Read Los tejedores de cabellos Online
Authors: Andreas Eschbach
—Bien. ¿Con qué empezamos? Sugiero que con la nave expedicionaria que encontró los primeros indicios de las alfombras de cabellos. La nave se llama
Kalyt 9
, y el hombre a quien le debemos esos indicios se llama Nillian Jegetar Cuain.
—¿Es importante el nombre?
—En sí no. Pero he oído que es un pariente lejano del consejero. Quizás estuviera bien mencionarle por su nombre.
—Bien. ¿Qué pasa con él?
—Ha desaparecido. Según las declaraciones de su acompañante, contraviniendo una orden expresa aterrizó en el planeta G-101/2 en el sector HA/31. Tenemos informes de radio suyos y algunas fotos, aunque ninguna de una alfombra de cabellos. Nillian descubrió las alfombras pero desapareció entonces.
—¿No se le buscó?
—Hubo algunos malentendidos con órdenes que se superpusieron. Su acompañante lo dejó en la estacada y volvió a la base y la nave de rescate no llegó hasta semanas después y no encontró huella alguna de Nillian.
La mujer pelirroja golpeteó nerviosa sobre la superficie de la mesa con la punta de su pluma. Emparak se estremeció con aquel sonido, que a sus oídos sonaba casi obsceno. Aquella mesa era ya vieja cuando el mundo natal de aquella mujer ni siquiera había sido colonizado.
—No sé si debiéramos extendernos tanto en ello —opinó—. Seguramente habrá una investigación, todo esto no es más que una historia desgraciada de las que suceden a veces, pero en realidad no aporta nada al problema. Lo importante es sólo que ese Nillian descubrió las alfombras y que a partir de ello se comenzó a investigar el asunto.
—Correcto. Es más importante presentar lo que son esas alfombras de cabellos y lo que significan. Se trata de alfombras muy grandes, de nudos extremadamente densos, que se tejen a partir de cabellos humanos. Los que las hacen se llaman tejedores de alfombras de cabellos. Utilizan solamente los cabellos de sus mujeres e hijas y todo el proceso es tan increíblemente laborioso que un tejedor de cabellos tiene que emplear toda su vida para tejer una sola alfombra.
La rubia alzó un poco la mano.
—¿Podemos mostrar un ejemplar de estas alfombras? —preguntó.
—Por desgracia no —concedió el hombre—. Por supuesto, hemos requerido una y se nos ha aceptado el requerimiento, pero hasta hoy por la mañana no hay nada. Tenía la esperanza de que en el archivo…
—No —dijo de inmediato la rubia—. Hemos mirado. No hay nada parecido en el archivo.
En su silencioso rincón junto a las columnas, Emparak se rió. Nivel 2, pasillo L, sector 967. Por supuesto que el archivo contenía una alfombra. El archivo lo tenía todo. Sólo había que encontrarlo.
El hombre miró su reloj.
—Bien, sigamos. Tenemos que dejar claro lo que son esas alfombras y el increíble esfuerzo que hay detrás de ellas. Como el informe sociológico detalla, la población planetaria completa no se ocupa de otra cosa que de ello.
La mujer pelirroja asintió.
—Sí. Eso es importante.
—¿Y qué sucede con todas esas alfombras de cabellos? —preguntó la rubia.
—Ése es otro punto decisivo que tenemos que acentuar. Todo el entorno de la producción de las alfombras de cabellos tiene una motivación religiosa. Y con ello me refiero a la antigua religión de estado: el Emperador como Dios, como Creador y Mantenedor del Universo y demás.
—¿El Emperador?
—Sí. Fuera de toda duda. Tienen hasta fotos suyas. Con ello además queda probado que la parte de la galaxia Gheera que está poblada por seres humanos efectivamente constituyó en algún momento parte del Imperio. La estructura religiosa y del poder político es la misma que en las partes conocidas del Imperio y el idioma común en los mundos de Gheera es un dialecto de nuestro paisi, tal y como, según los filólogos, se hablaba hace ochenta mil años.
—Con esto tenemos un punto de referencia de cuándo se rompió el contacto entre Gheera y el resto del Imperio.
—Justamente. Por cierto, en muchos de esos mundos se hallan huellas de explosiones atómicas ocurridas hace mucho tiempo, productos de desintegración de larga vida y demás, los cuales señalan hacia los correspondientes enfrentamientos bélicos. Esas huellas han sido datadas también al menos en ochenta mil años.
—Eso refuerza la teoría.
—Pero, ¿qué es lo que tiene esto que ver con los tejedores de cabellos? —se empeñó la mujer rubia.
—Los tejedores de cabellos realizan esas alfombras como servicio para el Emperador. Creen que las alfombras están destinadas para el palacio del Emperador.
Silencio desconcertado.
—¿Para el palacio del Emperador?
—Sí.
—Pero en el palacio no hay nada que se pueda tomar por una alfombra de cabellos.
—Cierto. Éste es el enigma.
