Read Los tejedores de cabellos Online
Authors: Andreas Eschbach
Escuchaba los sonidos de los enemigos al acercarse, sentía el sordo movimiento del suelo en la espalda y escuchaba los miles de crujidos y chasquidos de plantas aplastadas. Su respiración se volvió más pesada. Así que esto era, el final. Su final. Al menos estaría desangrado mucho antes de que las máquinas comenzaran a escalar la montaña. Le embargó la soledad mientras yacía allí, tosiendo, y se aferraba a la última gota de vida que le quedaba. Reflexionó si había alguien cuya presencia hubiera deseado, pero no se le ocurrió nadie. Así que éste era su final: miserable.
Y entonces, de pronto, se hizo el silencio y la luz no penetró más a través de sus párpados. Cheun abrió los ojos. Sobre él, en el cielo infinito de la noche, contempló las estrellas.
¿Por qué todo aquello? No lo sabía. Después de todos los años, de todos los horribles descubrimientos y todos los hechos sangrientos, después de todas las pesadillas…
—¿Comandante Wasra?
Miró con desgana. Era Jegulkin, el piloto, y se le veía que de verdad sentía tener que molestarle.
—¿Sí?
—Estamos llegando al planeta G-102/2. ¿Tiene usted indicaciones especiales?
Wasra no necesitaba reflexionar. Se habían acercado tantas veces en los pasados meses hasta planetas como aquél, habían anunciado tantas veces el fin del Imperio, que a menudo se sentía como en una pesadilla sin final, en la que había sido condenado a pronunciar por toda la eternidad las mismas palabras y a realizar los mismos gestos. No, se le ocurrió, esta vez era distinto. Para este planeta tenía una orden precisa. Pero eso no lo hacía más fácil.
—Ninguna orden especial. Buscaremos el espaciopuerto y aterrizaremos.
—Sí, señor.
Wasra miró a la gran pantalla principal que mostraba el espacio exterior como lo hubiera visto el ojo desnudo. Una mancha pequeña, que brillaba mate, se acercaba: el segundo planeta del sol G-101. También aquí vivían tejedores de alfombras de cabellos como en otros miles de planetas. Planetas que se parecían unos a otros.
Y detrás brillaban frías e inmóviles las estrellas, cada una era otro sol u otra galaxia. Wasra se preguntó con amargura si alguna vez conseguirían dejar atrás finalmente el Imperio, librarse de la herencia del Emperador. ¿Quién podía decir con toda seguridad que detrás de uno de aquellos inmóviles puntos de luz no se encontraba otra parte ignota del Imperio o que no se podía abrir una puerta más a algún otro terrible secreto?
Vio su imagen en el espejo de la carcasa de uno de los aparatos y se maravilló, como tantas veces durante las últimas semanas, de que su rostro todavía diera una impresión juvenil. El uniforme gris de comandante le parecía hecho de una tela más áspera que la de los uniformes que había llevado hasta entonces y la señal de su rango parecía pesar más cada día. Él apenas alcanzaba la mayoría de edad cuando se había unido a la expedición del general Karswant, un joven soldado que quería vivir aventuras y probarse a sí mismo. Y hoy, después de sólo tres años en aquella gigantesca provincia, se sentía infinitamente viejo, tan viejo como el propio Emperador, y no podía comprender que no se lo leyeran en el rostro.
Habían dejado atrás, le daba la impresión, miles de aterrizajes como aquél, y parecía que iban a seguir así para siempre.
Aunque no, aquel planeta era en verdad algo especial. En cierta medida todo había empezado aquí. La
Salkantar
ya se había acercado una vez a aquel planeta, en una fatigosa semana de vuelo enloquecido, armados sólo con cartas antiguas y de poca fiabilidad. Por entonces él era un simple miembro de la tripulación y nadie había imaginado que les esperaban sangrientas luchas con tropas imperiales que no sabían que el Emperador estaba muerto y el Imperio había sido vencido. En aquel tiempo pensaban que la expedición estaba casi terminada. Se habían preparado para regresar, se habían tomado medidas para el gran salto a través del espacio vacío entre las galaxias. Wasra dirigía trabajos de limpieza en la tercera cubierta y si alguien le hubiera dicho que dos años después se le iba a dar el mando de la
Salkantar
, se hubiera reído de él. Y sin embargo había sido así y aquellos dos años habían hecho implacablemente un hombre del joven que había sido alguna vez. Y todo había empezado aquí, en este planeta, cuyo disco brillante de un marrón arenoso y triste se iba haciendo cada vez más grande y más redondo y en cuya superficie ya iban apareciendo los primeros contornos.
Wasra se acordó de la conversación con el general Karswant como si hubiera sido ayer y no hacía ya semanas. El anciano con aspecto de oso al que todos tenían miedo y al que sin embargo todos amaban le había enseñado una foto.
—Nillian Jegetar Cuain —había dicho, y había una tristeza inexplicable en su voz—. Sin este hombre hubiéramos vuelto a casa hace casi tres años. Quiero que averigüe lo que fue de él.
