Read Los tejedores de cabellos Online

Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (20 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
11.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El líquido en la jeringuilla se fue volviendo más oscuro poco a poco. Tan pronto como alcanzara un determinado tono oscuro, casi negro, tenía que ser inyectada. Quemaría terriblemente, durante horas, pero frenaría el progreso de la enfermedad. Jubad comenzó a quitarse la camisa.

Devorador de la estepa. Así llamaban a la enfermedad en Jehemba. Con cuidado, Jubad retiró el manguito que imitaba piel sana. Debajo de él apareció la piel de un hombre viejísimo. Arrugada y agrietada y marchita sobre fibras musculares duras y encogidas que apenas eran más gruesas que un meñique.

De pronto se vio obligado a pensar de nuevo en el archivo y en el niño. Y en un tiempo anterior, un tiempo que yacía muy, muy atrás, cuando el Emperador todavía vivía y le había tenido a él, Jubad, el rebelde, en su poder.

Tenía que seguir siendo un secreto. Nadie debía saber que el brazo derecho de Berenko Kebar Jubad se estaba secando. El brazo con el que había matado al Emperador…

12. El Emperador y el rebelde

No esperaba más, sólo su muerte. Y ésta iba a ser horrible, horrible para él y horrible para quienes dependían de su silencio. La vida de miles, quizás el futuro de todo el movimiento, dependía de que él pudiera guardar silencio sobre los secretos que se le habían confiado. Y él sabía que no podría hacerlo.

Los esbirros del Emperador intentarían romper su silencio con todos los medios a su alcance. Y se trataba de medios terribles, horrorosos procedimientos ante los que él no podría contraponer nada. Le esperaban dolores que sobrepasarían todos los dolores que hubiera experimentado. Y los dolores no serían todo. Había otros procedimientos, más efectivos, más refinados, contra los que la fuerza de voluntad no serviría para nada. Le llenarían de drogas. Le instalarían sondas en los nervios. Utilizarían aparatos de los que él no había oído hablar nunca antes. Y por fin le harían hablar. En algún momento se enterarían de lo que quisieran saber.

Sólo había una salvación, sólo una esperanza: tenía que morir antes de que ellos hubieran llegado tan lejos.

Sin embargo, eso no era tan fácil. Si hubiera visto alguna posibilidad de poner fin a su vida no lo hubiera dudado ni un momento. Pero le habían quitado todo, primero la cápsula de veneno que cada rebelde llevaba y luego todas sus vestiduras, todas. Habían explorado cada uno de los orificios de su cuerpo para ver si escondía objetos y le habían examinado de la cabeza a los pies con rayos X. Todo lo que llevaba puesto era un traje ligero y muy fino hecho de una especie de algodón.

La celda en la que le habían encerrado era pequeña y estaba vacía, asépticamente limpia. Las paredes eran de puro acero, brillante como un espejo, al igual que el techo y el suelo. Había un pequeño grifo del que goteaba agua tibia al abrirlo y un contenedor fuertemente atornillado al suelo para su necesidades. Eso era todo. Ningún colchón, ninguna manta. Se veía obligado a dormir en el suelo.

Había pensado romperse el cráneo lanzándose en una acción súbita y dudosa contra la pared, tan repentinamente que no pudieran evitarlo. Pero a un palmo de la pared comenzaba un campo de fuerza que hacía imposibles los movimientos rápidos y que ante intentos de este tipo producía un efecto como el de la goma, sólo que más efectivo.

Hacía calor. Las paredes y el suelo debían de tener calefacción. Suponía que muy cerca de su celda debía de haber una gran máquina, quizás un generador, pues cuando yacía en el suelo podía percibir unas débiles vibraciones. La luz de las tres lámparas en el techo no se apagaba nunca y él estaba seguro de que era observado, aunque no tuviera indicio alguno de en qué forma.