—Pero… —La mujer rubia comenzó a contar—. Debieran de ser muchísimas las alfombras que se hayan reunido allí. Un mundo entero, con una población de aproximadamente…
—Son cantidades inmensas —replicó el hombre—. Ahórrate el esfuerzo, todavía viene algo mejor. La gente de G-101/2 cree que sólo ellos producen alfombras de cabellos. Saben que los dominios del Emperador abarcan muchos mundos, pero creen que los otros mundos producen otras cosas para el palacio del Emperador. Una especie de división del trabajo interplanetaria. —Contempló con entusiasmo las uñas de sus dedos—. Ahora bien, poco después la expedición a Gheera descubrió un segundo mundo cuya población también produce alfombras y también creen que ellos son los únicos.
—¿Dos mundos? —se asombraron las mujeres.
El hombre miró de una a otra y disfrutó la tensión expectante que se dibujaba en sus rostros.
—Del último informe de la expedición se desprende —continuó, saboreando cada palabra— que hasta ahora han encontrado ocho mil trescientos cuarenta y siete planetas en los que se tejen alfombras de cabellos.
—¿Ocho mil…?
—Y no parece haber un final. —El hombre golpeó sonoramente con la palma de la mano sobre la mesa—. Ése es el punto que tenemos que transmitir. Algo sucede allí y no sabemos el qué.
Yo lo sé, pensó Emparak lleno de deleite. También el archivo lo sabe. Y si tú supieras buscar lo podrías saber también…
La mujer rubia se levantó y se acercó a Emparak, manteniendo sus poderosos pechos casi delante del rostro del jorobado archivero.
—Emparak, ahora tenemos dos indicios —dijo, mirándole—. Ochenta mil años. Galaxia Gheera. ¿Podemos encontrar algo en el archivo?
—¿La galaxia Gheera? —carraspeó Emparak. Ella le había asustado con su repentino acercamiento, y la proximidad de su cuerpo delicioso despertó dormidos deseos en él que le dominaron por completo y le robaron el habla.
—¡Déjale, Lamita! —gritó la bruja pelirroja desde atrás—. Ya lo he intentado a menudo. No tiene ni idea y el archivo es un caos, sin sistema alguno.
La joven se encogió de hombros y volvió a su lugar. Emparak miró fijamente a la pelirroja, ardiendo de rabia. Ella se había atrevido. Cientos y miles habían fracasado en su intento de pisotear la herencia de un hombre como el Emperador, pero ella se había atrevido a decir que el archivo era un caos. ¿Cómo llamaba ella entonces a lo que ese autodenominado Consejo Provisional había hecho allá afuera? ¿Qué palabra tenía ella para la perdida de orientación sin límites de los seres humanos cuyas vidas habían destruido, para la decadencia de las costumbres, para la degradación que se iba extendiendo? ¿Cómo quería ella denominar al resultado de su infinito fracaso?
—¿Qué sucede entonces en Gheera con las alfombras? —preguntó la pelirroja—. Deben estar amontonadas en algún sitio.
—El transporte de las alfombras de cabellos lo lleva a cabo una flota de naves bastante anticuadas pero completamente satisfactorias para la navegación espacial —informó el hombre—. Hay una casta responsable de esto, los navegantes imperiales. Ellos son los que conservan la herencia tecnológica, mientras que en los planetas mismos sólo se encuentran primitivas culturas post-atómicas.
—¿Y a dónde transportan las alfombras?
—La expedición pudo seguirlos hasta una gigantesca estación espacial que orbita alrededor de una estrella doble sin planetas. Una de ambas estrellas es, por cierto, un agujero negro. No sé si esto quiere decir algo.
—¿Qué se sabe sobre esa estación espacial?
—Nada, excepto que está extremadamente bien vigilada y armada. Una de nuestras naves, el crucero ligero
Evluut
, fue atacado al acercarse y lo dañaron severamente.
Por supuesto. Hasta el día de hoy no podía Emparak comprender cómo los rebeldes, esos creídos y debiluchos metomentodos, habían conseguido derribar al todopoderoso e inmortal Emperador y hacerse con el Imperio. ¡Los rebeldes no sabían luchar! Mentir, engañar, esconderse y tejer intrigas secretas, esos sí que sabían, pero, ¿luchar? Hasta el fin de sus días le resultaría imposible comprender cómo habían conseguido superar la poderosa e invencible maquinaria militar del Emperador. Ellos, de los que hubieran hecho falta diez o más para vencer a un único soldado imperial.
—Bien. —La pelirroja cerró una carpeta para dar por terminada de momento la discusión—. Ahora tenemos que prepararnos. Creo que vamos a poner un proyector y a preparar las tablas históricas, en caso de que alguien busque el contexto histórico—. Miró en dirección al viejo archivero—. ¡Emparak, necesitamos tu ayuda!
Él sabía en qué consistía esa ayuda. Tenía que buscar el aparato proyector y desplegarlo. Nada más. Y sin embargo, podría haber respondido a todas las preguntas y haber resuelto todos los enigmas en un suspiro. Si sólo hubieran sido un poco más amables con él, más solícitos, le hubieran reconocido algo más…
Pero él no les iba a comprar su reconocimiento. Que se esforzaran ellos mismos. El Emperador siempre había sabido lo que hacía.
