Read Los tejedores de cabellos Online
Authors: Andreas Eschbach
Habían conseguido comprar las alfombras suficientes, pero habían necesitado más tiempo del que había planeado. Eso quería decir que llegarían a la ciudad portuaria después que los otros comerciantes y otra vez no le darían más que alguna de las rutas menos atractivas. Y entonces sería aún más difícil conseguir el número de alfombras prescritas, y en algún momento…
No quería pensar en aquel momento.
Retiró el plato de delante con un brusco movimiento. Ordenó al cocinero que limpiara e hizo traer una botella del vino ligero.
A la luz de una lámpara de aceite, extrajo una de sus posesiones más preciadas, un antiquísimo libro de cuentas que había comenzado uno de sus antepasados hacía varios cientos de años. Las hojas del libro crepitaban de sequedad y las columnas de cifras eran difíciles de descifrar en muchos puntos. Pese a ello, el libro le había dado ya muchas informaciones preciosas sobre las distintas rutas de las alfombras de cabellos y sobre las ciudades en esas rutas.
Hacia sólo unos años que se le había ocurrido que aquel libro podía informarle también sobre otra cosa, en concreto sobre los cambios que había habido durante un largo período de tiempo. Eran cambios lentos e imperceptibles, que no se notaban. Únicamente cuando se comparaban y calculaban las cifras de varios siglos, de casi diez generaciones, se hacía reconocible un proceso: cada vez había menos tapices de cabellos. Tanto el número de tejedores de cabellos como el de mercaderes de alfombras de cabellos se reducía lentamente. La ruta que una caravana tenía que recorrer para recolectar la cifra tradicionalmente prescrita de alfombras era en promedio cada vez más larga y la competencia de los mercaderes por las rutas buenas y provechosas era cada vez más dura.
Tertujak sabía contar extraordinariamente bien, como todos los mercaderes, y además había heredado el inmenso talento para las matemáticas de sus antepasados. No le costaba ningún esfuerzo transformar las cifras de la comparación en curvas muy explícitas: las curvas caían. Sí, en realidad se desplomaban en toda regla. La tendencia descendente se había fortalecido en los últimos años. Eran las curvas de un organismo moribundo.
La conclusión más razonable sería salirse del negocio de las alfombras de cabellos. Pero eso jamás podría hacerlo. Estaba ligado al gremio por un juramento hasta el fin de sus días. Producir alfombras de cabellos era la tarea sagrada que el Emperador había dado al mundo, pero por algún motivo parecía que la fuerza detrás de esta tarea se había agotado.
Y en relación con esto Tertujak se veía obligado a pensar de nuevo en el prisionero y en lo que se le había contado sobre él. Se le habían insinuado toda clase de cosas en Yahannochia. Que venía de otro mundo, había al parecer afirmado. Y otra cosa más se suponía que todavía había dicho, algo que había impactado profundamente a todo el mundo y que sin embargo había sido transmitido incansablemente: que el Emperador, el Señor del Cielo, el Padre de las Estrellas, el Vigía de todos los Destinos, el Centro del Universo, ¡ya no gobernaba!
Tertujak miró sus deprimentes curvas y algo en él intuyó que ésa podría ser la explicación.
Se alzó y abrió la portezuela del carro. Entre tanto se había hecho de noche. Se escuchaban las risas de los soldados que cortejaban a las pocas mujeres que pertenecían a la comitiva. Como aquellas mujeres sin excepción eran tenderas, no se trataba de un asunto del que el mercader tuviera que ocuparse. Hizo una señal a uno de los dos guardias.
—Tráeme al comandante Grom.
—Sí, señor.
Grom entró al cabo de poco tiempo. El privilegio de su posición era poder penetrar en el carromato del mercader cuando era llamado.
—¿Señor?
—Grom, hay dos cosas que quiero pedirte. La primera, cuida de que no todos los soldados montados se emborrachen hasta perder el sentido. Quisiera que al menos una parte de los hombres estuviera lista para la lucha. La segunda —Tertujak vaciló un momento y luego continuó decidido—, me gustaría que me trajeras al prisionero aquí sin que nadie se percatara.
Grom dilató los ojos.
—¿El prisionero? ¿Aquí? ¿A vuestro carro?
—Sí.
—Pero, ¿por qué?
Tertujak resopló con enfado.
—¿Acaso te debo cuentas a ti, comandante de los montados?
El otro se estremeció. Su rango dependía solamente de la buena voluntad del mercader y no tenía ganas de perderlo.
—Perdonadme, señor. Se hará lo que vos queráis.
—Espera un momento todavía hasta que la mayoría se haya dormido. No quiero que se hable de ello. Toma dos o tres hombres poco habladores para escoltar al prisionero y trae una cadena para atarlo aquí.
—Sí, señor.
—Y no lo olvides: extrema cautela.
Tertujak pasó el tiempo hasta la llegada del prisionero sumido en una tensa impaciencia. Varias veces estuvo a punto de enviar a uno de los soldados de guardia para que aceleraran la tarea y le costó un esfuerzo casi físico el poder controlarse.