En la puerta había una portilla semicircular que se cerraba de vez en cuando y cuando se volvía a abrir contenía su comida diaria. Era siempre la misma pasta aguada y sin sabor en una escudilla transparente. Era con lo único que le habían amenazado: si rechazaba la comida, sería atado y alimentado artificialmente. Así que comía. No había cuchara, tenía que beber la pasta. La propia escudilla también era blanda y quebradiza y en absoluto apta para cortarse las venas o algo parecido.

Era la única distracción y su única medida del paso de las horas. El resto del tiempo solía sentarse en un rincón, con la espalda apoyada en la pared, y meditaba. Se le aparecían los rostros de sus amigos, como si estuvieran despidiéndose, y veía episodios de su vida, como si quisieran rendir cuentas. No, no lamentaba nada. Volvería a hacer lo mismo otra vez. También ese vuelo de reconocimiento que se reveló como una refinada trampa. Nadie lo hubiera sospechado. Él no tenía nada que reprocharse.

A veces también los pensamientos guardaban silencio. Entonces se sentaba allí y veía su borrosa imagen reflejada en la pared de enfrente y se dedicaba simplemente a percibir que estaba vivo. No lo estaría por mucho más tiempo. Cada momento era ahora precioso.

En aquellos instantes se sentía en paz consigo mismo.

Luego había momentos de miedo. La seguridad de que la muerte estaba próxima y era inevitable despertaba un miedo animal, de una antigüedad de millones de años, un miedo que se negaba a todo razonamiento, que dejaba a un lado toda reflexión y que aplastaba toda necesidad de mayor rango, que nacía de las más oscuras profundidades del alma y se convertía en una terrible marea. Como alguien que se ahoga, buscaba él en aquellos instantes una esperanza, una salida, y encontraba solamente la duda.

Poco a poco perdió su sentido del tiempo. Pronto le sería imposible decir cuánto tiempo llevaba encerrado, días o meses. Quizás le hubieran olvidado. Quizás simplemente seguiría encerrado allí años y años, envejecería y moriría.

Vinieron mientras dormía. Pero el sonido de la llave en la puerta de su celda le hizo despertarse en apenas un segundo y ponerse en pie.

Así que había llegado la hora. Comenzaba la tortura. Contó dieciséis soldados de la guardia imperial que estaban de pie pegados unos a otros en el pasillo, todos armados con armas adormecedoras. Siempre pensaban en todo. No tenía ninguna oportunidad.

Uno de ellos, un hombre robusto y de poco pelo, con un rostro marcado por la dureza, se acercó al hueco de la puerta.

—¿Rebelde Jubad? Venga —ordenó con brusquedad.

Dos soldados se acercaron a él con precaución y le ataron de forma que sólo podía dar pasos pequeños y cortos. Luego le unieron las muñecas con unas ligaduras y le pusieron una cadena alrededor de la barriga. Jubad les dejó hacer. Cuando le señalaron que se pusiera en movimiento, obedeció.

Caminaron a lo largo de un pasillo que estaba muy iluminado y alcanzaron un ancho túnel en el que esperaba con las puertas abiertas un transporte pesadamente blindado. No había oportunidad de huir y tampoco de lanzarse a un abismo o arrojarse contra un fuego mortal. Le ordenaron subir al transporte, se sentaron alrededor de él y comenzó el viaje.

Parecía que iban siempre todo derecho, durante horas. A veces viajaban en completa oscuridad. Entonces, los rostros de los soldados, que no le quitaban el ojo de encima ni por un segundo, aparecían, a la escasa luz del panel de mandos, como las máscaras de unos demonios. Algunas veces tuvieron que detenerse ante escudos de energía que brillaban peligrosamente y esperar a una minuciosa inspección a cargo de vigilantes que estaban dentro de cabinas blindadas y que llevaban a cabo largas llamadas telefónicas antes de desconectar las barreras y permitirles seguir el viaje. Durante todo el tiempo no se pronunció ni una palabra en el interior del transporte.

