—Para mí, Belén, que Goya pintaba a lo loco.
A mi madre, que estará durmiendo ignorante del lío que se avecina, la pintura no termina de convencerla. Pero volvamos al Regoyos. En un estado normal, de sobriedad y sosiego, el cuadro se interpreta fácilmente. Un pedazo de playa, una barca varada y alguna olita espumosa. Pero con diez copas encima, la playa desaparece, la barca navega y las olas ahogan. En esa situación me encuentro, sin playa, zozobrando y a punto de desaparecer entre el oleaje, cuando ha irrumpido Tomás.
—Señor marqués. Buenos días. El invitado sigue durmiendo la mona. Le traigo el desayuno.
Una sucesión de arcadas. Nada me entra y todo me sale. Me creía en plena noche, y resulta que ha nacido el día.
—Tomás…
—¿Señor?
—Me parece que me he hecho el pipí encuna.
—Es muy natural, señor. Ayer bebió más de la cuenta.
—Confío en tu discreción.
—Nadie sabrá que se ha hecho el pipí encima.
—Odio ese cuadro, Tomás.
—Si quiere, me lo llevo a mi cuarto.
—Sí, por favor. Me marea. No quiero desayunar. Voy a intentar dormir una horita más. Un pijama séquito, Tomás. Ayúdame, por favor.
—Me da muchísimo reparo, señor marqués.
Simultáneamente, Virginia entraba con la bandeja del desayuno en el cuarto de la marquesa. Ahí estaba, en la cama, apoyada en su mejor cuadrante, con los ojos abiertos como platos.
—Señora marquesa, el desayuno.
—Llévatelo, puñetera.
Virginia escapó a todo correr sin dar crédito a lo que había oído.
* * *
Marisol tomaba el café con Ramona cuando llegó Virginia a la cocina. Lloraba desconsoladamente. Flora se unió al grupo.
—¡No puede ser, no puede ser!
—¿Qué ha pasado, Virginia? ¿Por qué lloras?
Virginia intentó hablar, pero no pudo. Marisol se acercó a ella. Virginia experimentaba un temblor general creciente.
—Calma, Virginia, no pasa nada. ¿Qué ha ocurrido?
Flora la tranquilizaba.
—Por las mañanas está horrorosa, pero no tanto como para que te pongas así. Explícate, criatura.
Ramona, más pragmática y eficaz, dio un ultimátum.
—O te calmas sola, o te calmo yo a golpes.
Virginia abrió los ojos, susurró algo, y se dejó vencer por el soponcio.
* * *
Arturas Markulonis se despertó como todo buen ciudadano del Este de Europa. Fresco como una lechuga. Esa circunstancia le ayudó a llegar a una conclusión azarosa. No había dormido en el hotel. Aquella habitación que le amparaba era infinitamente más lujosa que la que tenía asignada en su hotel de Sevilla. La segunda conclusión vino de inmediato. Si no se hallaba en su cuarto, es que estaba en otra parte, y en esa otra parte, no tenía ropa limpia, ni cepillo de dientes, ni peine, ni su frasco de loción para mantener fuerte aquella blanca melena que tanto gustaba a las mujeres. Se tranquilizó cuando dedujo, por el buen gusto y lujo reinantes en aquel habitáculo, que no estaba de nuevo en un campo de concentración de Stalin. Entonces recordó la noche anterior. Y se puso de los nervios. Se hallaba, ni más ni menos, que en casa de los Sotoancho. Se hallaba, ni más ni menos, que bajo el mismo techo que su amada Cristina. Se hallaba, ni más ni menos, que a dos pasos de su mejor memoria, su más dulce recuerdo, su juventud vencida. Quiso salir, huir de su ilusión y echar a correr por el pasillo en pijama. Lo malo, y ahí la tercera conclusión, es que no llevaba puesto pijama alguno. Estaba en porretas. Y un lituano bien educado jamás ha recorrido en porretas las casas ajenas.
Muy tímido, muy arrugadito, muy suyo, Arturas Markulonis se sentó en la cama, apoyó su espalda en la almohada, y se dispuso a esperar acontecimientos.
* * *
Virginia se había calmado. Relató su experiencia y nadie la creyó. Flora casi supera la más alta cota de la incredulidad. ¿Cómo iba la señora marquesa viuda a soltar semejante grosería? Claro, que Flora ignoraba que su señora marquesa, en su primera juventud, enseñaba tacos a los lituanos y movía el culo como la ardillita
Tambora.
—Tranquilo, padre. Nadie te ha denunciado —le anunció Marisol a Lucas.
—¿Y me está esperando el Cigala? —preguntó el guarda a su hija con más miedo que vergüenza.
—No, padre. En esa casa están sucediendo cosas rarísimas. Lo tuyo con el Cigala ha perdido todo su interés.