Aquel hombre había aterrizado en G-101/2, contraviniendo órdenes expresas, y había descubierto las alfombras. Wasra no había querido creer al principio los rumores que circulaban por los camarotes de la tripulación, tan absurdos parecían. Pero luego se confirmó punto por punto el informe de Nillian. Las alfombras de cabellos, dio a conocer la dirección de la expedición, eran tejidos extremadamente complicados hechos de cabellos humanos, de hecho tan complicados que un tejedor en toda su vida sólo terminaba una única alfombra. Pero todo esto no hubiera tenido más valor que el de una nota en el informe de la expedición si no hubiera sido por la inesperada fundamentación de la costumbre: aquellas alfombras, así dijeron los tejedores de cabellos, estaban destinadas al palacio del Emperador y su fabricación era un deber sagrado. Eso les hizo aguzar los oídos, pues todo el que había estado alguna vez en el palacio imperial confirmaba que aunque allí se podían encontrar las cosas más extraordinarias, no había con toda seguridad ninguna alfombra de cabellos.
La flota expedicionaria se puso al acecho y algunos meses después apareció una nave de transporte enorme y en un estado digno de lástima, que aterrizó en el planeta y lo dejó después de dos semanas. Siguieron a la nave, la perdieron y a cambio encontraron un planeta más en el que se tejían alfombras de cabellos con la misma fundamentación religiosa. Y luego otro más y otro, pronto una docena y enseguida cientos y entonces se alejaron de nuevo las naves expedicionarias y encontraron cada vez más y más mundos en los que se tejían alfombras de cabellos, se enviaron hordas de robots de exploración automáticos y no encontraron otra cosa más que ésa, y cuando se encontraron diez mil de aquellos mundos, dejaron de buscar aunque era de esperar que aún hubiera más…
Los motores entraron en acción y su sordo trueno hizo vibrar el suelo bajo sus pies. Wasra tomó el micrófono del diario de a bordo.
—En pocos minutos vamos a aterrizar en el segundo planeta del sol G-101 en la cuadrícula 2014-BQA-57, sector 36-01. Nuestro tiempo estándar es 9-1-178005, última calibración 2-12. Crucero ligero
Salkantar
, comandante Jenokur Taban Wasra.
El lugar del aterrizaje se fue haciendo visible, una enorme superficie reforzada que estaba quemada y llena de cicatrices a causa de motores envejecidos. Un antiguo espaciopuerto, con miles de años encima. Cada uno de aquellos planetas tenía exactamente uno de aquellos espaciopuertos y todos tenían el mismo aspecto. Siempre había una antigua ciudad muy extendida alrededor del lugar de aterrizaje y parecía que todas las carreteras de aquel mundo se dirigieran desde todos lados hasta aquella ciudad y terminaran allí. Y así era, como mientras tanto habían averiguado.
El sonido de los motores cambió.
—¡Fase de aterrizaje! —anunció el piloto.
La
Salkantar
se posó con un impacto que asustaba de muerte a todo el que volaba por primera vez. Pero los hombres y mujeres a bordo habían vivido demasiado como para seguir teniendo siquiera en cuenta aquel sonido.
Delante de ellos se abrieron lentamente las puertas de la gran compuerta principal y la rampa de descarga se hundió zumbando en el suelo lleno de irregularidades. Unos olores se abrieron paso, asquerosos olores de heces y podredumbre, de polvo y sudor, y pobreza, olores que parecían pegarse como una sarna peluda en las narices. Wasra se preguntó una vez más, mientras colocaba el minúsculo micrófono sobre su cabeza pelada, por qué todos aquellos mundos olían igual, y era una pregunta que le venía a la mente con cada aterrizaje. No parecía haber ninguna respuesta a nada, en ninguna parte de esta galaxia olvidada de Dios, sólo preguntas.
Hacía calor. Los rayos del pálido sol relucían sobre el interminable y polvoriento campo de aterrizaje. Desde la ciudad se acercó a ellos un grupo de ancianos, andando a grandes pasos, apresurados, y al mismo tiempo extrañamente devotos. Estaban vestidos con pesadas túnicas oscuras, debía de ser una tortura llevarlas con aquella temperatura. Wasra se adelantó a través del hueco de la compuerta y esperó a que los hombres se acercaran hasta el rincón más bajo de la rampa.
Se había dado cuenta de las miradas con las que habían examinado la nave según se acercaban. Ahora le examinaban a él, tímidos, inseguros, y finalmente uno de los hombres se inclinó y dijo:
—Saludos, navegante. Si se me permite decir, os esperábamos antes…
Siempre el mismo miedo. Adonde quiera que fueran, por todos lados aquella perturbación disimulada, porque el transporte de las alfombras de cabellos, que había funcionado sin problema alguno durante milenios, se había quedado paralizado. Incluso aquellos saludos se parecían los unos a los otros de una manera fatigosa.
