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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (32 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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—¿Qué tienes contra estar sola?

—Es aburrido. Insatisfactorio.

—¿Tranquilizador? —insistió Sarna.

—También —tuvo que reconocer Lamita contra su voluntad.

—¿Cuánto hace que estuviste con un hombre?

—Mucho. Casi ni parece verdad. Y aparte de ello, fue terrible. Me sentía como una niñera.

—Pero hace mucho —resumió su hermana—, y desde entonces ya lo has superado. Así que no es eso. Lamita, ¿qué hombre de los que hay a tu alrededor te excita?

—Ninguno —le respondió Lamita como disparando con una pistola.

—Piénsatelo otra vez.

Lamita pasó revista rápidamente a todos los jóvenes en alguna medida pasables con los que tenía algo que ver. Todos aburridos.

—No hay mucho que pensar. De verdad que ninguno.

—No me engañas. Según mi experiencia de los fenómenos que las hormonas provocan en nosotras —Lamita tuvo que reconocer que la experiencia de su hermana en relación a este tema era enorme: por eso la había llamado—, eso es imposible. Afirmo que hay uno. Un hombre que te atrae y cuya presencia hace que aparezca humedad entre tus piernas. Quizás está casado, o es feo o hay algún otro motivo. En cualquier caso lo has borrado de tu conciencia. Pero está allí. Y por eso no te interesan los otros. —Una pausa—. ¿Qué, te trae esto algo a la memoria?

Lamita, pensativa, se retiró unos cuantos cabellos de la frente. Sí, había algo. Percibió un lugar en su mente en el que había algo como una resistencia, una mancha ciega, una barrera construida por ella misma. Si, por un momento, dejaba aparte todos los tabúes, entonces… no. Eso era imposible. Qué iban a decir de ella si…

Qué iban a decir los otros. Ahí lo tenía. Un pensamiento asombroso para alguien que se tenía por una rebelde, ¿no era cierto? Casi se encolerizó contra sí misma para inmediatamente enorgullecerse de haber descubierto el truco.

—Es verdad que hay un hombre… —comenzó, vacilante.

—¿Lo ves? —dijo Saria, satisfecha.

—Pero tampoco. No con él.

—¿Por qué no? —insistió su hermana con fruición.

—Es mucho más viejo que yo.

—Debe ser cosa de familia. Nuestro padre tampoco estaba muy fresco cuando conoció a nuestra madre.

—Y es un partidario incorregible del Emperador.

—Una garantía para conversaciones muy animadas —comentó Saria divertida—. ¿Algo más?

Lamita reflexionó.

—No —suspiró por fin—. Pero ahora sí que no sé qué tengo que hacer.

—¿No? —se divirtió su hermana—. Apuesto a que lo sabes muy bien.

Conocía aquel estado interior: una decisión incondicional de actuar y arriesgar y no dejarse impresionar por los obstáculos. Sabía también que tenía que utilizar ese estado en tanto se mantuviera.

No podía pensar en dormir. Se cambió con rapidez y luego llamó al archivo imperial. El archivero contestó tras un breve lapso.

—¿Tiene algo en contra de que vaya al archivo todavía esta noche? —preguntó.

Él sólo alzó una ceja.

—Es usted la designada por el Consejo. Puede ir y venir como guste.

—Sí —dijo Lamita nerviosa—. Sólo quería decírselo. Luego pasaré por allí.

—Ya —dijo Emparak, el archivero, y cortó la conversación.

La puerta del archivo estaba abierta cuando llegó. Lamita se quedó un momento indecisa en el bien iluminado zaguán y miró alrededor. Todo estaba vacío y abandonado, no se veía a nadie. Tampoco había luz en la gran sala de la cúpula. Lamita se acercó a la sala central de lectura y depositó sus carpetas de trabajo sobre la mesa oval a la que antaño se había sentado el propio Emperador. El eco de cada sonido resonó y fortaleció la sensación de estar sola.

Fue a uno de los pasillos radiales y extrajo un antiguo manuscrito de una repisa. Cuando regresó a la mesa, descubrió al archivero. Como siempre, estaba en la media sombra de las columnas a la entrada de la sala de lectura, esperando inmóvil.

Lamita dejó lentamente el grueso volumen sobre la mesa.

—Espero que no le moleste —dijo en el silencio.

—No —dijo Emparak.

Ella vaciló.

—¿Dónde vive usted?

Si la pregunta le había sorprendido, no lo dejó traslucir.

—Tengo una pequeña vivienda en el primer piso.

Sonaba reservado. Ella sabía que él había conocido al Emperador y que también había trabajado con él, y en las ocasiones en las que hasta entonces había tenido que ver con el archivero no se le había escapado que había mantenido una actitud hostil hacia ella y en general hacia todo aquél que había tenido que ver con la rebelión. Ella le observó. Era un hombre fornido, apenas más alto que ella, con un espeso cabello gris plateado y algo cargado de espaldas, lo que le obligaba a mantener una posición del cuerpo un poco inclinada. Pese a ello era una figura digna, imponente, que irradiaba madurez y sereno sosiego.

