Read Los tejedores de cabellos Online
Authors: Andreas Eschbach
—¿Y bien? —preguntó el otro hombre. Su voz resonó en la sala, estéril y grande.
—Ya no funciona.
El médico tomó con un suspiro una sonda de su soporte y tocó con ella el cerebro sin demasiadas precauciones. Observó los instrumentos durante unos instantes. No se movió nada.
—Está muerto, no hay duda —dijo por fin.
El otro resopló con rabia.
—¡Estupendo! ¡Precisamente ahora!
—¿Contáis con que los atacantes volverán?
—Sobre aviso y mejor armados. Sí. Da igual, necesitamos tan rápido como sea posible un sustituto en la sección superior antes de que ataquen una segunda vez la estación.
El médico asintió indiferente.
—Estoy listo.
Comenzó a retirar las tuberías de suministro y a desconectar los aparatos. El murmullo que había estado sonando todo el tiempo en la fría habitación, bajito y casi imperceptible, enmudeció.
¡Ping!
El radar espacial llamó la atención con una señal metálica sobre un nuevo punto que había aparecido en la pantalla. El hombre en la consola miró hacia arriba. Descubrió enseguida el punto que parpadeaba solitario en la pantalla y su mano se dirigió nerviosa hacia el interruptor de alarma.
Transcurrieron interminables segundos antes de que junto al punto apareciera la identificación correspondiente y éste cesara de parpadear. K-70113. Una nave imperial. El hombre soltó el botón de alarma y encendió la radio.
—K-70113, habla la estación del portal. Tiempo de a bordo 108. Estamos en nivel de alarma superior. Estad preparados para ser escoltados por robots de combate. Tenéis la zona de acercamiento suroeste. Desde 115 recibiréis un rayo de tracción. Vuestro muelle de amarraje es el 2.
La voz que provenía del altavoz sonó serena y profesional como siempre.
—Estación del portal, entendido. Zona suroeste, muelle 2, rayo de tracción desde 115. Corto.
—Corto —confirmó el hombre. No habían preguntado por los detalles. Seguramente no sabían todavía lo del ataque de las naves extrañas. Bien, ya se enterarían.
Desde su lugar en la cabina de cristal, Ludkamon podía ver todo el muelle, las gigantescas puertas de las esclusas, las pasarelas y las escalerillas y los montones altos como casas de contenedores vacíos.
Al Emperador servimos
. Las cuentas del rosario se deslizaban tranquilizadoras por sus dedos.
Cuya palabra es ley
. Recitaba por quién sabe qué vez más en aquel día el juramento de los Guardianes del Portal para mantener controlados sus pensamientos que galopaban salvajes.
Cuya voluntad es nuestra voluntad
.
Cuya cólera es terrible
. Todo funcionaba más despacio desde el ataque de los extraños. Las reparaciones estaban casi terminadas y había largos períodos de espera en que él no podía hacer nada que no fuera aquello.
Quien no perdona sino que castiga
.
Y cuya venganza perdura eternamente
.
Una vez más le pasaba por la cabeza la pregunta de por qué razón la cuenta que se alcanzaba cuando se pronunciaba la última frase del juramento estaba cubierta de pelo y no tuvo más remedio que pensar en la extraña tela que había encontrado en el contenedor. Luego vio a Iva, su Iva, que bromeaba con Feuk, aquel tipo repugnante y engreído, y los celos contenidos con mucho esfuerzo estallaron otra vez.
Ludkamon contempló su imagen en el espejo de una de las pantallas desconectadas. Vio un delgado joven que daba una sensación desmañada y torpe y que por lo demás ofrecía una imagen que pasaba bastante desapercibida. A regañadientes tuvo que reconocer que no sabía muy bien cómo explicar el que una chica como Iva quisiera tener algo que ver con él. Que le gustara Feuk le parecía más comprensible y sentía un dolor ardiente en sus vísceras al recapacitar sobre ello; se veía a sí mismo, un ser pequeño y poco agraciado. Feuk era un estibador, grande, fuerte y seguro de sí mismo, un gigantón con rizos dorados y músculos de acero. Él, Ludkamon, había conseguido llegar a
capataz
de carga siendo asombrosamente joven, una posición que a Feuk, a causa de sus exigencias intelectuales, le estaba vedada para siempre. Ludkamon se sentía llamado a puestos aún más altos. Sin embargo, nunca había visto que las mujeres se sintieran impresionadas por las cualidades intelectuales.
En la pantalla delante de él brilló un mensaje. Ludkamon lo leyó con desgana y encendió con un rabioso movimiento los altavoces del hangar para emitir las instrucciones precisas.
—El puesto de vigilancia espacial anuncia la llegada de la nave imperial K-70113. La hora prevista de llegada es 116.
