El paseo, reparador. Marzo apunta su llegada. Uno de los rododendros amarillos ha iniciado su floración y la tapia de las buganvillas se colorea. Sobre la tumba de Gus, bajo el gran tilo, han nacido decenas de violetas. Allí estaba Pepillo el jardinero plantando los tapices de damasquinas y lantanas. Al llegar a casa, lomas me esperaba con el café preparado.
—Muy pronto se ha levantado, señor marqués.
—Y tú muy tarde. Y lo de anoche no tiene perdón, le pedí ayuda y no acudiste. Mi madre se me apareció con luces y velas para decirme cosas de fantasmas.
—Son alucinaciones propias de la tristeza, señor marqués.
—Y hoy he sorprendido a Flora y a don Ignacio invadiendo los aposentos de la señora marquesa viuda. ¿Son también alucinaciones que entre con un vaso lleno de zumo y salga con el vaso vacío?
—Si usted lo desea, indagaré.
—Hazlo inmediatamente, Tomás. Para descargarme un poco la tensión, me voy a dar unos tintos a los ánsares, que están ya haciendo las maletas.
Siete han caído. Lucas los cobrará. He vuelto a casa por el camino de los álamos, que no suelo frecuentar. El sol de frente me ha impedido la clara visión del prodigio. Lo resumo en un par de líneas. El espectro de Mamá paseaba a menos de cien metros de donde yo me hallaba. Y paseaba apoyada en un bastón, en su bastón, y lo que era peor, cojeaba aparatosamente. Demasiados fantasmas para un solo día. Con el corazón palpitando he gritado: «¡Mamá!», pero el fantasma, cojeando y todo, ha escapado a toda leche.
Seguro que mañana llueve.
Me llama Marsa desde Sevilla para comunicarme que se marcha a Madrid para tomar el primer avión a Bogotá. La comprendo.
—Cuando todo se aclare, y te dejen en paz los fantasmas, y puedas llevarme a tu casa, volveré.
Nos hemos besado apasionadamente por el teléfono. Tomás con el desayuno.
—Señor marqués, todo aclarado. Flora me lo ha contado. La señora marquesa viuda, como nos temíamos, no ha muerto. Entre ella y don Ignacio, coaccionando al resto del servicio, han ideado esta añagaza para asustarle, y así obligarle a romper su compromiso matrimonial. Creo, señor, que nuestra respuesta debe ser contundente.
Ay, Mamá, Mamá. Capaz de fingir su muerte y sumirme en el mayor dolor con tal de salirse con la suya. Pero esta noche se va a llevar una buena sorpresa.
—Tomás, me voy a Sevilla. Volveré a cenar. Por la noche montaremos la espera del fantasma.
De vuelta de Sevilla, he cenado en mi habitación. A eso de las doce, la hora preferida por el espectro, me he incorporado para situarme tras la puerta de acceso a mi cuarto. De tal modo, si aparece el fantasma, yo quedaré a sus espaldas para contemplar mejor sus movimientos. Pasos. Oigo pasos quedos y suaves. Se abre la puerta. El espectro ha entrado con su corona de luces. Le ha fallado la tecnología, porque una de las bombillas está fundida y la corona queda bastante chapuza. El espectro se dirige hacia mi cama. Me estoy meando de la risa. Con su mano derecha, el fantasma sostiene la vela de siempre, ahora con un candelabro para no quemarse con la cera. Al reparar en mi cama vacía, el fantasma ha pasado por un momento de turbación.
—Con la muerte has engordado bastante. Tienes muy buen aspecto, Mamá.
El grito del espectro ha sido terrorífico, y cuando he encendido la luz ha dado un salto en vertical de lo más divertido.
—Desde que te has muerto estás más ágil que nunca, Mamá —he comentado con cierta ironía.
Entonces el fantasma se ha enfrentado a mí y ha intentado mostrarse enérgico.
—¡De acuerdo! Soy Mamá. No me he muerto, y no pienso hacerlo hasta que recuperes la cabeza.
—La tercera bombilla de la derecha la llevas apagada, Mamá. O se ha fundido o te fallan las pilas. Buenas noches, Mamá. Bienvenida a la vida. Mañana hablaremos.
Seco y cortante. El fantasma se ha marchado con el rabo entre las piernas, la color carmesí del sofoco, y sin poder articular palabra.
—Tomás, el fantasma ha sido sorprendido. Sube y acompáñame a la habitación de don Ignacio. Vamos a darle su merecido.
Tomás, que además de anticlerical se la tiene jurada al capellán, se ha manifestado feliz.
—En un segundito estoy con usted, señor marqués.
El cuarto de don Ignacio, que es el que usaba el cardenal Segura cuando venía a casa, se halla al final del corredor de las buganvillas. Don Ignacio estaba dormido cuando Tomás y yo hemos irrumpido en su habitación. Ha abierto los ojos con pavor desmedido y, tras saltar de la cama y mostrarnos un horrible «esquijama» verde con patitos estampados en amarillo, se ha puesto la bata.
