—Ya es tarde, señor marqués.
Tardísimo. Ahí está Tomás, con el rostro congestionado y un hacha del tamaño de las patillas de Curro Jiménez presta al ataque.
—Alto, Tomás. Antes me matas a mí.
Me ha salido la sangre de los Sotoancho, bizarros guerreros de antaño. Mi actitud ha calmado la criminal acometida de Tomás.
—Señor marqués, que no respondo.
Entonces Lucas ha hablado.
—Tomás, si te pones así, quédate con Flora.
Tomás se ha parado, ha dudado, dejado caer el arma asesina en el suelo, y como un niño, se ha puesto a llorar, compulsivamente.
—Lucas, sigue a lo tuyo.
He ayudado a Tomás a incorporarse y lo he llevado hasta el coche.
—Tomás, estás de los nervios.
—Es el amor, señor marqués.
—Insiste, Tomás. Todas las mujeres terminan por ablandarse ante el amor sincero.
—La quiero como un gorrión a su gorriona, señor marqués.
—Una cursilería más, y te despido, Tomás.
—Gracias por lo que ha hecho, señor.
Y un jipido. Y otro jipido. Y ya en casa, un tercer jipido. Esta casa se está pareciendo cada día más a
Falcon Crest.
Mi madre y yo no nos hablamos. Tomás está enamorado de Flora, Flora de Lucas, Lucas de Ramona y Ramona, al enterarse, ha dicho que a ella sólo le ha tocado su difunto marido, y que no tiene intención de probar a un segundo. Marisol y yo estamos comprometidos, pero Mamá lo ignora. Tío Juan José ha tenido un hijo y he aceptado ser el padrino, para que mi madre sufra un patatús. Necesito unos días de descanso, y he decidido darme una vueltecita por El Puerto de Santa María, que me gusta a rabiar.
Aunque soy mayor que ellos, he llamado a Tomás e Ignacio Osborne, que llevan ahora las riendas de la Bodega. Y a Luis Caballero, de la competencia, también amigo mío, y a Tomás Terry, que se portó fenomenal con Mamá hace años, durante una feria, poniendo a su disposición un coche de caballos, y qué caballos.
Los cuatro vienen a La Jaralera a tirar a los patos y a las gallaretas. El que más gallaretas ha tumbado en casa en los últimos años ha sido José Ignacio Benjumea, pero Mamá le cogió manía porque lo quería casar con mi prima Verónica Hendings, y sin avisar ni nada se casó con una Álvarez de Toledo, de Madrid, o de Ávila, que no se sabe bien de dónde es. El preferido de Mamá es Tomás Osborne, porque siempre le manda unas flores preciosas. Todavía no he dicho que a Mamá le encantan las flores.
He paseado por Vistahermosa. La playa de Fuentebravía ha amanecido rompiente y atlántica. A las once de la mañana, que más o menos es mi amanecer, estaba rompiente y atlántica, que es lo fundamental. Me he acordado de mis tiempos de niño, y con mucho cuidado, he llegado hasta la orilla con los pantalones remangados, luciendo la pantorrilla. Por fortuna no llevaba «sardinas frescués» para vender, pero le he comprado a un mariscador unos cuantos cangrejos. Después, como no sabía qué hacer con semejante compañía, los he devuelto al mar. Así aprenden, se llevan un susto y no vuelven a ponerse a tiro del mariscador.
Me ha preocupado el color de las pantorrillas. Demasiado blancas y sin vida. Llevo años y años sin someterlas al contacto del aire, y las pobres se resienten. Cuando era niño, Mamá decía lo contrario.
—Susú, que no te dé el sol en las pantorrillas que va a parecer que eres de Tetuán.
A Mamá le encantan las flores, pero no le gusta la gente de Tetuán.
