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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos

 

En un mundo semidesértico perdido en una galaxia olvidada, toda la vida gira en torno al hilado de alfombras de cabellos. Gracias al dinero que su padre antes que él obtuvo por la venta de un tapiz, cada tejedor abre su taller y elabora, a lo largo de toda su vida, una alfombra espléndida con los cabellos de sus esposas e hijas. Tras venderla para entregar a su vez el dinero a su único hijo, la alfombra se une a inmensas caravanas que convergen en el espaciopuerto, desde donde parten fastuosos bajeles estelares rumbo, dicen, al palacio del divino Emperador. Pero, ¿cuál es el propósito que lleva al sacrificio de tantas vidas para elaborar alfombras de cabellos? ¿Y si fueran ciertos los rumores de que el Emperador ha sido derrocado?

Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos

ePUB v1.5

Roy Batty
10.09.12

Título: Los tejedores de cabellos

Título original: Die Haarteppichknüpfer

Autor: Andreas Eschbach

Año de publicación: 1995

1. Los tejedores de cabellos

Nudo a nudo, día a día, toda una vida, siempre los mismos movimientos de la mano, enlazando siempre los mismos nudos de finísimos cabellos, tan finos y delicados que, con el tiempo, los dedos se volvían temblorosos y los ojos se debilitaban de esforzarse en mirar. Y apenas se percibía el progreso: si se le daba bien, en un día surgía un nuevo pedazo de su alfombra, quizás tan grande como la uña de un dedo. Así que se inclinaba frente al bastidor chirriante al que su padre ya se había sentado y antes que él el padre de su padre, en la misma posición flexionada, la vieja lente de aumento medio cegada en el ojo, los brazos apoyados en el pecho doblado, dirigiendo la lanzadera únicamente con la punta de los dedos. De este modo enlazaba nudo tras nudo en la forma transmitida de generación en generación, hasta que caía en un estado de trance en el que se sentía bien, su espalda dejaba de dolerle y ya no percibía la edad que tenía agarrada a los huesos. Escuchó los múltiples sonidos de la casa que el abuelo de su tatarabuelo había construido: el viento, que acariciaba eternamente el tejado y se colaba por las ventanas abiertas, el tintineo de la vajilla y las conversaciones de sus mujeres y de sus hijas allá abajo, en la cocina. Cada sonido le era familiar. Escuchó la voz de la partera que vivía desde hacía algunos días en la casa porque Garliad, su concubina, esperaba el alumbramiento. Escuchó el ruido de la sorda campana de la puerta, luego se abrió la puerta de la casa y el murmullo de la charla se tiñó de excitación. Seguramente se trataba de la buhonera que tenía que traer hoy comestibles, telas y otras cosas.

Entonces, unos pesados pasos subieron la chirriante escalera hacia la tejeduría. Debía de ser una de las mujeres que le traía la comida. Abajo estarían invitando ahora a la buhonera a sentarse a la mesa para enterarse de los últimos rumores y dejarse engañar con algunas baratijas. Suspiró, apretó el nudo sobre el que trabajaba en aquel momento, se quitó la lente de aumento y se volvió.

Garliad estaba allí, con su enorme barriga y un plato humeante en la mano, esperando hasta que él le permitió acercarse con un impaciente movimiento de la mano.

—¿Cómo se les ocurre a las otras mujeres dejarte trabajar en tu estado? —gruñó—. ¿Acaso quieres parir a mi hija en la escalera?

—Hoy me siento muy bien, Ostvan —le repuso Garliad.

—¿Dónde está mi hijo?

Ella vaciló.

—No lo sé.

—¡Entonces ya me lo imagino! —resopló Ostvan—. ¡En la ciudad! ¡En esa escuela! ¡Leyendo libros hasta que le duelan los ojos y dejándose meter bobadas en la cabeza!

—Estuvo intentando arreglar la calefacción y luego se fue para hacerse con alguna pieza, como dijo.

Ostvan se levantó de su taburete y le quitó el plato de las manos.

—Maldigo el día en que permití que fuera a esa escuela de la ciudad. ¿No se ha portado bien Dios conmigo hasta ahora? ¿No me ha concedido primero cinco hijas y sólo después un hijo para que yo no tuviera que matar a ningún niño? ¿Y no tienen mis hijas y esposas cabellos de todos los colores para que yo no tenga que teñirlos y pueda tejer una alfombra que alguna vez sea digna del Emperador? ¿Por qué no me es dado hacer de mi hijo un buen tejedor de cabellos para que algún día encuentre yo mi lugar junto a Dios y me sea permitido ayudarle a tejer la Alfombra de la Vida?