—Don Ignacio, el espíritu de mi madre se me ha vuelto a aparecer, esta vez con una bombilla de la corona fundida. Hemos llegado a un acuerdo. Retraso mi boda a cambio de que usted se marche inmediatamente de esta casa.
Don Ignacio, casi de rodillas. Tomás ha intervenido, con su habitual tacto.
—Ya ha oído al señor marqués. A la puta calle, don Ignacio.
—¡No puede ser! ¡La señora marquesa jamás haría una cosa así! —ha ululado el capellán agarrándose al último clavo.
—Está decidido, don Ignacio. Mañana, antes de que se ponga el sol, abandonará esta casa.
Y ahí se ha quedado, en el rechinar de dientes.
He convocado una reunión en la cumbre a la que asistiremos exclusivamente los poseedores de la cumbre, es decir, Mamá y yo. El Orden del Día contempla dos puntos cuya solución no se puede retardar:
Análisis de la actuación del capellán de la Casa, reverendo padre don Ignacio, por si es susceptible de ser merecedor de un despido procedente. Evaluación de liquidaciones e indemnizaciones.
Hay un tercer punto que lo abarca todo y que he copiado de las actas de la sociedad alcoholera de la que soy consejero:
La reunión ha sido convocada por mí y tendrá lugar a las once en punto de la mañana de hoy. Dado que son las once menos dos minutos, hago mi ingreso en la sala de consejos de la sede social, que es el comedor. Mi madre asiste desde Sevilla, y yo, desde Cádiz.
Tensión máxima. He abierto la reunión con unas cariñosas palabras congratulándome de la permanencia sobre la Tierra de Mamá. Después de agradecerme, sin excesivo cariño, mi discurso de bienvenida, Mamá ha tomado la palabra.
—Creo que esta reunión no debe celebrarse. He reconocido que he obrado incorrectamente simulando mi óbito, pero no encontré forma mejor de impedir tu decidida marcha hacia el precipicio. Mantengo mi oposición a tu boda, ya sea con la hija del guarda o con la colombiana divorciada, y me atrevo a anunciarte que, en caso de que persistas en tu actitud, abandonaré esta casa para siempre.
Mi respuesta no se ha hecho esperar, y así consta en el acta de la reunión:
—Respeto tus dudas y agradezco tus desvelos. Pero de aquí, no paso. La simulación de tu muerte ha constituido para mí un gran dolor y una posterior decepción. Tengo sesenta y dos años y quiero vivir, tener un heredero y ser feliz. Por ello, y aun rompiéndome el alma con lo que voy a decirte, tomo nota de tu amenaza de mudanza y la acepto. Me casaré con quien quiera, cuando quiera y como quiera. Pasemos al segundo punto del Orden del Día.
—No consiento que esto quede así zanjado. "Vives inmerso en el pecado y no te pareces nada a quien yo creía un hijo ejemplar. Y el segundo punto es innegociable. Si tú no quieres a don Ignacio en casa, yo sí.
Intervine:
—En ese caso, me privarás de su presencia en la vida común. A partir de ahora, desayunará, almorzará y comerá en la zona menestral. Respecto a mi boda, ésta se celebrará, a lo más tardar, en el mes de julio.
Mamá se ha levantado digna y afligida. Su última frase ha intentado ablandar mis sentimientos.
—Contrataré la mudanza para esa fecha. No tengo que recordarte que además de mi fortuna y bienes personales, tendrás que pasarme una buena cantidad de dinero todos los meses, y que, a primer cálculo, no estimo inferior a los veinte millones de pesetas.
—Tendrás veinticinco millones al mes y todo pagado, Mamá. Se levanta la reunión.
Libre como un mirlo he salido al jardín. A lo lejos, un puntito azul que al acercarse me ha resultado familiar: Marisol.
—Hola, crápula —me ha saludado.
—Hola, zorrilla —le he respondido para recordarle que no he olvidado sus relaciones fuertes con su compañero de carrera.
En otros tiempos, Marisol se habría reído con la broma. Pero esta casa está desquiciada, y me ha arreado una bofetada de las que hacen temblar a una secuoya.
—¡Bingo! —ha gritado Tomás, que lo ha visto todo.
Y a mí, como siempre, me ha fallado la reacción. Pero ¡qué guapa estaba mientras me daba la leche!
Esta casa de zumbados precisa de un alma generosa. Es la mía. He perdonado a don Ignacio, que se ha consumido de gratitudes como si fuera un azucarillo, y a Mamá, en la lejanía, la he dejado en su sitio.
Tiempo habrá para adoptar posturas. A toro pasado, lo del fantasma me hace hasta gracia, aunque ha conseguido su propósito de entorpecer y retrasar mi boda con Marsa.
Las cuentas de La Jaralera han salido estupendas. Esta tierra mía regala más de lo que a primera vista parece ofrecer. Tan es así, que me estoy pensando muy seriamente, si los Reyes siguen sin visitarnos y la Junta de Andalucía sin favorecernos, que no sería descabellado iniciar un proceso de autodeterminación de La Jaralera similar al de los vascos nacionalistas. Sin violencia, claro. Ganaríamos mucho, sobre todo en lo concerniente a impuestos y educación.