A las dos de la tarde, me han recogido los Osborne en el Monasterio. Hemos comido en el Golf. Estaban felices porque nadie me reconocía. Llevaba años sin venir por El Puerto y debo de haber envejecido de lo lindo. Si mi aspecto general se parece al de mis pantorrillas, voy de cráneo. Pero algo me ha dolido. Les notaba a Tomás e Ignacio una cierta inquietud por estar conmigo, como algo de vergüenza, acaso un celemín de alipori. Me han recogido a las dos, y a las tres en punto me han dejado en el hotel. Almuerzo demasiado rápido. Ninguno me ha preguntado por Mamá, lo que da a entender que no la quieren en absoluto. En eso empiezan a coincidir conmigo.
Lo peor, cuando al salir de Vistahermosa, un coche nos ha impedido salir a la carretera general. El coche era de la Policía. Se han acercado a nosotros, y tras identificarse, han procedido a cumplir con su obligación.
—Estamos buscando a un niño que se ha escapado de su casa. Su madre está muy angustiada y ha puesto la denuncia. ¿Conocen ustedes a Cristian Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules? Según su madre, el niño es tontito y puede hacer cualquier tontería.
Después de negar el conocimiento, nos han dejado pasar.
Pero esto no se puede tolerar. Mamá se dedica a decir por ahí que soy tontito y que me escapo. Vuelvo al principio. Si mi casa se ha convertido en una telenovela, Mamá no llega al turrón. Por éstas, que no llega al turrón.
La cita, a las ocho en punto de la tarde en El Acebuchal. El motivo, la aplicación de las aguas bautismales sobre la cabecita del hijo de tío Juan José Henestrillas y Paquita
la Atunera
que me he enterado que se apellida Zubimendi. La gente del mar es así de rara. Paquita, que es de Barbate, como Paquirri, y que tiene la color morena y la Arabia en los ojos, y que al andar mueve el culo con cadencia de soleá, y que al tío Juan José llama «mi zementá», y que tiene unas cejas negras que parecen patillas horizontales de bandolero, se apellida Zubimendi. Para más información, Zubimendi Carrasco, que el segundo le pega más. Bueno, pues eso. A las ocho de la tarde a bautizar al niño.
Mamá se ha negado a venir. Muchísimo mejor. Ya, ni nos dirigimos la mirada. Que se quede con su cura. Tío Juan José, que no es tonto, ha invitado a Marisol. Para no dar que hablar, irá por su lado.
—Tomás, el traje gris oscuro cruzado con rayas blancas.
—¿El de gángster, señor marqués?
—El mismo; y una camisa hueso, medias negras, corbata negra con topitos blancos y los zapatos ingleses del año setenta y ocho.
—Ahora mismo le preparo todo, señor marqués. ¿Se va a duchar o a bañar?
—Baño con patito de goma, espuma de pompitas y rancheras mexicanas. Si no tienes inconveniente, cantaré
Yo tenía un chorro de voz, Anillos de compromiso y Pancho López.
—Si me lo permite, señor, permaneceré ausente y alejado durante la interpretación.
—Estás en tu derecho, Tomás, aunque te lo pierdas.
Pancho López
me ha salido muy bien. En el baño, la voz mejora. Cuando ha llegado el estribillo de «Panchoo, Pancho López, chiquito pero matón», he estado a punto de interrumpir la entonación para aplaudirme. Ya en calzoncillos he avisado a Tomás.
—Tomás, siento que te hayas perdido el
Pancho López.
Me ha salido como nunca.
—Yo no lo siento tanto, señor. Su madre le ha comentado a Flora que es usted un mal hijo.
—Ni un comentario, Tomás. ¡Viva la libertad!
—¡Viva! —ha coreado Tomás apasionadamente.
En El Acebuchal a la hora. Marisol guapísima, quizá demasiado descocada. Un hombro desnudo, y tío Juan José que no le retira su ojo bueno. Con el ojo izquierdo, tío Juan José no distingue a una ballena de una coliflor, pero con el derecho, fija y atraviesa.
—Estás guapísimo, Cristian.
—Y tú, Marisol, pero el viejo no te quita ojo.
—¡No seas celoso, que mi hombro es para ti!
