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Tenía Arturas los ojos enrojecidos y le temblaban las manos, pero su aspecto resumía la simple sencillez de la grandeza. Empaque de príncipe, andares de cosaco, poderío de oso, corazón de niño. Acababa de dejar a su amor en el salón de la casa, y sabía que nunca jamás volverían a encontrarse. Una niebla de pena pasó por su mirada, y aquel sol brillante y tenaz de Andalucía se ocultó por un momento entre brumas lejanas. Aquí estallaba la primavera, y allí, en su bosque de Krivilankas, aún los abedules mantendrían la desnudez gélida de los inviernos. Se despidió de Tomás, que, muy impresionado, casi se emociona con el abrazo de aquel extraño, caballeroso e inesperado invitado.
—Gracias muchas, Tomás. Usted, grande amigo.
—Gracias a usted, don Arturas. Ya sabe dónde me tiene.
Saludó a Manolo, el chófer, más tranquilo tras comprobar que don Arturas estaba perfectamente sobrio.
—Gracias por llevar aeropuerto, Manuelo. Usted amable. También amigo grande.
—Para mí es un honor llevarle, don Arturas.
Entonces se dirigió al marqués.
* * *
Vino hacia mí como un enorme grizzly con los brazos abiertos. Me apretó contra su cuerpo y mi serenidad se desplomó. Sentí un afecto hondo y sincero por aquel hombre. En ocasiones, unas pocas horas dejan más poso que toda una vida.
—Tú, Cristian, en mi corazón estarás hasta muerte mía. Tú hijo de amor de mi vida. Tú, amigo divertido de vodka. Tú generoso y liberal. Tú comprensivo con madre. Ya he convencido mi gacelita picarona para que tú volar Ubre y elegir esposa que te salga del capullo mismísimo. Ella no oponerse más. Me ha jurado. Tú cuidarla con cariño y paciencia hasta que ella se junte a mí en infinito. En infinito ella conmigo, no con tu padre. Tu padre acabar hasta huevos de mía ardillita
Tambora
seguramente. Gracias de corazón, Cristian, hijo casi mío…
No pude corresponder a sus palabras. Le abracé con fuerza, y le ayudé a acomodarse en el coche. En silencio todo nos lo decíamos. Manolo se ajustó la gorra y tomó asiento. Arrancó. La ventanilla trasera se abrió y una mano tan grande como cansada agarró el aire para dar su último adiós. Yo le respondí con el brazo, moviéndolo pausadamente, para que así guardara el último recuerdo de la Jaralera. El adiós de quien nació de la mujer de sus sueños.
El Bentley se perdió camino de Sevilla.
* * *
Tomás, el irónico Tomás, el anticlerical Tomás, el impertinente Tomás, se sentía trastornado. Aquel hombre que se había marchado, don Arturas, era en realidad un personaje de fábula. Excepto al marqués, al que quería al tiempo que despreciaba, Tomás mostraba un desafecto constante a los invitados de La Jaralera. Pero éste era diferente. Un señor como la copa del pino en el que se apoyaba el Cigala cuando Lucas le perforó el culo con granos de sal.
Llevaba años sin entrar en una iglesia. «Ahora que nadie puede sorprenderme, me voy a dejar caer por la capilla. Si Dios existe, tiene que ayudar a este pobre anciano a ser feliz.»
Sorteó el seto de boj y abrió la puerta de la capilla. Se quedó de piedra. Había más gente que en el Rocío.
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La marquesa viuda de Sotoancho estaba agotada y triste. No podía comer. No quería enfrentarse a la mirada triunfante de su hijo. Menos aún a la vergüenza de su actitud con el servicio. Tocó el timbre para reclamar la presencia de Flora, pero no obtuvo respuesta. Tampoco Virginia, ni Tomás, ni Ramona. En aquella casa nadie contestaba. Renunció a la ayuda y ella misma se abrió la cama. Se puso el camisón y se amparó bajo sus sábanas. Entonces lloró todas las lágrimas que se había tragado en ochenta y siete años. Un llanto feliz y desahogante. Y se quedó dormida.
* * *
Pepillo el jardinero y sus ayudantes, Serafín y Juan, llevaban toda la mañana recortando el seto de boj que separa al jardín de la plazuela de la capilla. La pequeña ermita de La Jaralera sólo se utiliza para los grandes acontecimientos. No obstante, aquella mañana estaba muy concurrida. Habían visto cómo entraban por su puerta a don Ignacio, a Virginia, a Ramona, a Flora, a Lucas, al Cigala, a Tomás y al marqués, aunque éste, después de un titubeo, dio un paso atrás y se perdió por la recoleta de los magnolios. Pepillo, como jefe de la sección de jardinería, dedujo que aquella aglomeración tenía que responder a una exigencia de la marquesa viuda o de su hijo. Si el servicio doméstico y el de guardesería se concentraban en la capilla, el de jardinería no podía ser menos. Así que dejaron de recortar el seto y se unieron a la devota masa. La Santa imagen de Jesucristo no daba crédito a lo que sus ojos veían.