Entre los peones de descarga hubo un movimiento. Se colocaron en posición las cintas de transporte. Los contadores se pusieron a cero, las vagonetas de transporte ocuparon su lugar. Una lámpara de señales brilló sobre las puertas de las esclusas para mostrar que se estaba bombeando el aire fuera de la cámara. El molesto chirrido de las grandes puertas que tenían que contener el vacío resonaba amenazadoramente a través del hangar, pero estaban acostumbrados a él.
¡Allí! Feuk le había pellizcado en el culo y ella se había reído. Ella hacía simplemente lo que quería. Él jamás se adaptaría a sus desenfrenadas ganas de vivir. Lleno de rabia, Ludkamon arrancó la hoja superior de su cuaderno y lanzó la bola arrugada hacia un rincón.
La noticia había sido extendida por todos los medios de comunicación de la estación del portal a los habitáculos: «La dirección de la estación hace saber que el vencedor de los próximos campeonatos será ascendido a la sección superior».
Centenares de personas vieron su oportunidad. Era la ocasión para que cualquiera pudiera llegar al nivel de la dirección. Se decían cosas maravillosas sobre el lujo que se disfrutaba en la sección superior. Nadie la había visto. La sección superior estaba estrictamente separada de la sección principal y nadie que hubiera sido ascendido a los niveles de dirección había vuelto jamás a los niveles inferiores. Al parecer los miembros de la sección superior llegaban incluso a ser sometidos a los tratamientos para alargar la vida. En cualquier caso: no aplastarse de nuevo un dedo, no volver a descargar contenedores. Ésa era la oportunidad.
Ella le besó tierna y largamente y él tuvo la sensación de disolverse en humo rosáceo. Jadeante, se agarró a sus cabellos, absorbió su perfume como si fuera una fragancia celestial y susurró con los ojos cerrados:
—Iva, te quiero.
—Yo también te quiero, Ludkamon.
Ella le dio un beso en la punta de la nariz y se incorporó.
Él quedó tendido con los ojos cerrados, repasando las tiernas sensaciones que había en su interior. Cuando se dio cuenta de que ella se estaba vistiendo se alzó bruscamente.
—¿Qué haces? ¿A dónde vas?
Ella miró al reloj.
—Tengo una cita con Feuk.
—¿Con Feuk…? —casi gritó—. ¡Pero si acabas de decirme que me quieres!
—Y lo decía en serio. —Sonrió, una sonrisa que pedía perdón—. Pero también quiero a Feuk.
Ella le besó una vez más y se fue. Ludkamon la miró perplejo. Luego apretó el puño y golpeó su colchón una y otra vez, una y otra vez.
La nave de transferencia colgaba como una excrecencia enorme en forma de burbuja de la parte inferior de la estación del portal. Comparada con los buques imperiales que circundaban la estación como los insectos una planta, parecía casi monstruosa. Los contenedores desaparecían en interminable corriente dentro de su insaciable bodega, vigilados por los hombres y mujeres de uniformes negros a los que se llamaba respetuosamente «conductores del túnel».
A diario acudían las naves imperiales, aterrizaban en uno de los veinticuatro muelles de descarga, eran descargadas y volvían a despegar con los contenedores vacíos. En los días de mayor tráfico se intercambiaban más de cincuenta mil contenedores, a veces incluso ochenta mil. Normalmente no eran más de diez mil los contenedores que cada día traqueteaban sobre las interminables cintas y raíles transportadores de la sección de descarga, desde los muelles de descarga hasta la estación de despegue de la nave de transferencia.
La luz roja del sol cercano brillaba siniestra sobre el casco opaco y arañado por las corrientes de partículas y los micrometeoritos de la gigantesca estación del portal. Casi nadie miraba afuera, al espacio exterior. Había muy pocas ventanas porque apenas había nada que ver. Un gran sol rojo y luego aquella extrañísima mancha en el espacio, en cuyos bordes desaparecía la luz de las estrellas lejanas: el túnel.
En el almacén de los contenedores Ludkamon la obligó a hablar con él, esperando que no se diera cuenta de que estaba temblando.
—Iva, no puedo seguir así por más tiempo. Desde mi cuarto te vas al de Feuk y desde el de Feuk te vienes al mío, siempre de acá para allá. Yo no lo aguanto.
Durante las últimas palabras tuvo que contenerse para que su voz no se transformara en un torpe lloriqueo.
—¿Y? —preguntó ella con insolencia—. ¿Qué piensas hacer? ¿Separarte de mí?
La mera idea, la mera palabra, produjo que todo en él se tensara. Apretó los puños.
—¡Tienes que decidirte por uno de nosotros! —se emperró él.
Ella adoptó una expresión obstinada.
—Yo no tengo que hacer nada.
—Iva, ¡te quiero!
—Tal y como lo dices suena como «quiero que me pertenezcas».
Ludkamon no supo qué contestar a aquello. Ella tenía razón y eso le ponía aún más rabioso.
—¡Ya verás! —expulsó finalmente de sí y se alejó. Mientras se iba, esperaba que ella le llamase para que volviera, pero no lo hizo.