Por fin llamaron a la puerta. Tertujak abrió con rapidez la trampilla del carro y dos soldados introdujeron al prisionero. Le encadenaron a una viga, después de lo cual el mercader los despidió con un ademán de cabeza.
Luego contempló al hombre que estaba ahora sentado en una de sus valiosas pieles. Así que éste era el hereje. Sus ropas se habían destrozado hasta convertirse en sucios harapos, su retorcida barba y sus enmarañados cabellos estaban igualmente llenos de porquería. Con una mirada obtusa e indiferente, permitió que el mercader le observara, como si ya no le interesara lo que sucediera con él.
—Te preguntas quizás por qué he hecho que te trajeran —comenzó Tertujak por fin.
Creyó ver una pizca de interés en los ojos apáticos del prisionero.
—La verdad es que yo mismo no lo sé. —Tertujak pensó en la silueta de la Roca del Puño ante el cielo azul oscuro del atardecer—. Quizá porque mañana veremos por primera vez la ciudad portuaria, nuestro objetivo. Y yo no quiero simplemente entregarte al consejo del puerto sin saber a quién he transportado en realidad.
El hombre le seguía mirando fijamente y sin expresión.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Tertujak.
Pareció transcurrir una eternidad hasta que el prisionero contestó. Su voz era un gruñido polvoriento.
—Nillian… Nillian Jegetar Cuain.
—Esos son tres nombres —afirmó asombrado el mercader.
—Todo el mundo en mi tierra tiene tres nombres. —El hombre tosió—. Llevamos nuestro nombre, el nombre de nuestra madre y el nombre de nuestro padre.
En la forma en que hablaba el hereje había realmente un sonido extraño que el mercader no había oído jamás en todos sus viajes.
—Entonces, ¿es cierto que vienes de otro mundo?
—Sí.
—¿Y por qué estás aquí?
—Naufragué aquí.
—¿Dónde está tu mundo?
—Muy lejos.
—¿Puedes enseñármelo en el cielo?
El prisionero miró fijamente a Tertujak durante largo tiempo, de modo que el mercader ya creía que no había entendido la pregunta. Pero entonces preguntó de pronto:
—¿Qué sabes de otros mundos? ¿Qué sabes de viajes entre las estrellas?
El mercader se encogió de hombros.
—No mucho.
—¿Qué sabes?
—Conozco las naves estelares de la flota imperial que llevan a bordo las alfombras de cabellos. Se me ha dicho que son capaces de viajar entre las estrellas.
El hombre abatido que afirmaba venir de las estrellas pareció volver a la vida.
—Las alfombras de cabellos —repitió y se dobló hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas—. ¿A dónde se las transporta?
—Al palacio del Emperador.
—¿Cómo sabes eso?
—Yo no lo sé —accedió Tertujak—. Me ha sido dicho.
El hombre que se llamaba Nillian afirmó con la cabeza y Tertujak vio algo de arena resbalar desde sus cabellos hasta el suelo. Tendría que hacer que limpiaran el carro al día siguiente.
—Te han mentido. En el palacio del Emperador no hay ninguna alfombra. Ni una sola.
Tertujak encogió los hombros con desconfianza. De alguien a quien se consideraba un hereje se podía esperar tal afirmación. Pero, ¿y si no era un hereje?
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—He estado allí.
—¿En el palacio imperial?
—Sí.
—Quizá no las reconociste.
El extranjero se rió por primera vez.
—Eso es imposible. He visto una alfombra de cabellos. Se trata de la obra de arte con mayor filigrana y mayor trabajo que jamás haya tenido ante mis ojos. Una obra de arte de esta clase no hubiera pasado inadvertida. Y estamos hablando aquí no de una alfombra sino de miles y miles. Pero ni siquiera una de ellas se puede encontrar en el palacio. ¡Nuestra lengua ni siquiera tiene una expresión para nombrarlas!
¿Podría esto ser verdad? Y si era una mentira, ¿qué es lo que pretendía aquel hombre con ella?
—Se dice —comenzó Tertujak— que el palacio del Emperador es el edificio más grande del universo…
El hombre reflexionó un instante.
—Sí, eso es probablemente cierto. Pero no por ello es inabarcable. En cualquiera de vuestras ciudades se puede esconder uno mucho más fácilmente que en todo el Palacio de las Estrellas.
—Pero seguramente habrá estancias privadas del Emperador que no son accesibles a nadie más.
—Las había, antes. —El rostro del extranjero se endureció—. Estoy aquí preso porque lo he dicho, así que puedo repetirlo tranquilamente: el Emperador dejó de gobernar hace unos veinte años de vuestro tiempo.
Tertujak miró con fijeza al hombre que estaba sentado allí, encadenado de pies y manos, harapiento y sucio, y supo que no mentía. Por supuesto, esa afirmación era pura blasfemia. Pero percibió en su interior la certeza de que lo que el extranjero contaba no era otra cosa que la verdad.
