Read Los tejedores de cabellos Online
Authors: Andreas Eschbach
—Orgulloso —le ayudó Stribat.
—Orgulloso, sí. Me hace sentirme orgulloso.
Cuando alcanzaron el suelo, el comandante les hizo detenerse un momento.
—Nos llevaremos a uno de los mayores con nosotros. Nos conducirá a la casa del gremio.
Empujó la puerta lateral y le hizo una señal al anciano que estaba por casualidad más cerca. El mayor del gremio se acercó sin dudarlo y subió solícito.
—Estoy tan contento de que hayáis venido por fin —relató sin darle más vueltas mientras la pequeña columna se ponía de nuevo en movimiento—. Es muy desagradable para nosotros, debéis saber, cuando los navegantes del Emperador no acuden en el momento convenido, porque, mientras tanto, nuestros almacenes están repletos de alfombras de cabellos… Oh, ya sucedió una vez, me acuerdo, yo era un niño todavía, por entonces. Hubieron de pasar cuatro años hasta que volvieron los navegantes imperiales. Fue horrible, fue una dura prueba para nosotros. Y entonces, habréis de saber, el gremio tenía almacenes mucho más grandes que hoy. Hoy es todo mucho más difícil que entonces…
Wasra miró fijamente al hombre anciano y encorvado con su desgastada capa, que miraba con sus ojos de un blanco plateado, casi ciegos, el interior del vehículo y que al mismo tiempo parloteaba como un chiquillo excitado.
—Decid —le interrumpió—, ¿cómo os llamáis?
El anciano marcó una reverencia.
—Lenteiman, navegante.
—Lenteiman, ¿habéis escuchado lo que mis hombres os han explicado antes?
El mayor del gremio alzó la frente mientras sus ojos buscaban inseguros en la dirección desde la que hablaba el comandante. Su boca se abrió sin darse cuenta y desenmascaró una hilera de negros raigones. Ni siquiera parecía entender de lo que le estaban hablando.
—Lenteiman, nosotros no somos navegantes del Emperador. No necesitáis esperar más a los navegantes porque no volverán nunca más, ni en cuatro ni en cuatrocientos años. —Aunque de esto ni siquiera estoy seguro, pensó Wasra—. Tampoco necesitáis tejer ninguna alfombra de cabellos más para el Emperador, pues el emperador ha muerto. Ya no existe el Imperio.
El anciano guardó silencio un momento, como si tuviera que esperar a que lo que había oído recorriera el cerebro. Luego surgió una risilla gorgoteante de su garganta. Movió bruscamente la cabeza, enfrentándola al sol que brillaba pálido.
—Todavía brilla el sol, ¿no? Vosotros, navegantes, sois un pueblo extraño y tenéis extrañas costumbres. En nuestra tierra lo que decís sería herejía, mejor haríais en aconsejar a vuestros hombres que contengan la lengua cuando vayan a la ciudad. Aunque se os va a prestar mucha atención, en cualquier caso, pues todos están felices de que por fin hayáis llegado.
Se rió de nuevo. Wasra y Stribat intercambiaron miradas perplejas.
—A veces tengo la sensación —murmuró Stribat— de que Denkalsar era un optimista.
Denkalsar era una figura casi mitológica. Se decía que, efectivamente, un hombre con ese nombre había vivido hacía algunos siglos y que había escrito aquel libro al que el movimiento rebelde debía su nombre
El viento inaudible
. Sin embargo, desde la caída del Emperador, leer a Denkalsar había pasado un poco de moda y Wasra estaba asombrado de que Stribat lo conociera.
—Lenteiman —preguntó—, ¿qué es lo que hacéis normalmente con los herejes?
El anciano hizo un gesto amplio e indeterminado con sus manos que eran como garras.
—Por supuesto, los colgamos como manda la ley.
—¿A veces sólo los encerráis?
—En casos de herejía leve, claro. Pero raramente.
—¿Se lleva algún libro de registro de los procesos y los ahorcamientos?
—¿Y qué pensáis? Por supuesto, y se guardan todos los libros como es ley del Emperador.
—¿En la casa del gremio?
—Sí.
Wasra asintió satisfecho. Comenzó a saborear el retumbar y el zumbar de los motores del tanque que hacía temblar a cada fibra de su cuerpo, a percibirlos como la sensación de un poder superior e intocable. Venía con tres tanques, con soldados y con armas que eran inalcanzablemente superiores a todas las que había en aquel planeta. Entraría en el edificio que representaba el centro de aquella cultura sin que le fuera discutido y haría dentro y mandaría hacer lo que le apeteciera. La idea le gustaba. Su mirada se dirigió hasta la línea de color marrón claro de las chozas y casas bajas hacia la que marchaban y saboreó el hecho de ser un vencedor.