La siguiente nave que desembarcó en el muelle 2 era la K-5404. Sorprendentemente, traía no sólo cargamento, sino también relevos, provisiones y repuestos. A las provisiones y los repuestos se los esperaba ya urgentemente, pero los relevos eran un problema. La K-22822, que tenía que llevarse a la tripulación sustituida, no había llegado todavía, así que tuvieron que llenar de aire y calentar los incómodos y estrechos habitáculos de emergencia en la sección de máquinas. A cambio se podía poner tripulación doble en los puntos de artillería.
—¡Feuk! —Ludkamon gritó a través de todo el comedor y le importaba un pimiento que le escucharan los centenares de personas a su alrededor—. ¡Feuk, yo te reto!
El robusto estibador se volvió lentamente. Su mirada se deslizó buscando entre la multitud y bajo sus ropas se dibujaban músculos como cables de acero.
—¿Ah, sí? —murmuró divertido, al ver apresurarse hacia él al pequeño capataz.
—Feuk, ¡quiero luchar contigo! —Ludkamon estaba de pie, enfebrecido delante de su rival.
—Con gusto —sonrió el otro—. ¿Salimos o tengo que tumbarte aquí mismo?
Ludkamon agitó la cabeza.
—Te reto a que combatas conmigo en los campeonatos. El que llegue más lejos de los dos se quedará con Iva y el otro se retirará.
En el comedor reinó de pronto una tensión expectante.
Feuk reflexionó.
—No he tomado parte nunca en un campeonato —dijo, pensativo.
—Yo tampoco. Así que es juego limpio.
Alguien murmuró aprobadoramente.
Feuk contempló a su retador con desprecio.
—Bueno —dijo entonces—. Tal y como lo veo, no creo que consigas ni siquiera calificarte. Así que está bien.
Ludkamon le alargó la mano.
—¿Hecho? ¿Por tu honor?
—Hecho. Por mi honor —respondió Feuk con una mueca, y le chocó los cinco, apretando la mano de Ludkamon con tanta fuerza que éste casi cayó de rodillas.
La gente que estaba a su alrededor aplaudió.
La gran sala de reuniones que estaba justo en el centro de gravedad de la estación del portal fue preparada para los campeonatos. Las instalaciones técnicas precisas se hicieron, como siempre, muy rápidamente.
Los problemas de organización, por el contrario, eran más difíciles. Seguían estando en nivel superior de alarma, por lo que los sistemas de defensa debían hallarse totalmente ocupados incluso durante el torneo. Por otro lado, dado que para el vencedor estaba prescrito el ascenso a la sección superior, no había restricción alguna del número de participantes. Todo el que se calificara tendría derecho a combatir.
—¡Ludkamon! ¿Te has vuelto loco?
—No. Simplemente intento evitar volverme loco.
Ella estaba fuera de sí de rabia. Contra todos los reglamentos, había venido a su cabina durante el horario de trabajo y ahora todo el equipo de descarga miraba desde abajo cómo ella estaba de pie delante de él y le hacía una escena. Que no se pudiera oír nada a través de las paredes de cristal sólo hacía las cosas más interesantes.
—Pensé que no lo había oído bien. Luchar por mí. Queréis pegaros por mí. Gracias, muy halagador. Y a mí no me ha preguntado nadie, ¿verdad?
—Yo te pregunté, Iva.
—¿Cuándo?
—Yo te pregunté por cuál de los dos te ibas a decidir.
—¡Pero yo no quiero decidirme!
—Y por eso ahora arreglamos la cosa entre nosotros.
—La cosa. Aja. Así que yo soy una cosa para vosotros. Un trofeo. El primer premio que se coloca en una estantería. O que se tiende en la cama, en este caso.
—Queremos poner por fin las cosas claras.
—¿Y por qué no os habéis pegado allí mismo, en el sitio donde estabais?
—Iva, Feuk es estibador y grande como un armario. Hubiera sido injusto.
—Ludkamon, el que alguien quede bien en los campeonatos es en buena parte resultado de su predisposición. Sólo porque tú seas capataz y Feuk un simple estibador no tienes más posibilidades que él.
—Cierto. Es juego limpio.
Ella le miró perpleja.
—¿Y si perdieras romperías conmigo?
—Sí.
—¡Canalla!
—Pero voy a ganar.
Un grito inarticulado se ahogó en la garganta de ella.
—¿Por qué no me habéis jugado a los dados? ¡Eso hubiera sido juego limpio! —murmuró ella. Luego dio un portazo y gritó hacia la sala—: ¡Hombres!
El encargado de las calificaciones miró inquisitivo al joven sentado en la silla que tenía un aspecto tan extrañamente nervioso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, al tiempo que sacaba el lápiz.
—Ludkamon.
—¿Cargo?
—Capataz del muelle de carga 2.
El hombre consultó una lista. Capataz de carga: no era un cargo importante para la defensa. Así que no era necesario encontrar un sustituto. Dejó el formulario a un lado y le alcanzó al candidato un casco de lucha.