Los niños de La Jaralera, que se arman unos líos tremendos con la Historia de España, no estarían obligados a perder el tiempo con esa asignatura. Estudiarían la Historia de La Jaralera, infinitamente más sencilla. Y en Geografía, no digamos. En lugar de los ríos de España, o los montes de España, sólo los ríos y montes de casa. Nada de Miño, Duero, Tajo, Guadiana, Guadalquivir, Ebro, Júcar y Segura, con sus afluentes y demás vainas. Con saberse el Guadalmecín, que es nuestro único río, sobresaliente. Y respecto a los montes, casi lo mismo. Tenemos el Cerrillo de doña Eulalia, la Quebrada del Bandolero y una roca en La Manchona que el abuelo bautizó como el Pulpito de los Venados. Tirado de aprender.
Se lo he contado a Tomás, y está entusiasmado. Si me animo, un día de éstos me largo a Bilbao para hablar con ese Arzallus que está siempre de mal humor para que me cuente cómo se mueve ese tipo de tingladillo. Lo del mal humor no me preocupa, porque estoy acostumbrado a Mamá que, más o menos, tiene los mismos prontos que Arzallus, aunque éste no se vista por las noches de fantasma para asustar a sus hijos, que tampoco pongo la mano en el mego.
La bandera de La Jaralera será la nuestra de siempre. Verde oscura con siete estrellas doradas o amarillas. Las siete estrellas tienen un significado que Papá me explicó cien veces pero que nunca conseguí asimilar. Si mal no recuerdo, representan a siete visires árabes que uno de mis antepasados apresó a orillas del Guadalmecín. Estarían de picnic, llegaría el tatarabuelo de mi tatarabuelo, les diría que estaban en una propiedad particular y los mandaría apresar. De ahí las siete estrellas. Lo del fondo verde viene de mi apellido Valeria del Guadalén, pero también ignoro sus intríngulis.
Pero antes de realizar ese proyecto, necesito descansar. Un tiempo de sosiego y tranquilidad me vendrán de perlas. Un viaje por el centro de Europa me atrae, y con Tomás no me aflige. Viena, Varsovia, Praga, Budapest… Bien por mi idea. A la vuelta, tendré a todos a mi merced y podré dedicar mis esfuerzos al proyecto de la autodeterminación, que según creo, hay que llamarlo soberanista para que se lo tomen en serio en Madrid.
Nube y manta. Ante mí, toda la maravilla de mi territorio. Ha estallado la primavera y me siento, no como un visir de los que apresó mi antepasado, sino como un sultán rejuvenecido y ardiente.
—Señor marqués, le llama un individuo con nombre y apellidos lituanos. Me dice que es importantísimo para usted atender a su llamada.
—¿Cómo sabes que el nombre y el apellido son lituanos?
—No tengo la menor duda. Un tal Arturas Markulonis no puede ser otra cosa que lituano.
—Me pongo.
Siempre que inicio una conversación con un extranjero, tartamudeo a propósito. Los ingleses lo hacen muy bien, y humillan al interlocutor. Sirve además para dejarle hablar, y deducir su dominio del idioma. Lo cierto es que don Arturas habla un castellano raro y aceptable, y sólo en las «erres» se le resbala la lengua. Me ha contado muchas cosas, y su conversación me ha parecido más que agradable, pero a los quince minutos de charla he creído conveniente recordarle que el teléfono está para dar recados, no para ampliar su círculo de amistades. Entonces ha variado el tono de su voz, y me ha soltado una frase de aúpa.
—Es mucho importante que hablo con usted, porque de muy seguro interesará noticia madre suyo de joven.
Ante una frase tan clara y contundente, no he tenido más remedio que concertar una cita con el señor Markulonis. Nos veremos esta tarde en Sevilla, a las ocho en punto, en el bar del Colón.
—Tomás, necesito un sabio que me traduzca la última parrafada de don Alturas. Ha dicho textualmente: «Es mucho importante que hablo con usted, porque de muy seguro interesará noticia madre suyo de joven».
—Aquí tiene al sabio. La traducción literal es la siguiente: «Es muy importante que hable con usted porque seguramente le interesará saber algo que le pasó a su madre cuando era joven».
—La verdad es que me interesa. Pero no alcanzo a comprender qué pinta en la juventud de mi madre un lituano que se llama Arturas. ¿Hay algo más ridículo que llamarse Alturas, Tomás?
—Sí, señor marqués. Que con más de sesenta años le llamen a uno «Susú».
—Basta de charla, Tomás. Que Manolo prepare el coche. Antes de reunirme con el tal Arturas voy a agenciarme una barrerita para el Domingo de Resurrección, que torea Curro.
—Nada le agradecería más que me consiguiera un humilde tendido alto de sol para el mismo acontecimiento, señor marqués.