—Debe de producir una sensación muy peculiar el vivir aquí —dijo ella, pensativa—. Entre milenios de historia…

Se dio cuenta de que Emparak se estremeció al oír aquellas palabras y cuando le miró a los ojos vio que estaba sorprendido.

—Cuando terminó el Imperio, yo era todavía una niña, tenía apenas cinco o seis años —continuó, y por primera vez tuvo la sensación de que él la estaba escuchando de verdad—. Crecí en un mundo que se hallaba en transformación. A mí alrededor veía cómo se derrumbaban las cosas y comencé a interesarme por cómo había sido antes. Quizá ésa fue la razón por la que estudié historia. Y durante todos mis estudios soñaba con estar algún día aquí, en el archivo imperial. Excavaciones, investigaciones, trabajo de campo, todo eso no me interesaba. Allá afuera estaban las preguntas, pero aquí, de eso estaba yo convencida, estaban la respuestas. Y yo no estaba interesada en investigar, yo estaba interesada en saber. —Le miró—. Y ahora estoy aquí.

Él había dado un paso fuera de sus sombras, seguramente sin darse cuenta. La miró inquisitivamente, como si la viera por primera vez, y Lamita esperó paciente.

—¿Por qué me cuenta todo esto? —le preguntó por fin. Sonaba forzado.

Lamita se le acercó con cuidado. Respiró profunda y lentamente e intentó extraer de nuevo la osadía que la había impulsado antes.

—He venido para averiguar qué es lo que hay entre nosotros —dijo ella con suavidad.

—¿Entre… nosotros?

—Entre usted, Emparak, y yo, hay algo. Una vibración. Una conexión. Un campo eléctrico. Lo percibo y estoy segura de que usted también lo percibe. —Ella estaba justo delante de él y la tensión entre ambos creció—. Me llamó usted la atención la primera vez que le vi delante de las columnas, Emparak. No lo he admitido hasta ahora, pero su presencia desata un deseo en mi interior. Un fuerte deseo, como nunca lo había conocido. He venido para tratar de aclararlo.

Su aliento surgía ardiente y su mirada volaba de acá para allá, sobre las paredes y el suelo, y sólo se atrevía a mirarla a ella durante unos segundos.

—Le ruego que no juegue conmigo.

—No estoy jugando, Emparak.

—Es usted una… una mujer maravillosa, Lamita. Puede tener el hombre que quiera. ¿Por qué motivo tendría que entregarse a un jorobado como yo?

Lamita percibió de pronto su dolor como si fuera el propio. Era un sentimiento que parecía tener su origen en los alrededores de su corazón.

—No pienso que sea un jorobado. Veo que tiene la espalda un poco cargada, pero, ¿qué más da?

—Soy un jorobado —insistió él—. Y un hombre viejo.

—Pero un hombre.

Él no dijo nada, se mantuvo de pie dándole la espalda y mirando fijamente al suelo de mármol.

—He venido para saber lo que siente, Emparak —dijo Lamita por fin en voz baja. Quizás no había sido una buena idea—. Si lo prefiere, me volveré a ir.

Él murmuró algo que ella no entendió.

Ella alargó la mano y tocó su antebrazo.

—¿Quiere que me vaya? —preguntó, llena de tensión.

La cabeza de él se agitó.

—No. No se vaya. —Él seguía sin saber a dónde mirar, pero su mano había agarrado la de ella y la mantenía apretada y las palabras surgieron de pronto de su interior—. Soy un viejo loco… Esto es todo tan… Ya no contaba con que otra vez en mi vida… ¡Y con una mujer como usted! No tengo ni idea de lo que hacer ahora.

Lamita no tuvo más remedio que reírse.

—Apuesto a que lo sabe muy bien —dijo.

Ella se había preparado para tener que luchar contra una montaña de complejos de inferioridad acumulados durante toda una vida y había estado dispuesta a ello. Pero cuando Emparak la tomó en los brazos y la besó, todo sucedió con una tierna seguridad que la sorprendió ilimitadamente. Se deshizo en su abrazo. Era como si su cuerpo hubiera esperado desde siempre al contacto con aquel hombre.

—¿Puedo mostrarte dónde vivo? —preguntó él por fin. Horas después, le pareció a ella.

Afirmó ensoñadora.

—Sí —suspiró—. Por favor.

—Sigo sin poder creerlo —dijo Emparak en la oscuridad—. Y no sé si lo llegaré a creer nunca.

—Tranquilízate —susurró Lamita soñolienta—, yo casi tampoco me lo creo.

—¿Has tenido muchos hombres? —preguntó él, y sonó celoso de una forma casi divertida.

—No tantos como la mayoría de la gente se piensa —se rió—. Pero suficientes como para saber que me aburren pronto los hombres para los que la parte más importante de la historia comenzó con su nacimiento. —Se dio la vuelta y se recostó sobre el pecho de él—. Por suerte parece que tus experiencias en ese sentido dejan en la sombra a mis pobres habilidades. Adivino que no has vivido siempre de forma tan monacal como tu vivienda da a entender.

