi propósito. ¿Dónde conseguiste la flor negra?
—En el bosque, cerca del Sendero de Giliom, en un sitio que considero mi glorieta secreta. Este verano encontré una sola flor, aunque vi varios brotes.
—Unas pocas flores bastarán. ¡A fin de cuentas, no somos floristas ni herbolarios! ¿A qué distancia está el jardín? Dime el camino y yo cortaré las que necesito.
Yossip titubeó.
—No recuerdo indicaciones ni distancias exactas. Incluso a mí me resulta difícil encontrar el lugar. Pero si quieres las flores, yo las traeré.
—Buena idea —dijo Zuck—. Llévate el carro, así irás más aprisa. Ve ahora mismo al Sendero de Giliom; no cortes capullos ni vainas con semillas, sólo las flores que han florecido plenamente. Así no estropearemos la planta.
—Muy bien —respondió Yossip—. Necesitaré un cuchillo afilado para cortar los tallos y un poco de pan y queso para comer en el trayecto, el cual, según recuerdo, es de cinco o seis kilómetros.
—Ve pues, y no tardes mucho.
En cuanto Yossip hubo partido, Zuck cerró el puesto. Pidió prestado un caballo en otro puesto y siguió a Yossip. Cabalgaba con cautela, guiándose por los chirridos y tintineos del carro. Cuando el sendero doblaba, Zuck se daba prisa, atisbaba por el camino y corría hasta el siguiente recodo. Así seguía de cerca a Yossip sin que éste lo viera.
El ruido del carro cesó de golpe. Zuck desmontó, ató el caballo y avanzó a pie. El carro se había detenido en medio del sendero y no se veía a Yossip por ninguna parte.
—¡Bien hecho! —se dijo Zuck—. ¡Aquí está el misterioso jardín! ¡Es todo lo que necesitaba saber!
Ahora regresaría deprisa a la feria y Yossip jamás sabría que su secreto había sido descubierto. Pero la curiosidad de Zuck lo impulsó a adentrarse un poco para tener una idea más clara del lugar y del tamaño del macizo de flores. Avanzó paso a paso, mirando a derecha e izquierda.
Yossip salió de las sombras con un ramillete de cuatro flores. No pareció sorprenderse de ver a Zuck.
—He venido deprisa —tartamudeó Zuck—. Decidí usar colgaduras y banderines multicolores como decoración, en vez de despojar este macizo. Quise informarte en seguida sobre mis nuevos planes.
—Muy agradable de tu parte —dijo Yossip. Le resultaba difícil hablar, y tenía la voz quebrada—. Pero ¿qué haré con estas flores que ya he cortado?
—Tráelas. Mejor aún, déjame llevarlas. ¿Hay más brotes?
—Muy pocos.
Zuck miró a Yossip de soslayo.
—¿Por qué hablas con voz tan rara?
Yossip le dirigió una sonrisa forzada, mostrando sus dientes plateados.
—Mientras trabajaba, removí el suelo y descubrí esta gema maravillosa —se sacó una reluciente esfera verde de la boca—. Por comodidad la llevó así.
—¡Sorprendente! —exclamó Zuck—. Déjame examinarla.
—¡No, Zuck! Has desentrañado con trucos el secreto de mi jardín. Por naturaleza soy confiado, incluso ingenuo; pero en esta ocasión debo pronunciar un juicio, y determino que tu engaño debe ser castigado con la muerte —con estas palabras, Yossip apuñaló a Zuck en el cuello y el corazón con el cuchillo que había usado para cortar las flores. Luego, para interrumpir los estertores de Zuck, le hundió el cuchillo en el oído izquierdo, hasta la empuñadura—. ¡Bien, Zuck! Hemos puesto apropiado fin a tu taimada actitud. No diré más sobre el asunto.
Yossip arrojó el cadáver a la zanja y regresó al prado, llevando el caballo con que Zuck lo había perseguido.
Yossip devolvió el caballo a su propietario, quien preguntó asombrado:
—¿Y dónde está el buen Zuck, que se marchó tan deprisa?
—Ha ido a examinar unas nuevas mercancías —dijo Yossip—. Mientras tanto, yo debo encargarme del puesto.
—¡Es una gran responsabilidad para un joven inexperto como tú! Si tienes dificultades, o si sospechas que te quieren engañar, llámame y arreglaré la situación.
—¡Gracias! Es un gran alivio.
Aún faltaban dos horas para la caída del sol. Yossip abrió el puesto, puso las flores en jarrones y, tras algún titubeo, exhibió la perla verde en una bandeja.
—Es una perla maravillosa —se dijo—. Pero ¿de qué me sirve? No me agradan los aros ni otros adornos. Bien, veremos. Debo obtener un buen precio por ella, o no la venderé.