* * *
Mamá me rehúye. No quiere enfrentarse conmigo. Es normal y así hay que aceptarlo. Tiene que resultar muy chocante, humillante más bien, que un hijo se entere de asuntos tan celosamente guardados. Su autoridad ha perdido toda su fortaleza. Lo tiene merecido por haber actuado con tanta severidad y cinismo. No voy a regodearme en sus heridas, pero tampoco a permanecer quieto. Según su propio código moral, Mamá es una fresca. Es muy raro que a las dos no hayan anunciado que la comida está servida. No me importa, porque entre la resaca, el pasmo, la emoción y la decepción se me ha olvidado el hambre. Además, he echado un poco de tripita y una comida puede ser pasada por alto.
Como siempre que me siento atribulado, busco la soledad en la Albariza de los Juncos. Ya no puede acompañarme mi viejo y querido Gus, al que añoro con locura. Pero en homenaje a su memoria, cuando inicio el paseo, paso junto al tilo que ampara su tumba y le envío caricias y gratitudes.
El sol de marzo parece hoy de junio. Ruido de chapoteo. Seguramente garzas acaloradas. Es curioso que la vida, de cuando en cuando, ofrezca al hombre la oportunidad de revivir sus mejores momentos. No son garzas. Es Marisol, que se está bañando. Igual que el día que la conocí. Pero ya no me escondo.
—¡Hola, Marisol!
—Hola, Cristian.
Toda la belleza de su desnudez ha surgido del agua. Ya en la orilla, con la mayor naturalidad del mundo, se ha cubierto con un mínimo vestido sujeto a sus hombros por dos tirantes. El cuerpo mojado se dibuja bajo la tela y sus movimientos merecen el homenaje de una cámara lenta. Otra vez me sonríe.
—Siempre me sorprendes en el mismo sitio.
—¿Te acuerdas, mi niña?
—Me acuerdo como si fuera hoy. Pero ya no soy tu niña.
—Nunca has dejado de serlo, aunque me hayas engañado con ese petimetre de Sevilla.
—Primero, que no es un petimetre; y segundo, que tú también me abandonaste por una gallinácea de importación.
—Fueron días muy difíciles para mí. Además, según me reconociste, tú me habías puesto los cuernos mucho antes.
—Te mandé el telegrama con muy mala leche. No te creas ni la mitad de lo que te dije. Claro, que alguna vez… sí te engañé.
—Me dolió mucho.
—No sé por qué. Te engañé sin engañarte, porque tú nunca te atreviste a dar el paso. Te lo hizo dar la gallinácea antes mencionada.
—No me tortures, Marisol. Ya todo ha acabado.
—¿Te ha puesto los cuernos en Colombia?
—Me temo que sí. Además me ha dicho que mi futuro está aquí, y que el suyo no tiene sitio junto al mío.
—¡Menuda zorra!
—Han pasado tantas cosas, que si te las cuento, no te las vas a creer.
—¿El tiro al Cigala?
—¿Qué es eso?
—Te enterarás tarde o temprano, o sea que… pues que mi padre, ciego de celos, le arreó dos cartuchazos de sal al Cigala en pleno culo.
—Joé!
—Y Tomás estuvo a punto de rajarle.
—¡Ostras!
—Pero parece que se ha arreglado la cosa. ¿Me acompañas a casa?
—Sólo un poco. Oye, Marisol… ¿sigues viéndote con ese compañero tuyo?
—No, Cristian. Me aburría. La verdad es que no lo comprendo, pero los hombres me aburren más que antes. Eso sí, el día que me dejaste por esa tía, estuve diez horas seguidas chingando en su apartamento.
—Si te parece, prívame de los detalles.
—Y tú con ella… también, ¿no?
—Sí, Marisol. Y muy bien. Me encantó.
—Así que ya eres todo un hombre.
—Ya estoy seguro.
—Pues si ha servido para eso, bendita sea la muy cabrona.
—Todo como ayer, Marisol. Tú y yo solos, y hablando como si nada hubiera pasado.
—No es como ayer, Cristian. Ya eres un tío, pero sigues dominado por tu madre.
—A mi madre que le den morcilla, mi niña.
—Luego te achantas.
—Que te crees tú eso, Marisol. Mi madre, un cero a la izquierda. He vencido. ¿Te lo cuento todo?
—Sí mi am… sí, Cristian. Estoy deseando saber qué ha pasado en esa casa de locos.
—¿Me sigues queriendo?
—Nunca dejé de quererte.