Alcanzaron la casa del gremio, que se alzaba maciza y llena de dignidad. Sus muros de un marrón grisáceo que caían en diagonal hacia afuera, como las paredes de un bunker, no tenían ventanas, sólo estrechas aberturas parecidas a troneras. A la sombra de la casa había una gran plaza que ofrecía una extraña imagen, como si se celebrara un mercadillo que esperara desde hacía meses a los visitantes y en el que todos los comerciantes hubieran caído en una duermevela. Carros de todo tipo estaban dispersos por doquier, de costado o de través, grandes, pequeños, lujosamente adornados y feos y viejos carros blindados y carros de mercado abiertos y por todas partes se amontonaban grandes y peludos animales de tiro y miraban tontamente hacia delante, mientras los conductores dormitaban sobre sus pescantes. Eran las caravanas de los mercaderes de alfombras de cabellos, que se reunían allí para entregar las alfombras al gremio. Sin embargo, la llegada de los tanques puso en movimiento a la imagen. Las cabezas se alzaron, los látigos resonaron y, poco a poco, los carros que cerraban el camino al gran portal de la casa del gremio se fueron echando a un lado.
Las puertas del portal estaban abiertas de par en par. Pese a ello, Wasra ordenó detenerse delante de ellas. Él entraría con Stribat, con el mayor del gremio y con una tropa armada, los otros quedarían de guardia con los vehículos.
—Es sabio parar aquí —graznó Lenteiman— pues en el patio ya no hay más sitio. Vos sabéis, las alfombras…
—Lenteiman, conducidnos al anciano del gremio —ordenó Wasra.
El viejo asintió solícito.
—Seguramente os espera ya con impaciencia, navegante.
Alguien abrió la puerta del tanque y un olor insoportable a excrementos animales penetró en su interior. Wasra esperó a bajar hasta que se hubo reunido la tropa que debía escoltarlo. Cuando pisó el polvoriento suelo de la plaza, y con ello puso de hecho el pie por primera vez en el planeta, pudo sentir casi corporalmente la mirada de la multitud. Evitó mirar a su alrededor. Stribat se le acercó y luego el anciano, y con una señal de la cabeza, el comandante dio a la escolta la orden de ponerse en movimiento.
Atravesaron la puerta. A su alrededor reinaba un silencio innatural, lleno de temor. Wasra creyó oír que alguien de entre la masa susurraba a otro que no tenían el aspecto de navegantes imperiales. Por mucho que los ancianos del gremio fueran todo lo lentos para comprender que quisieran y se revolvieran con todas las fibras de su ser contra la verdad, los hombres del pueblo intuían siempre correctamente lo que estaba sucediendo y lo que significaba su aparición.
Detrás de la puerta había un pequeño patio. Seguramente se llama aquí también el patio de cuentas, pensó Wasra mientras veía los carros de transporte blindados que estaban siendo descargados por algunos hombres. Llenos de dignidad, sacaban una alfombra tras otra y las amontonaban delante de un hombre que llevaba el traje de un maestre del gremio y que con pedante precisión comparaba cada pieza con las notas de los papeles de descarga. Éste no prestó más que una fugaz y despreciativa mirada a la tropa que se acercaba. Pero luego descubrió a Lenteiman y se apresuró a hacer una profunda reverencia, así como sus ayudantes. Sin embargo, el mercader de alfombras, un hombre grueso que seguía el proceso con una mirada apática, no movió ni un dedo.
Contemplar el montón de alfombras que llegaba hasta casi la rodilla hizo estremecerse a Wasra. Ver una única alfombra era ya suficiente mente angustioso, cuando se sabía cómo había sido hecha: que un tejedor de cabellos había trabajado toda su vida y que para ello había utilizado exclusivamente el cabello de sus mujeres, que había pasado su juventud trenzando el tejido base y decidiendo el diseño cuya ejecución le iba a llevar el resto de su vida, que primero había tejido las líneas principales cuyo color había sido decidido por el color del cabello de su primera esposa y que luego, si tenía hijas o concubinas, llenaría la superficie de otros colores, y que al final, con la espalda encorvada, los dedos gotosos y los ojos casi ciegos, rodeaba toda la alfombra con los cabellos rizados que había cortado de las axilas de sus mujeres…
Una única alfombra era una visión que exigía respeto. Una pila entera de ellas era, por el contrario, una monstruosidad.
Una puerta más allá y, detrás, un pasillo corto, oscuro, tan ancho que tenía el aspecto de una sala de techo bajo. Los soldados de la escolta miraron a su alrededor recelosos y Wasra registró satisfecho su comportamiento.
Alcanzaron el patio interior y entonces estuvo claro por qué la entrada había permanecido tan oscura: en el patio interior se apiñaban las alfombras hasta formar montañas. Wasra había esperado una visión como aquélla, pero pese a todo se le paró el aliento. Amontonadas ordenadamente en pilas de mayor altura que un hombre, yacían las alfombras, en capas y capas, y cada una de esas torres estaba junto a otras, desde un rincón del patio hasta el otro. El saqueo de un planeta durante tres años. No se debía pensar en ello si no se quería uno volver loco.