Me ha hecho ilusión. Nunca me habían dicho que un hombro tan bonito era para mí.
Tío Juan José y Paquita encantadores. Mi comadre es la Pulpona, bastante basta. De lejos se soporta, pero en la cercanía huele a filete de pez espada empanado. Unos cuarenta invitados, todos, menos Marisol y yo de la parte de tía Paquita. El sacerdote, muy amable y moderno, de los que odia Mamá. Al niño se le han puesto los nombres de Juan José —por su padre-, Cristian —por mí-, Ángel —por su abuelo materno— y Bartolomé. Lo de Bartolomé tiene que ser por alguna devoción. Cumplido el trámite, unas copitas y una cena. Brindis y bailes. Arranques de palmas. El hermano de tía Paquita, Pepe
el Acedías,
nos ha anunciado a todos, en un momento dado, que se «iba a orina». Todo muy normal.
De vuelta, Marisol me ha acompañado.
—¿Cuándo le vas a hablar a tu madre?
—Muy pronto, mi vida. Creo que el momento ha llegado.
—Pues se puede morir de un soponcio.
—Por eso.
—Toma, para ti.
Y no me ha dado un hombro, sino los dos, y después se ha bajado el vestido, y no sigo, porque es mi novia, y la futura madre de mis hijos. Pero ay, ay, ay, qué cosas, y qué alegría, y qué quemazones.
—¿Bien el bautizo, señor marqués?
—Estupendo. Ya es hijo de la Iglesia Juan José Cristian Ángel Bartolomé Henestrillas y Zubimendi.
—Me alegro mucho, señor.
—¿Mi madre, Tomás?
—No ha cenado.
—¡Viva la libertad, Tomás!
—¡Viva, señor marqués!
El toro por los cuernos. Si espero más, se muere el toro. Más vale ponerse una vez colorado que cien amarillo, o al revés, que a mí los refranes se me dan muy mal. Mamá en el salón, con don Ignacio. Flora presente. Directo al grano.
—Mamá, interrumpo nuestra incomunicación porque creo que debo informarte de mi decisión. Me caso. No busco tu autorización porque ya soy mayorcito. La futura marquesa de Sotoancho, de soltera María de la Soledad Montejo Frechilla, ya ha aceptado mi ofrecimiento. La boda, para el mes de enero. No se puede perder el tiempo.
Mi madre ha mirado a don Ignacio con expresión de estupor. Al fin, ha conseguido hablar, después de dos intentos fallidos.
—Espero que, al menos, me la presentes. Tengo que pedir su mano a sus padres.
—No hace falta, Mamá. Su mano está concedida, y lo que no es su mano, también. Por otra parte, no es precisa la presentación. La conoces de sobra. María de la Soledad Montejo Frechilla es Marisol, la hija de Lucas, nuestro guarda.
—¡No consiento esa boda! ¡La marquesa de Sotoancho no puede ser una Montejo Frechilla! Rompo inmediatamente mis relaciones contigo y me ausento de mis obligaciones de madre. A esa chica, según tengo entendido, le dicen en la Universidad de Sevilla la Interpol.
—Sí, Mamá, por su sagacidad y viveza.
—No, Cristian. Le dicen la Interpol porque tiene en sus pechos todas las huellas dactilares de los hombres de esta zona.
—Eso es una calumnia, Mamá.
—Eso va a Misa.
—Pues me caso con la Interpol.
—Tendrá que ser sobre mi cadáver.
—Sobre tu cadáver.
—¡Que no, no y no!
—¡Que sí, sí y sí!
Y ahí la he dejado. Con la boca abierta, el carmesí en las sienes, los ojos de hiena y a un milímetro del soponcio.
Ya en mi cuarto, he llamado a Tomás.
—Tomás, he anunciado a mi madre mi compromiso de matrimonio con la señorita Marisol Montejo, tu futura señora marquesa. La reacción ha sido horrorosa. Y me ha dicho que en la Universidad de Sevilla le han puesto el mote de la Interpol, por la cantidad de huellas dactilares que tiene archivadas en sus pechos. No obstante, mi decisión es firme.