—Entonces, ¿son ciertos los rumores que corren desde hace dos decenios —murmuró pensativo— de que el Emperador ha abdicado…?
—Bueno, yo diría que esos rumores están bastante embellecidos.
—¿Qué quieres decir con eso?
La mirada del prisionero se hizo de pronto dura como el acero.
—Señor, yo soy un rebelde, y he sido durante todo el tiempo de mi vida miembro del movimiento Viento Inaudible. Hace veinte años atacamos el mundo central, conquistamos el palacio y derribamos al Emperador. Desde entonces ya no existe el Imperio. Esto puede gustarte o no, pero es un hecho.
El mercader de alfombras de cabellos contempló inseguro al extranjero. Lo que decía parecía que le arrancaba el suelo bajo sus pies.
Señaló con un vago gesto a la ventana.
—Allá afuera veo las estrellas en el cielo y todavía lucen. Me ha sido dicho que no podrían hacerlo sin el Emperador.
—El Emperador no tiene nada que ver con ello —replicó el rebelde—. Eso es una leyenda.
—Pero, ¿no fue el Emperador quien les concedió la existencia?
—Del mismo modo que yo no podría hacerlo, tampoco él podía. Él era un hombre como cualquier otro. Os contaron todas esas cosas sólo para tener poder sobre vosotros.
Tertujak agitó la cabeza.
—Pero, ¿no es cierto que gobierna desde hace milenios? ¿Cómo pudo haber hecho eso sin ser inmortal?
El extranjero simplemente alzó las cejas.
—En fin, sea como sea como lo haya hecho, en cualquier caso está muerto ahora.
—¿Muerto?
—Muerto. Un rebelde le atrapó durante la ocupación del palacio en una habitación aislada y le mató de un disparo durante el forcejeo.
Tertujak se acordó de nuevo de lo que le habían contado sobre las circunstancias de la captura del extranjero. Estaba con dos tejedores de cabellos y había comenzado de pronto a pronunciar palabras blasfemas, después de lo cual ambos le habían capturado y acusado de hereje.
—¿Les contaste esto a los tejedores de cabellos? —se asombró—. Un milagro que te hayan dejado con vida.
—Un golpe en el cráneo me dieron, un milagro que lo sobreviviera —gruñó el prisionero—. El uno me estuvo preguntando con ansiedad mientras que el otro se deslizó detrás de mí y ¡plas! Cuando me desperté de nuevo estaba en una mazmorra cargado de cadenas.
Tertujak comenzó a andar intranquilo de acá para allá.
—Dices que no hay alfombra alguna en el palacio imperial. Por otro lado veo cómo cada año decenas de miles de alfombras abandonan este planeta. ¿A dónde las llevan las naves imperiales si no es al palacio?
El extranjero asintió.
—Ya me he dado cuenta de que ésa es justamente la pregunta más interesante. Y no tengo ni la sombra de una respuesta.
—¿Quizás no se trata del mismo Emperador?
—Se trata de ese hombre —dijo el prisionero, y señaló a la fotografía del Emperador que colgaba de la pared. Tertujak había heredado la fotografía de su padre, el cual a su vez la había heredado de su padre y sucesivamente—. El Emperador Aleksandr XI.
—¿El Emperador Aleksandr? —Tertujak estaba, en realidad por primera vez en aquella noche, completamente perplejo—. Ni siquiera sabía que tuviera un nombre.
—Eso también ha caído en el olvido. Era el décimo primero en una serie de Emperadores que se llamaban todos Aleksandr. Los diez primeros también llegaron a ser bastante viejos, pero él solo gobernó más que todos los otros juntos. Y tomó el poder hace tantísimo tiempo que daba la sensación de que gobernaba desde el principio de los tiempos.
—Sí. —Tertujak agitó la cabeza, luego continuó su intranquilo paseo. El extranjero le contemplaba en silencio.
¿Ésa era, entonces? ¿Ésa era la explicación? ¿La explicación de la cantidad descendente de alfombras de cabellos?
Se sentó de nuevo en su banqueta.
—Lo que dices —concedió— produce un eco en mí. Pero al mismo tiempo no puedo comprenderlo. ¿Lo entiendes? No consigo imaginarme que el Emperador pueda estar muerto. Él parece estar de algún modo dentro de mí, ser una parte mía.
—Ésa es la imagen del Emperador como ser sobrehumano que ha creado tu educación, puesto que tú nunca has visto al Emperador. —El extranjero manipuló su cinturón tanto como le permitían sus cadenas—. Tengo una imagen conmigo que en realidad quería mantener oculta hasta que en algún momento se me sometiera a algo parecido a un juicio…
Sacó una fotografía a la luz y se la alcanzó al mercader de alfombras de cabellos. Tertujak contempló la imagen. Mostraba con una exactitud que provocaba asco el cuerpo de un hombre que estaba colgado por los pies a un mástil y se balanceaba con la cabeza hacia abajo. Su pecho lo atravesaba un agujero mayor que un puño, cuyos bordes estaban como sellados por el fuego.