Emparak sonrió, ella se dio cuenta por el sonido de su voz.

—Antes mi posición era importante y eso ayudaba mucho. Yo era discreto, pero creo que todos sabían que perseguía a todas las mujeres del palacio… Luego vino la revolución y vosotros, rebeldes, me degradasteis asquerosamente, me hicisteis probar vuestro poder y experimentar que había estado del lado equivocado, del lado del perdedor. Me dejasteis a un lado porque no sabíais si quizás me ibais a necesitar algún día, pero no era más que un viejo portero. Y desde entonces me he retirado completamente.

—Ya lo he notado —murmuró Lamita. Algo en su interior le decía que la conversación se estaba moviendo hacia un terreno peligroso, pero decidió seguir, dispuesta a correr riesgos—. Creo que sigues siendo partidario del Emperador.

Ella percibió cómo él se cerraba de nuevo.

—¿Qué significaría esto para ti? —Un orgullo inquebrantable se desprendía de aquella réplica, obstinación y también miedo. No poco miedo.

—En tanto seas también mi partidario, no pasa nada —dijo ella con suavidad. Una buena respuesta. Sintió como él se relajaba. Pese a su miedo, no hubiera estado dispuesto a negarse a sí mismo, ni siquiera por ella. Eso la impresionaba.

—Yo no fui nunca un partidario del Emperador en el sentido habitual —dijo pensativo—. Las personas que le adoraban e idolatraban no le conocían, sólo conocían la idea que se hacían de él. Pero yo le conocía, cara a cara. —Guardó silencio un momento y Lamita casi pudo sentir cómo se despertaban sus recuerdos—. Su presencia era aún más abrumadora que todas las leyendas que sus clérigos podían inventarse. Era una personalidad carismática, inaprensible. A vosotros, rebeldes, os resulta demasiado fácil. No se le puede medir con medidas normales. Quizás con medidas que se usasen para un fenómeno de la naturaleza. No lo olvides, era inmortal, tenía unos cien mil años, nadie sabe lo que eso puede significar. No, no soy ningún adorador ciego, soy un científico. Intento comprender y las respuestas baratas, rápidas, prefabricadas, me desagradan profundamente.

Lamita se había incorporado y encendió la luz junto a la cama. Vio a Emparak como si lo viera por vez primera y, en cierto sentido, así era. El anciano de mirada torva y envenenada había desaparecido. El hombre que yacía junto a ella era despierto y vital y se había desvelado como el compañero más cercano a su espíritu que ella había conocido nunca.

—A mí me pasa igual —dijo, y tuvo de pronto ganas de seducirle allí mismo por segunda vez.

Sin embargo Emparak retiró la colcha, se levantó y comenzó a vestirse.

—Ven —dijo—, quiero enseñarte algo.

—El archivo es tan antiguo como el Imperio y a lo largo del tiempo ha habido más de mil cambios de los criterios de sistematización. El resultado es el complicado sistema de orden de hoy en día. Si no se lo conoce, es simplemente imposible encontrar nada. —La voz de Emparak resonaba en los bajos y oscuros pasillos laterales mientras iban descendiendo nivel a nivel hacia las misteriosas profundidades del archivo. Allá abajo sólo los pasillos principales estaban débilmente iluminados y quedaba para su fantasía definir lo que se pudiera ver en las sombras que arrojaban los armarios, vitrinas y las muchas y misteriosas piezas que allí yacían. Lamita había tomado la mano del archivero en algún momento y ya no la había soltado.

—Nivel dos —dijo Emparak después de que hubieran descendido una más de las anchas escaleras de piedra. Señaló a un pequeño y discreto letrero en el que la cifra estaba dibujada en una forma antiquísima.

—¿Es el segundo nivel empezando por abajo? —preguntó Lamita.

—No. No hay relación alguna. El archivo ha sido cambiado, transformado, ampliado y reordenado incontables veces —rió con sorna—. Debajo de nosotros existen todavía cuatrocientos niveles más. Ningún rebelde ha estado jamás tan abajo.

Anduvieron a lo largo de un ancho pasillo. Junto a un letrero que mostraba la letra L de una forma que había sido habitual en tiempos del tercer Emperador, torcieron hacia un estrecho pasillo lateral y luego siguieron caminando junto a armarios y artefactos misteriosos, aparatos y obras de arte que a Lamita le parecían interminables. Las cifras de los letreros atravesaban cien mil años de desarrollo semiótico hasta que llegaron a la cifra 967 escrita de la forma típica de hacía ochenta mil años.

Emparak abrió un gran armario que sólo tenía una puerta. Abrió aquella puerta tanto como se podía y luego encendió la luz del techo.

En el interior de la puerta del armario había una alfombra de cabellos.

Lamita se dio cuenta después de un rato que su boca estaba abierta y la cerró de nuevo.

—Así que es verdad —dijo ella—. El archivo sabe algo sobre las alfombras de cabellos.

—El archivo lo sabe todo sobre las alfombras de cabellos.

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