—Me alegro, señor marqués. Lo de la Interpol es una añagaza. La señora marquesa viuda se refiere a una vieja amiga suya, que así era conocida en San Sebastián, y ha aprovechado que el Guadalete pasa por el Puerto para turbar su ánimo. Bien hecho, señor.
No he acudido al comedor. Una tortillita francesa y basta. Desde el despacho he comunicado con Marisol.
—Ya está, mi vida. Se lo he dicho a mi madre.
—¿Cómo ha reaccionado, Cristian?
—Como una oveja sobre una moqueta verde. Primero con estupor, y después con indignación incontenida.
—Eres un hombre, Cristian.
—A propósito, Marisol. ¿A ti te llaman en Sevilla la Interpol?
—Es la primera noticia que tengo.
—Te quiero.
—Te adoro.
—Te deseo.
—Si quieres, voy.
—Pues ven.
—Pues voy.
—¡Mi alondrita!
—¡Mi cuco!
—¡Mi garcilla!
—¡Mi alcaraván!
—Pensándolo mejor, es preferible que no vengas, mi sirena.
—Lo que tú ordenes, Neptunillo.
—Un beso, mi vida.
—Otro para ti, mi Lecquio.
Tomás, a punto de estallar del alipori.
—Señor marqués, le ruego que no diga tantas bobadas en mi presencia; su amor con Marisol me da un poco de asquito.
—Eres un envidioso, Tomás. Pásate por el salón y me informas. Debe de estar ardiendo Troya.
Tomás me ha dejado. A los diez minutos ha vuelto.
—¡Se van a Roma, señor marqués!
—¿Quiénes, Tomás?
—Su madre, don Ignacio y Flora. Van a ver al Papa, para que prohiba su boda.
—¿Cuándo se van?
—Mañana al mediodía.
—Tranquilo, Tomás. Su Santidad no va a poner obstáculos a mi amor. ¿De verdad se van a Roma?
—Como que falleció Diana de Gales en París. A Roma, señor marqués.
Pues tengo que reconocer que mi madre, una vez más, me ha desconcertado. Que Dios me ampare.
Estaba saboreando un cafelito cuando Tomás ha irrumpido en el cuarto de los libros.
—Noticias frescas de Roma, señor marqués. Acabo de hablar con Flora. Ante todo, un dato del máximo interés: Su Santidad el Papa no ha recibido a la señora marquesa. Los de la Guardia Suiza le han dicho que para ver al Papa hay que pedir audiencia.
—Tomás, cuéntame todo y con regodeo en los detalles. Siéntate, ponte cómodo, sírvete una copita, lo que te apetezca.
—Muchas gracias, pero no es necesario. Quiero permanecer sobrio. Lo que sí le acepto es la invitación a sentarme, señor marqués.
—Descansa tus sufridas nalgas y empieza a hablar, que se me va a salir el corazón por las orejas.
—Pues vamos con las novedades. El viaje, bien. El hotel de Roma, estupendo. A Flora le ha encantado. La señora marquesa ha tocado diana a las siete en punto y a las ocho y media han salido hacia la Ciudad del Vaticano, en un taxi alquilado para toda la mañana. El taxista se llamaba Girolamo, para más señas. A las nueve han intentado entrar en las dependencias privadas de Su Santidad, pero se lo han impedido amablemente dos miembros de la Guardia Suiza. Ante la imposibilidad de acceder a las habitaciones del Papa, la señora marquesa ha exigido la presencia de un obispo o un cardenal. Don Ignacio, sin decir ni pío, bastante cortado. Ni cardenal ni obispo. A las diez horas cuarenta y tres minutos, la señora ha increpado a los suizos y les ha dicho que su uniforme es de mariquitas. Los suizos, con sus lanzas, no le han hecho ni puñetero caso. A las once y diez, un sacerdote se ha interesado por la causa. Creo que las palabras de su madre han sido, más o menos, las que a renglón seguido le refiero.