—Te quejas de tu destino, Ostvan.

—¿No habré de quejarme con un hijo así? Ya sé por qué su madre no me trae la comida.

—Tengo que pedirte dinero para la buhonera —dijo Garliad.

—¡Dinero! ¡Siempre el dinero! —Ostvan puso el plato sobre el alféizar y se arrastró hacia un arcón cuajado de acero que estaba adornado con la fotografía de la alfombra que su padre había tejido. Dentro estaba el dinero que aún quedaba de la venta de la alfombra, empaquetado en cajitas aisladas sobre las que estaban escritas las cifras de años sucesivos. Sacó una moneda—. Toma. Pero piensa que lo que hay aquí debe bastar para el resto de nuestras vidas.

—Sí, Ostvan.

—Y cuando Abron vuelva, envíamelo inmediatamente.

—Sí, Ostvan. —Y se fue.

¡Vaya una vida, nada más que problemas y disgustos! Ostvan llevó una silla junto a la ventana y se dejó caer en ella, dispuesto a comer. Su mirada se perdió en el desierto yermo y rocoso. Antes había salido de vez en cuando a buscar ciertos minerales que le eran necesarios para las recetas secretas. También algunas veces había estado en la ciudad para comprar productos químicos o herramientas. Pero entre tanto había reunido ya todo lo que iba a necesitar para su alfombra. Seguramente no saldría nunca más. Tampoco era ya joven. Pronto terminaría su alfombra y entonces sería el momento de ir pensando en morir.

Luego, por la tarde, unos pasos rápidos en la escalera interrumpieron su trabajo. Era Abron.

—¿Querías hablar conmigo, padre?

—¿Estuviste en la ciudad?

—He comprado carbón de piedra para la calefacción.

—Tenemos todavía carbón de piedra en el sótano, suficiente para generaciones.

—No lo sabía.

—Podrías haberme preguntado. Pero a ti te sirve cualquier pretexto para poder ir a la ciudad.

Abron se le acercó, sin ser requerido.

—Ya sé que no te gusta que esté tan a menudo en la ciudad y que lea libros. Pero no puedo hacer otra cosa, padre, es tan interesante… esos otros mundos… hay tanto que aprender, los seres humanos viven de tantas formas…

—No quiero oír nada acerca de ello. Para ti sólo hay una forma de vida. Tú has aprendido de mí todo lo que un tejedor de cabellos debe saber, eso es suficiente. Sabes enlazar todos los nudos, has sido iniciado en la impregnación y en las técnicas de teñido y conoces los motivos tradicionales. Cuando hayas diseñado tu alfombra, tomarás una mujer y tendréis muchas hijas con diferentes colores de cabello. Y para la boda cortaré yo mi alfombra del marco, le coseré el dobladillo y te la regalaré, y tú irás a la ciudad para vendérsela al mercader imperial. Así hice yo con la alfombra de mi padre y así hizo él antes con la alfombra de su padre y éste a su vez con la alfombra de su padre, tu tatarabuelo. Así sucede de generación en generación, desde hace miles de años. Y así como yo pago contigo mi deuda, pagarás tú la tuya con tu hijo y éste a su vez con su hijo. Así ha sido siempre y así será siempre.

Abron suspiró forzadamente.

—Sí, claro, padre, pero esa perspectiva no me hace feliz. Mi mayor deseo seria no convertirme en un tejedor de cabellos.

—¡Yo soy tejedor de cabellos y por eso tú serás también tejedor de cabellos! —Ostvan señaló con un gesto acalorado la alfombra sin terminar en su marco—. Toda mi vida he trabajado en esa alfombra, toda mi vida, y toda tu vida te vas a alimentar tú de las ganancias. Tienes una deuda conmigo, Abron, y exijo que se la pagues a tu hijo. ¡Y que Dios te conceda que no te cause tantos disgustos como tú me los causas a mí!

Abron no se atrevió a mirar a su padre cuando le repuso.