—Que Dios te pague esta información, niña.
—Y que a usted le perdone.
* * *
Solicitado el permiso, Tomás entró en la habitación de invitados.
—Señor Markulonis. Ayer le deposité aquí. Me llamo Tomás y soy el ayuda de cámara del señor marqués. Durante su estancia en La Jaralera podrá disponer de mis servicios a su antojo.
—Gracias. Yo en pelotos. Yo no cepillo de dientes. Yo no peine. Yo no ropa limpia. Yo pedir a Tomás arreglarme esta vaina.
—Su ropa interior está siendo planchada ahora mismo. Su traje está ya cepillado y dispuesto y sus zapatos limpios. El cepillo de dientes, el peine, la colonia y lo que usted desee, se lo traigo al momento.
—Gracias, Tomás. Usted mayordomo imperial. Usted teta.
—En dos minutos lo tendrá todo. Encantado de servirle y conocerle, don Arturas.
* * *
La marquesa se había vestido con antiguo antojo, con gusto ilusionado. Le temblaba el papo como a un pavo juguetón, y luchaba contra sus impulsos. Quería salir, pero lo temía. Ansiaba ir a Sevilla y toparse con Arturas, pero al tiempo le aterrorizaba el encuentro. La marquesa, que jamás había llorado en público, y sólo en privado cuando recordaba lo mala que era con Sissi su suegra, no pudo impedir que una lágrima paseara por su rostro de pájaro. Llorada la lágrima, no resistió la tensión creciente y soltó un grito selvático, de desahogo.
* * *
La Jaralera, entretanto, era un milagro. En La Manchona, las encinas habían perdido el ocre postizo de la primavera, y los álamos del Sotillo de las Garzas, revivían de verde joven formando una barrera contra el sol que amparaba a la umbría. Tres parejas de oropéndolas se disputaban sus ramas, y los pitoreales se adueñaban de sus troncos. La Dehesa se ofrecía inventada por un genio enloquecido por los colores. Malvas, violetas, amarillos, blancos y verdes tiernos se mordían entre sí para imperar en la llanura.
El agua del lago parecía pintada de azul cobalto. Más incolora y turbia bajaba la corriente del Guadalmecín, que iniciaba su temporada de lentitud y pereza. Las orillas de la Albariza de los Juncos recobraron la vida intensa y zumbona de los insectos. Quedaron unas pocas parejas de ánsares, que sumadas a las que, año tras año, elegían esta tierra renunciando a su cuna del norte de Europa, completaban una presencia nutrida y permanente de desertores del frío.
Iniciaban los venados sus vergüenzas del desmoche. En la casa, la explosión creciente de las buganvillas, que el último invierno, Pepillo el jardinero cubrió con cariño las noches de las heladas. Se sabe que las rojas y las moradas resisten, pero las naranjas, blancas y amarillas sufren demasiado con las bajas temperaturas. Nuevas lantanas y damasquinas en tapices tupidos, que en verano se harán compactos, y los rododendros, esplendorosos. Allí las camelias fuertes y blancas, y en los magnolios asomaban ya los primeros capullos.
Lucas descubrió, en el remanso que se forma bajo el Puente de los Plumbagos, a una pareja de malvasías. En unos años, si la fortuna no lo remedia, quizá no quede ni un solo ejemplar de pato malvasía en su último refugio de la Baja Andalucía. Al contrario, los azulones, las cercetas, los porrones, los colorados, los tarros y hasta los zampullines se multiplican sin cautelas. En los atardecielos, las gallaretas se adueñan del aire, y días atrás, también observados por Lucas, dos cisnes negros, arrogantes, antipáticos y bellísimos se posaron sobre las aguas del Guadalmecín interrumpiendo el guirigay de los patos y las garzas.
La Jaralera era un milagro.
* * *
Me desperté sobresaltado. Eran más de las once de la mañana. Boca seca, acidez, dolor de cabeza y todo lo que es admitido por la resaca. Tomás hizo su entrada.
—Buenos días de nuevo, señor. Su invitado, don Alturas Markulonis está vestido. Me pide permiso para verle.
—Ahora no, Tomás. Que no salga de su cuarto hasta que yo vaya a su encuentro. Me doy un baño rápido y estoy con él. ¿Se ha levantado ya la señora marquesa?
—Parece que sí, según Flora y Virginia. Pero no sale de su habitación. Señor marqués, hoy parece que nadie quiere salir de su cuarto. Don Ignacio, el capellán, no se ha podido vestir por la debilidad.
—Pues que se quede en la cama. Lo importante, lo fundamental, es que don Alturas no se mueva hasta que yo me vista y que la señora marquesa no se encuentre con don Arturas.
—Así se hará, señor.