—Pues oye, Marisol. Hace dos días…
* * *
La siestecita, aunque en ayunas, había tranquilizado a la marquesa. Todo pertenecía al sueño, a la ficción. Arturas estaría ya camino de Madrid y su hijo sabría perdonarla. Lo que más le mortificaba era pensar en el mal ejemplo que había dado al servicio. Flora y el Cigala tenían que ser perdonados. Humillante, pero evidente. Con su hijo, lo pasaría mal unos minutos, pero al final le mentiría y volvería a dominarlo. Lo peor es que también don Ignacio la había sorprendido. Un desastre.
Iría a la capilla a reconciliarse con Dios. En la soledad de la oración, todo aparece más claro. Allí nadie la molestaría.
Ni una sombra en la casa ni en el jardín. Llegó a la capilla dispuesta a permanecer varias horas solicitando al Señor el sendero dé la luz. No pudo abrirla puerta. Una multitud se lo impedía.
—¡Soy yo! —gritó con imperativa aspereza.
La feligresía congregada le abrió paso. La marquesa no entendía nada, pero sintió que Dios le acariciaba el alma. Con muchísima gente delante, pero el alma. Un alma muy manchadita, por cierto.
* * *
Marisol lo sabe todo. No sale dé su asombro, y la comprendo, porque yo todavía no he conseguido escapar del estupor. Dos horas junto a ella me han hecho sentir de nuevo el corazón habitado por la ilusión perdida. Nos casamos. Ahora sí que va en serio, y nadie, absolutamente nadie, podrá impedirlo.
Después de besarnos sin tiempo ni prudencias, a punto hemos estado de proceder al fornicio. Pero Marisol ha sido listísima, como siempre.
—Cristian, vamos a ser antiguos. Tú y yo sólo lo haremos cuando estemos casados.
Me ha divertido la idea y nos la hemos envainado, especialmente yo. Como jugamos a antiguos, le he propuesto una travesura.
—Nos vamos a la capilla a dar gracias a Dios por haber puesto las cosas en su sitio. Nos ven entrar juntos y así empiezan a figurarse el tingladillo que se avecina.
—No entro en una iglesia desde que hice la Primera Comunión.
—Pues ya es hora, niña, que a partir de hoy tendrás que dar ejemplo. Te espero aquí. Corre a casa y vístete con menos atrevimiento, que vas a poner a los santos como motos.
Quince minutos después, Marisol y yo, cogidos de la mano, ingresábamos en el santo recinto. El espectáculo nos dejó confusos. La muchedumbre abarrotaba el local. Me recordó a una Misa en San Pedro de Roma que televisaron el pasado año con motivo de la Pascua
Florida. Excepto Su Santidad y los cardenales, todito igual.
* * *
Don Ignacio, que había sido el primero en acudir al amparo del Señor, dio por finalizada su sesión de rezos y arrepentimientos. Durante su menester orante oyó toda suerte de ruidos, de puertas que se abrían y cerraban, de pasos y susurros. La concentración devota que le embargaba le impidió volverse para informarse del curso de los acontecimientos. Cuando se incorporó del reclinatorio principal y se dio la vuelta, quedó mudo del susto, posteriormente del pasmo, y finalmente, de gozo. La Comunidad cristiana de La Jaralera se hallaba reunida en la capilla sin exclusión de nadie. Hasta Julio
el Rastrojen,
más rojo que Lenin, estaba arrodillado.
—¡Milagro! —exclamó don Ignacio-. ¡Todos hemos sido perdonados!
La multitud inició un cuchicheo y decidió por unanimidad dar por finalizada la jornada de oración. En el orden que se relaciona fueron abandonando la capilla las siguientes personas:
Todos lo hicieron muy ordenadamente, pero con la tensión propia de los momentos sorprendentes.
Y cada mochuelo marchóse a su olivo.
En la capilla, Dios se quedó tranquilísimo. Las paredes aseguran que murmuró: «¡Uff, qué descanso!».
* * *
—Mamá, tengo que hablar contigo inmediatamente.
—Más tarde, Susú, que estoy impresionada.
—Más te vas a impresionar. A propósito, Marisol, besa a tu futura madre política.
La expresión de Mamá no tiene descripción literaria. Un poema catastrófico. Pero no estaba para poner trabas. Como una ovejita descarriada y vuelta al redil, como un pajarillo humilde, como una florecilla del campo, miró a Marisol y le puso una mejilla.
Marisol tan oportuna, le rozó la mejilla con sus labios. No por asco, que Mamá es muy limpia, sino por prudencia.
A Mamá le temblaba hasta el esternón.
* * *
Flora fue perdonada y gratificada, y recuperó su rango y privilegios. No necesitó confesarse para acceder a la amnistía. Don Ignacio, si bien con el prestigio y la credibilidad en amargo trance de descenso, volvió a ser recibido en el comedor principal. La promesa a san Jhonatán de Jabugo y el posterior castigo de la marquesa dejaron de atormentar a su pecador cuerpo de epulón de gorra.