En algún momento continuaron de nuevo en la oscuridad, avanzaron otra vez hacia una mancha brillante en la lejanía y, repentinamente, el transporte salió a través de una abertura en una escarpada pared de roca y siguió flotando libremente por el aire sobre sus campos de antigravedad. Jubad miró asombrado a su alrededor, absorbiendo la increíble vista. Continuaban su sendero a mucha altura sobre un mar tranquilo, de color azul como la tinta, que se extendía de horizonte a horizonte y que soportaba la enorme cúpula de un cielo azulado y sin mancha. Detrás quedaba una cordillera de roca quebrada que caía perpendicular hacia el océano y por delante yacía el palacio del Emperador, resplandeciente a la luz del sol e increíble en su extensión apenas abarcable.

El Palacio de las Estrellas. Jubad había visto imágenes, pero ninguna imagen podía reproducir adecuadamente el lujo orgulloso y despilfarrador del gigantesco edificio. Ésta era la sede del Emperador, del gobernante de todos los mortales y, por ello, el corazón del Imperio. No había rebelde alguno que no soñara con llegar a aquel lugar como vencedor. Jubad venía como prisionero. Sus ojos se nublaron ante el pensamiento de los horrores que le podían aguardar allí.

El transporte descendió más, hasta pegarse tanto a la superficie del mar que se hubiera podido tocar con la mano la espuma del imperceptible movimiento de las olas. Las murallas que rodeaban el palacio se acercaban a toda velocidad, se hacían cada vez más altas. Unas puertas se abrieron como unas fauces que los tragaron y detrás apareció un alto hangar en cuyo centro aterrizó el transporte.

—Serás entregado a la guardia personal del Emperador —dijo el comandante.

Jubad se estremeció. Esto no significaba nada bueno. La guardia personal del Emperador eran los más abnegados de entre los escogidos, la elite de entre las elites, entregados al Emperador hasta la muerte y sin contemplaciones hacia sí mismos o hacia otros. Doce de ellos, enormes gigantes vestidos con uniformes dorados y parecidos los unos a los otros como hermanos, esperaban en el lugar del aterrizaje.

—Cuántos honores —murmuró Jubad deprimido.

Los guardianes le tomaron en su centro y esperaron con rostros inexpresivos hasta que el transporte se fue de nuevo. Entonces, uno de ellos se agachó y le quitó las ataduras de las piernas. Había menosprecio en aquel gesto. A nosotros no te nos escapas ni aunque puedas correr, parecía decirle con ello.

Le condujeron a través de pasillos sin fin. A Jubad lo embargaba el miedo, pero absorbió dentro de sí cada paso que daba y cada instante que transcurría. Pronto, en el corredor siguiente, o quizás uno más allá, se abriría la puerta hacia la habitación en la que finalizaría su vida. El relampagueo estéril de los instrumentos de ese cuarto sería la última luz en sus ojos, y sus propios gritos lo que se llevaría consigo en la oscuridad eterna…

Subían una amplia escalera. Jubad se dio cuenta de ello con confusión. Involuntariamente había supuesto que las cámaras de tortura y las habitaciones de los interrogatorios estarían en las profundidades del palacio, en los sótanos más profundos, donde nadie vivía y donde nadie podía escuchar ningún grito. Pero los guardias le condujeron a paso sonoro y regular sobre mármol brillante como espejo, a través de portales encajados de oro y a través de lujosas salas llenas de los tesoros artísticos de todo el Imperio. Su corazón golpeaba como un martillo en su pecho cuando atravesaron una pequeña puerta lateral, pero al otro lado sólo había una habitación blanca y sin adornos en la que, excepto algunos sillones y una mesa, no había más que un pequeño panel de mandos. Le señalaron que se quedara de pie, tomaron posición en la habitación y junto a las puertas y esperaron. No sucedió nada.