—Corren rumores por la ciudad acerca de una rebelión y de que el Emperador tendrá que abdicar… ¿Quién pagará por las alfombras de cabellos cuando ya no esté el Emperador?

—¡Antes se extinguirán las estrellas que la gloria del Emperador! —tronó Ostvan—. ¿Acaso no te enseñé yo esa frase cuando apenas eras capaz de sentarte junto a mí frente al marco del telar? ¿Crees que cualquiera puede venir simplemente y alterar el orden que Dios dispuso?

—No, padre —murmuró Abron—. Por supuesto que no.

Ostvan lo contempló.

—Vete ya y trabaja en el diseño de tu alfombra.

—Sí, padre.

Por la noche, a Garliad le comenzaron las contracciones. Las mujeres la acompañaron hasta la habitación que habían preparado para el parto. Ostvan y Abron se quedaron en la cocina.

Ostvan tomó dos vasos y una botella de vino y ambos bebieron en silencio. De vez en cuando se escuchaban los gritos o los quejidos de Garliad en la habitación de parir, luego durante mucho tiempo no volvió a suceder nada. Iba a ser una larga noche.

Cuando su padre trajo la segunda botella de vino Abron preguntó:

—¿Y qué pasará si es un niño?

—Eso lo sabes tú tan bien como yo —le repuso Ostvan roncamente.

—¿Qué harás entonces?

—Desde siempre existe la ley de que un tejedor de cabellos sólo puede tener un hijo, porque una alfombra sólo puede alimentar a una familia. —Ostvan señaló a una vieja y enmohecida espada que colgaba de la pared—. Con ella mató mi padre a mis dos hermanos en el día de su nacimiento.

Abron guardó silencio.

—Has dicho que Dios dispuso este orden —se le escapó por fin—. Debe de ser un Dios horrible, ¿no te parece?

—¡Abron! —tronó Ostvan.

—¡No quiero tener nada que ver con tu Dios! —gritó Abron, y salió atropelladamente de la cocina.

—¡Abron! ¡Quédate aquí!

Pero Abron corrió por la escalera que subía hacia los dormitorios y no regresó.

Así que Ostvan esperó solo, pero ya no bebió más. Pasaron las horas y sus pensamientos se fueron volviendo más deprimentes. Por fin se mezclaron los primeros lloros de un niño con los gritos de la parturienta. Ostvan escuchó a las mujeres lamentarse y llorar. Se puso de pie con esfuerzo, como si cada movimiento le produjera dolor, tomó la espada de la pared y la dejó sobre la mesa. Luego se quedó de pie, esperando con una paciencia hosca hasta que la partera salió de la habitación, el recién nacido en los brazos.

—Es un niño —dijo serena—. ¿Vais a matarlo, señor?

Ostvan miró el sonrosado y arrugado rostro del pequeño.

—No —dijo—. Vivirá. Quiero que se llame Ostvan, exactamente como yo. Le enseñaré el arte de los tejedores de cabellos y cuando yo ya no viva, otro terminará su educación. Llévale de vuelta a su madre y dile lo que te he dicho.

—Sí, señor —dijo la partera, y se llevó de nuevo al niño.

Ostvan, por su parte, tomó la espada de la mesa, subió a los dormitorios y mató a su hijo Abron.

2. Los mercaderes

Yahannochia se preparaba para la llegada anual del mercader de alfombras de cabellos. Era como un despertar para la ciudad, que seguiría yaciendo el resto del año como un muerto bajo el sol abrasador. Todo comenzaba con guirnaldas que aparecían aquí y allá bajo los tejados, y con escasos ramos de flores que intentaban esconder los manchados muros de las casas. Día a día más y más banderines multicolores se agitaban al viento que, como siempre, barría las colinas, y los olores que se escapaban de las ollas de las oscuras cocinas venían a arremolinarse pesadamente en los callejones estrechos. Había que estar preparado para la Gran Fiesta. Las mujeres peinaban durante horas sus cabellos y los de sus hijas maduras. Los hombres limpiaban por fin sus zapatos. Sonidos desafinados y atronadores de bandas de música ensayando se mezclaban con el omnipresente murmullo de voces excitadas. Los niños, que por lo general jugaban silenciosos y tristes en las callejas, corrían gritando por todos lados y llevaban puestas sus mejores ropas. Era una animación multicolor, una fiesta de los sentidos, una febril espera del Gran Día.

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