Todo era tan parecido, los espaciopuertos grandes y desmoronados, las ciudades pobres, retorcidas y apestosas a su alrededor y los ancianos con sus togas miserables y tristes que no querían comprender, que le hablaban a uno del Emperador y de su Imperio y de otros planetas en los que se fermentaba vino o se cocía pan para la mesa imperial, de planetas que tejían ropas para él, cultivaban flores para él o adiestraban pájaros cantores para sus jardines… Pero nada de ello habían encontrado, tan sólo miles de mundos en los que se hacían alfombras de cabellos, una corriente interminable de alfombras de cabellos humanos que fluía desde hacía milenios a través de esa galaxia…
Wasra conectó el micrófono que reforzaba su voz y la transportaba hasta los altavoces exteriores.
—Estabais esperando a los navegantes imperiales —declaró, como había hecho a menudo y como se había demostrado eficaz—. Nosotros no lo somos. Hemos venido a deciros que ya no existen los navegantes imperiales, que tampoco existe el Emperador y que podéis dejar de tejer alfombras de cabellos.
Ahora ya le salía sin esfuerzo alguno el acento del antiguo paisi que se hablaba en todos los mundos de aquella galaxia, y a veces esto casi le asustaba. Probablemente cosecharían miradas extrañadas cuando volvieran a casa.
Los hombres, todos dignatarios del gremio de los tejedores de cabellos, le miraron con odio. Wasra hizo una señal afirmativa a la jefa del grupo de instrucción y al punto los hombres y mujeres bajaron la rampa llevando agarradas carpetas llenas de fotografías y gastados aparatos de visión de películas. Parecían agotados, como sonámbulos. El comandante sabía que hacían esfuerzos para no contar cuántos de aquellos planetas tenían todavía por delante.
Habían visto las reacciones más diferentes a la noticia del fin del Imperio, y eso al menos ofrecía un poco de cambio en la rutina. En algunos planetas habían estado contentos de poder librarse de la servidumbre de los tejedores de alfombras. En otros, de nuevo, les habían arrojado piedras, insultado y perseguido. Habían tenido que vérselas con mayores del gremio que habían sabido ya de la muerte del Emperador a través de fuentes inexplicables, pero que les pedían no hacer partícipe a la población por miedo a perder su posición en la sociedad. Al fin y al cabo, reflexionó Wasra, no tenían influencia alguna sobre lo que pasaría de verdad cuando se hubieran ido de nuevo. En muchos mundos pasarían quizá siglos antes de que la antigua época encontrara por fin su final.
Se acordó de nuevo del encargo del general. Resopló con rabia porque casi lo había olvidado y sacó su comunicador.
—Aquí el comandante. El capataz Stribat, por favor, que acuda a la compuerta de superficie.
Sólo pasó un segundo hasta que un soldado grande y seco salió por una puerta y compuso un saludo negligente.
—¿Comandante?
Wasra le miró con desgana.
—Deja esa tontería —murmuró. Stribat y él habían servido juntos en los primeros tiempos a bordo de la
Salkantar
. Stribat tenía ahora bajo su mando a la infantería y los vehículos de tierra. Ninguna carrera de importancia. Las carreras de importancia son algo para locos, pensó Wasra sombrío.
—¿Te acuerdas de que ya estuvimos una vez en este planeta?
Stribat abrió los ojos con sorpresa.
—¿De verdad? Hace semanas que tengo la sospecha de que aterrizamos una y otra vez en el mismo planeta…
—Ridículo. Estuvimos una vez aquí, pero hace tres años de eso. La
Salkantar
tenía la misión de buscar uno de los botes
Kalyt
que estaba en dificultades.
—Y como no teníamos ningún punto de inmersión, estuvimos saltando durante semanas de un sol al siguiente hasta que dimos con el adecuado. —Stribat asintió pensativo—. No olvidaré nunca lo mal que me sentí después de tantos vuelos a mayor velocidad que la luz uno detrás del otro… Nillian, ¿era ése el nombre? Uno de los pilotos del bote
Kalyt
. Aterrizó, descubrió las alfombras de cabellos y desapareció sin dejar huella. ¿Ah…?
Wasra vio brillar la comprensión en los ojos del otro y asintió.
—Tenemos que averiguar lo que ha sido de él. Pon tripulación en los vehículos acorazados. Vamos a la ciudad, a la casa del gremio.
Poco después tres vehículos fuertemente acorazados vinieron traqueteando sobre sus cadenas hasta la compuerta de superficie. Sus motores sonaban graves y fuertes y le hacía daño a uno en el epigastrio el estar de pie junto a ellos más de un instante.
La puerta lateral del primer vehículo se abrió y Wasra entró dentro. Los mayores del gremio, de pie sobre la pista, se echaron atrás con respeto, mientras los tres tanques bajaban rodando la rampa el uno detrás del otro.
—Ésta es la diferencia —dijo Wasra, dirigiéndose a Stribat y, en realidad, a nadie en concreto—. Al Emperador no le importaba una vida menos que nada. ¿Y hoy? El general Karswant espera a bordo del
Trikood
. Todo está listo para el regreso, para entregar el informe al Consejo sobre nuestra expedición, pero no, no quiere partir antes de saber lo que ha sido de un solo hombre, ese Nillian. Es un bonito sentimiento. Me hace sentirme de algún modo…