—¿A qué esperamos? —dijo Jubad por fin.

Uno de los guardias se volvió hacia él.

—El Emperador quiere verte —dijo—. Guarda silencio.

Los pensamientos de Jubad dieron un paso adelante, un salto hacia atrás y luego se hicieron un nudo, y su mandíbula inferior se hundió repentinamente. ¿El Emperador? Percibió que dentro de él estallaba un horror cálido. Jamás se había oído que el Emperador en persona tomara parte en un interrogatorio.

El Emperador quería verle. ¿Qué significado podría tener eso?

Pasó un buen rato hasta que el rebelde se dio cuenta de lo que esto significaba. Significaba que el Emperador mismo estaría pronto allí. Allí, en aquella habitación. Probablemente a través de aquella puerta que estaba vigilada por dos soldados a la derecha y dos a la izquierda. El Emperador vendría allí y estaría frente al rebelde.

Los pensamientos de Jubad corrían a toda velocidad, como un rebaño desbocado. ¿Era ésta su oportunidad? Si intentaba atacar al Emperador, entonces ellos seguramente le matarían, se verían obligados a matarle, rápido y sin dolor. Ésta era la oportunidad que había estado esperando. Le mostraría al tirano cómo sabía morir un rebelde.

Mientras Jubad estaba sumido en sus pensamientos, se abrió la puerta. Los guardianes se cuadraron. A pasos medidos, entró un anciano un poquito robusto, que al lado de los guardianes daba la sensación de ser un enano. Tenía la cabeza canosa y llevaba un uniforme casi monstruoso, totalmente repleto de chismes brillantes. Miró a su alrededor lleno de dignidad y dijo entonces:

—El Emperador.

Con esas palabras se hundió de rodillas, extendió los brazos y se dobló sumiso hacia delante hasta que tocó el suelo con la frente. Los guardias hicieron lo mismo y por fin, Jubad fue el único que permaneció de pie.

Y entonces el Emperador entró en la habitación.

Hay cosas que se olvidan y cosas que se recuerdan y entre éstas hay unos pocos instantes en la vida que a uno se le quedan siempre grabados en la memoria, como imágenes enormes y brillantes. Después, cuando Jubad se preguntaba cuál había sido el momento más impresionante y más emotivo de su existencia, siempre se veía obligado a reconocer a su pesar que había sido aquél.

La presencia del Emperador lo acertó como el golpe de un martillo. Por supuesto, conocía su rostro. Todo ser humano lo conocía y con el paso de los milenios parecía que el íntimo conocimiento de aquel rostro se había convertido en parte de la herencia genética de la humanidad. Había visto películas de él, había escuchado discursos suyos, pero nada le había preparado para… esto.

Allí estaba él. El Emperador. El gobernante de la humanidad desde hacía milenios, de todo el universo conocido, sin edad y más allá de toda medida humana común y corriente. Era un hombre delgado y grande, con un cuerpo lleno de fortaleza y un rostro casi perfecto y agudo. Vestido con un sencillo manto blanco, penetró en la habitación con una mesura interminable, sin el más mínimo movimiento superfluo y sin prisa alguna. Su mirada se posó en Jubad, y a éste le pareció hundirse en dos pozos negros e interminables.

Era abrumador. Era como si se enfrentara a una figura mitológica.
¡Ahora comprendo por qué se te tiene por un dios!
Era todo lo que el pobre cerebro de Jubad podía pensar.

BOOK: Los tejedores de cabellos
11.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Masks and Shadows by Stephanie Burgis
Toad Rage by Morris Gleitzman
The Exiles by Allison Lynn
Eden's Promise by Fredrick, MJ
Thanksgiving 101 by Rick Rodgers
Resurrection Man by Eoin McNamee
The Patriot by Pearl S. Buck
Two Alone by Sandra Brown
Crown in Candlelight by Rosemary Hawley Jarman
The Assassin by Stephen Coonts


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024