Se acercó a una de las torres, intentó contarlas. Doscientas alfombras por montón, al menos. Calculó las dimensiones del patio, multiplicó las cifras en la cabeza. Cincuenta mil alfombras. Sintió cómo crecía el asco en su interior, un pánico que amenazaba con dominarle.
—¿El anciano? —bufó al mayor del gremio, más rápido y amenazador de lo que había querido—. ¿Dónde lo encontramos?
—Ven conmigo, navegante.
Con una destreza asombrosa, Lenteiman se apretujó por entre los huecos que había entre las pilas de alfombras y la pared del patio. Wasra le señaló a la escolta que viniera detrás y comenzó a seguir al viejo. Sentía un impulso casi incontenible de pegarse con alguien, de derribar las alfombras apiladas a mayor altura que un hombre, de golpear a los dignatarios del gremio. Una locura, todo era una locura. Habían luchado y vencido, habían destrozado todo lo que se podía destrozar del Imperio del Emperador y pese a ello no había final, continuaba siempre y siempre. A cada paso que daba, todavía en algún lugar de aquella galaxia alguien separaba una alfombra de su bastidor. Cada vez que respiraba era asesinado un recién nacido porque un tejedor de cabellos sólo podía tener un único hijo, en algún lugar, en alguno de los incontables planetas en los que no habían estado todavía, o en alguno de los planetas que habían visitado sin que les creyeran. Parecía imposible detener el torrente de alfombras de cabellos.
Cuando más avanzaban más penetrante era el olor que surgía de las alfombras, un olor pesado y rancio que hacía pensar en aceite estropeado y basura podrida. Wasra sabía que no eran los cabellos los que apestaban así, sino los productos con los que los tejedores de cabellos hacían que las alfombras durasen un tiempo asombrosamente largo.
Por fin alcanzaron una nueva abertura en el muro. Una corta escalera conducía hacia arriba. Lenteiman les señaló que no hicieran ruido y fue por delante, respetuoso como si penetrase en suelo sagrado.
La habitación a la que les condujo era grande y oscura, iluminada solamente por la roja luz de un fuego que ardía en una vasija metálica que había en el centro de la habitación. La poca altura del techo les obligaba estar de pie con las cabezas humillantemente bajas, mientras el aplastante calor y el humo acerbo les hacían correr el sudor por la frente. Wasra tanteó nervioso el arma en su cinturón, sólo para saber que estaba allí.
Lenteiman hizo una reverencia en dirección al cansino brillo del fuego.
—Excelencia. Es Lenteiman quien os saluda. Os traigo al comandante del navío imperial, quien desea hablaros.
Un chasquido y un movimiento impreciso en la cercanía del fuego fue la reacción a estas palabras. Sólo entonces se percató Wasra de una especie de litera que estaba junto al fogón metálico, no muy diferente de una cuna, y entre mantas y pieles aparecieron el cráneo y el brazo derecho de un hombre extremadamente anciano. Cuando abrió los ojos, Wasra vio brillar las pupilas ciegas y plateadas al reflejo del fuego.
—Qué honor tan poco común —susurró el viejo. Su voz sonaba fina y ensimismada, como si les hablara desde otro mundo—. Os saludo, navegantes del Emperador. Mi nombre es Ouam. Os hemos estado esperando durante mucho tiempo.
Wasra intercambió una mirada intranquila con Stribat. Decidió que no iba a perder más tiempo en aclarar al mayor del gremio que ellos no eran navegantes del Emperador sino rebeldes. En cualquier caso, al menos mientras no hubieran cumplido su misión. Carraspeó.
—Os saludo, excelencia. Mi nombre es Wasra. Pedí hablar con vos porque quiero haceros una pregunta importante.
Ouam parecía que prestaba más atención al sonido de la voz extraña que al significado de las palabras.
—Preguntad.
—Busco a un hombre llamado Nillian. Quisiera saber si una persona con ese nombre ha sido juzgada o ajusticiada por herejía durante los últimos tres años.
—¿Nillian? —El anciano del gremio balanceó pensativo su reseco cráneo—. Tendré que consultar los registros. ¿Dinio?
Wasra iba ya a preguntarse cómo haría aquel anciano ciego para mirar en libro alguno, cuando desde la sombra de la litera apareció otro rostro. Era el rostro de un joven que contempló al visitante con frialdad y desprecio antes de inclinarse sobre el anciano para que éste le susurrara algo al oído. El joven asintió servicial, casi servil, y dio un saludo para desaparecer por una puerta en el interior de la habitación.
Enseguida regresó con un grueso libro en folio bajo el brazo y se sentó en el suelo junto al cacharro con el fuego para examinar lo escrito. No necesitó mucho tiempo. Se inclinó de nuevo sobre la litera y habló en susurros con el anciano. Ouam sonrió con una sonrisa de calavera.
—No tenemos ese nombre inscrito —aclaró por fin.
—Su nombre completo es Nillian Jegetar Cuain —dijo Wasra—. Quizás está inscrito con otro nombre.
El anciano del gremio alzó las cejas.