También en esto habría tenido sus razones y no era él quién para ponerlas en duda.
Emparak se arrastró fuera de la sala de lectura hacia el zaguán y dobló hacia la derecha. No se apresuraba. Al contrario que los tres jóvenes, sabía exactamente qué hacer.
Bajó por la ancha escalera que conducía a los niveles subterráneos del archivo. Aquí la luz estaba sofocada y la vista no alcanzaba muy lejos. A ellas, a las mujeres, les gustaba quedarse arriba, entre las repisas interminables de la cúpula. Raras veces las había visto él allí abajo Seguramente les resultaba inquietante y esto hasta él podía entenderlo Allí abajo era imposible escapar al aliento de la historia. Allí abajo estaban almacenados artefactos increíbles, testigos de hechos inimaginables, documentos de incalculable valor. Allí abajo se podía tocar el tiempo con las manos.
Cerró la puerta de la pequeña sala de máquinas a los pies de la escalera. Ochenta mil años. Y lo decían así, ligeramente, los ignorantes, como si no fuera nada. Lo decían sin que les sobrecogiera un profundo respeto, sin sentir miedo a la vista de tal abismo de tiempo. Ochenta mil años. Era un periodo en el que poderosos imperios podían surgir y volver a hundirse y caer en el olvido. ¡Cuántas generaciones vinieron y se fueron en ese tiempo, vivieron sus vidas, albergaron esperanzas y sufrieron y realizaron cosas que luego desaparecieron en el cruel torbellino del tiempo! Ochenta mil años. Y lo decían con el mismo tono con el que hablarían de ochenta minutos.
Y aún así se trataba de sólo una parte de la incalculable historia del Imperio. Emparak asintió meditabundo para sí mismo mientras cargaba con el proyector por la escalera. Quizás debiera darles una pequeña pista. No mucho, sólo un minúsculo fragmento. Un rastro. Sólo para mostrar que él sabía más de lo que ellos suponían. Sólo para que pudieran tener una cierta idea de la grandeza de aquel hombre que ellos habían asesinado de un tiro como a un canalla. El poderoso Imperio jamás hubiera podido persistir tan largo tiempo sin aquel hombre, sin el décimo primer Emperador, que había alcanzado la inmortalidad. Sí, pensó Emparak. Sólo una pista, para que ellos mismos pudieran encontrar el resto. Con su loco orgullo, ellos no aceptarían más que eso.
—Tiene que estar a punto de llegar —dijo la pelirroja, quien miraba ahora constantemente a su reloj mientras los otros ordenaban los papeles. Por cierto, ¿qué título tenemos que usar con él?
—Su título es consejero —dijo la mujer rubia.
Emparak colocó el proyector sobre la mesa y le retiró la cubierta.
—A él no le gustan los títulos —repuso el hombre—. A él le gusta que se le dirijan por su nombre, Jubad.
Al escuchar aquel nombre, Emparak se sintió como si se hubiera convertido en hielo hasta la punta de los dedos. ¡Berenko Kebar Jubad el hombre que había matado al Emperador!
Él se había atrevido. El asesino del Emperador tenía la osadía de entrar en los lugares que conservaban la gloria del Imperio. Una afrenta. No, aún peor: simple irreflexión. Ese hombre común y corriente, estrecho de miras, no estaba en condiciones de comprender el significado de su acción, el simbolismo de esta visita. Venía aquí simplemente para escuchar un pequeño y estúpido informe de labios de pequeños y estúpidos individuos.
Que lo hiciera. Él, Emparak, estaría de pie y guardaría silencio. Él había sido el archivero del Emperador y lo seguiría siendo hasta su último suspiro. Se avergonzó de haber estado casi a punto de bailarles el agua a estos bocazas advenedizos. Nunca. Nunca más. Guardaría silencio y guardaría silencio y puliría el mármol milenario hasta que un día se le cayera el trapo de la mano.
La pelirroja se acercó a los interruptores del zaguán e hizo que una de las puertas se abriera. Sólo una. Emparak asintió satisfecho. No entendían nada de estilo, de escenificación. No tenían grandeza.
Todo el recibimiento al líder rebelde le resultó a Emparak poco más que una risible imitación. Un pequeño coche entró y de él se bajó Jubad, un hombre robusto y de pelo gris cuyos movimientos daban una sensación de nerviosismo e inquietud y que caminaba ligeramente torcido, como si le venciera el peso de sus responsabilidades. Subió los escalones a toda prisa, como una marioneta nerviosa, y luego, sin prestar atención a la lujosa atmósfera del zaguán, se dirigió directamente hacia la pelirroja para dejarse conducir por ella hasta la sala de lectura.
Emparak tomó su lugar acostumbrado junto a las columnas y observó a Jubad mientras éste oía el informe de los otros tres. Se decía que padecía de una enfermedad larga y quizás incurable. Emparak estuvo tentado de creerlo cuando vio la expresión del rostro del líder rebelde, marcada por dolores reprimidos. Podía ser una casualidad. Pero quizás se trataba del castigo del destino.