Por la mañana, Melancthe fue temprano y miró aquí y allá. Vio las flores, y gritó de alegría.
—¿Dónde está el buen Zuck?
—Está buscando nuevas mercancías —respondió Yossip—. Yo me encargo del puesto.
—¡Al menos ha encontrado flores para mí! Tráelas. Son sólo mías y no se las debes vender a nadie más.
—Como desees, señora.
Melancthe tomó posesión de las flores. Eran realmente excepcionales, con colores que parecían temblar con el vigor de su naturaleza.
Todas eran distintas; cada una proyectaba una singular personalidad. La primera: un naranja punzante, mezclado con bermellón, rojo ciruela y negro. La segunda: verde mar con un fulgor púrpura bajo un tornasol negro azulado. La tercera: un negro brillante con salpicaduras de ocre estridente, y una franja escarlata en el centro. La cuarta: una docena de anillos concéntricos de pequeños pétalos, alternativamente blancos, rojos y azules.
Melancthe no preguntó el precio. Dio cuatro coronas de oro.
—¿Cuándo tendrás más?
Yossip comprendió la situación. Zuck lo había engañado mucho más de lo que había imaginado. Sin embargo, para bien o para mal, no podía castigarlo por segunda vez. Yossip reflexionó.
—Quizá mañana tenga más flores, señora.
—¡Recuerda que son sólo para mí! ¡Me fascina su extraña forma!
—Para asegurar tu exclusiva propiedad —murmuró Yossip—, te aconsejo que pagues al instante suficientes monedas de oro. De lo contrario alguien se te puede adelantar mañana por la mañana.
Con gesto desdeñoso, Melancthe arrojó cinco coronas más de amarillo oro, asegurando la transacción.
El crepúsculo cayó sobre el prado. Había faroles colgando de los árboles y varias personas que preferían la noche al día salieron a pasear entre los puestos y a regatear el precio de los artículos que les interesaban.
En la posada, Melancthe consumió una austera cena de ala de pollo y nabo cocinados con miel y mantequilla. Puso las flores en cuatro floreros, para admirarlas de una en una, o todas juntas, como prefiriera.
Un taciturno caballero moreno con espléndidas vestiduras, distinguido por un pulcro bigote, barba pequeña y rasgos agudos, se acercó a su mesa. Se inclinó, se quitó el sombrero y se sentó sin más ceremonias.
Melancthe, reconociendo a Tamurello, guardó silencio. Él inspeccionó las flores con curiosidad.
—¡Fascinantes! ¡Únicas! ¿Dónde crecen flores tan extraordinarias?
—No lo sé con certeza —respondió Melancthe—. Las compro en la feria. Huélelas. Cada una es diferente, y con su aroma comunica un torrente de significados, y de significados de significados. Cada cual es una fiesta de sutiles e inefables perfumes.
Tamurello olió cada flor una y otra vez. Las miró frunciendo los labios.
—Los aromas son exquisitos. Me recuerdan algo que no atino a nombrar… El pensamiento cuelga en un recoveco de mi mente y se niega a aflorar. ¡Una sensación exasperante!
—Pronto lo recordarás —aseguró Melancthe—. ¿Por qué estás aquí, adonde tan rara vez acudes?
—Estoy aquí por curiosidad —respondió Tamurello—. Hace unos instantes se produjo un temblor en el Poste de Twitten. Puede significar mucho o poco, pero tal temblor siempre merece ser investigado… ¡Aja! ¡Mira quién ha llegado a la posada! Es Visbhume; debo hablar con él de inmediato.
Visbhume estaba junto al mostrador buscando a Hockshank, quien en ese momento estaba ocupado en otra parte. Tamurello se le acercó.
—Visbhume, ¿qué haces aquí?
Visbhume miró al hombre de barba negra que lo interpelaba con tanta familiaridad.
—Soy Tamurello, bajo un disfraz que uso a menudo cuando viajo.
—¡Desde luego! ¡Ahora te reconozco, por la claridad de tu mirada! ¡Tamurello, me alegro de verte!
—Gracias. ¿Qué te trae por aquí en esta temporada?
Visbhume hinchó los carrillos y torció el índice.
—¿Quién puede explicar los antojos de un vagabundo? ¡Un día aquí, otro día allá! A veces el camino resulta duro, a veces agotador, y a veces trajinas en la lluvia y la oscuridad sólo guiado por el destello de tu lejana estrella. Pero por ahora sólo busco a Hockshank, para que me proporcione un cómodo cuarto donde pasar la noche.
—Me temo que tus necesidades no serán satisfechas. La posada está repleta.
Visbhume torció el gesto.
—En tal caso debo encontrar una parva de heno en el establo.