* * *
El cura sin levantarse, Lucas en la cama, el Cigala postrado curando sus escozores, Arturas prisionero en su cuarto, la marquesa cancelada en el suyo… Sólo Sotoancho se sentía libre y soberano. Se metió en el baño, controló el chorlito de agua caliente y se puso a cantar
Noble espada triunfadora
. Un irresponsable.
* * *
A pesar de la borrachera, Arturas había guardado el paquete para la marquesa. Un precioso huevo de Pascua de Vermeill, imitando a los que Fabergé regalaba al Zar en cada primavera. Abierta la tapa, una inscripción delatora: «A mi amor de su Arturas». Lo estaba leyendo cuando se abrió la puerta y apareció el marqués.
* * *
Al entrar en el cuarto de mi amigo Arturas, éste pegó un salto y ocultó un objeto en el bolsillo derecho de su pantalón.
—Te he visto, pájaro —le dije con campechanía.
—Regalo para madre tuya. Yo envolver de nuevo.
—Pero antes me lo enseñas.
—Antes me cortas huevas.
—No seas tonto. Más tarde o más temprano Mamá me lo mostrará.
—Nunca. Sólo para madre tuya. Es nuestro secreto.
—Lo que tú quieras, Arturas. Ya que te has vestido, acompáñame al salón. Mi madre no sabe que estás aquí.
No tengo capacidad para describirles el nerviosismo del pobre lituano. Un soponcio de Rocío Jurado es la imagen viva del sosiego comparada con la actitud de Arturas. Todo, menos que se muera de un infarto.
—Arturas, si lo deseas, esperamos un poco.
—¡No! ¡Ya decidido! ¡Saludar a ella! Pero antes, tú permitirme que yo haga paquete regalo con puta cuidado.
—Hablas como un carretero, Arturas.
—Madre tuya enseñarme palabrotas.
Sigo con la boca abierta.
* * *
Flora lloraba en la cocina. Se sentía humillada por la situación. Quería recuperar su puesto, su cargo de privilegio dentro del servicio. Tomás no le dirigía la palabra, Lucas se había convertido en un asesino frustrado por su culpa y su Pepe
el Cigala,
convaleciente de su culo a la sal, le acababa de dar un mazazo descomunal, casi la puntilla.
—Florilla, me voy a alistar en el Tercio. En siete años, cabo primero. Todo, menos seguir aquí, que esta casa tiene más peligro que un apache cabreado.
* * *
Don Ignacio no tenía fuerzas para moverse. Acostumbrado a una alimentación abundante y generosa en féculas y azúcares, se sentía débil y desamparado. Intentó hacer un esfuerzo y encomendarse a san Jhonatán de Jabugo, pero le dio mucha pereza y se dejó llevar por la modorra. Cuando a punto estaba de perder el sentido, alguien golpeó la puerta de su estancia, la abrió desde fuera y depositó en el suelo una bandeja con un plato de fabada y diez buñuelos de crema. Cosas del Demonio. Buen muchacho el Demonio. Se tiró de la cama, reptó hasta la bandeja, y en menos de un minuto se zampó toda la tentación.
El Demonio, Tomás, no perdió detalle del curso de los acontecimientos.
* * *
Se posó en la butaca de los rezos un calambre de nervios. Ella, tan fría, tan calculadora, tan seca, no podía dominar el meneo de sus músculos. Buscó su viejo misal Lefèvre, y lo abrió por la página donde guardaba el recordatorio de su marido. Besó la fotografía de su esposo, cerró los ojos y se puso a orar. Fue entonces cuando se abrió la puerta. Su hijo Cristian precedía a un anciano altísimo, elegante y de blanca cabellera. Enfocó su cansada mirada en el intruso y se quedó sin habla. Era Arturas Markulonis.
—¡Arturas!
—¡Cristina, mía ardillita
Tambora
, mía gacela picarona!
Los impulsos no se calculan. Viene la fogarada, la inesperada tromba de la dicha, y hasta dos ancianos pueden emular el encuentro de dos amantes encontrados tras el tiempo y la distancia. Ante el estupor del marqués de Sotoancho, su madre, la marquesa viuda, se incorporó de la butaca y se lanzó como una jaguara decidida a los brazos de Arturas. El abrazo fue largo, intenso, sólo interrumpido por los jipidos de ambos, extraordinariamente violento para un hijo presente. Pero el marqués ya no era el de antes. Años atrás habría intervenido. Ahora, y en las actuales circunstancias, dejó estar.
—¡Más de sesenta años para de nuevo verte, Cristina!
—Creía que habías muerto en la Guerra Mundial.
—Yo vivo gracias esperanza tuya. Mira conejito. Tu pitilla.
La marquesa contempló la vieja pitillera de plata con emoción incontenida. Con una mano, acarició suavemente el rostro duro y devastado de aquel hombre invencible.
—Yo traer esto para ti. Mandé hacer a joyero lituano.
La marquesa recibió el paquete, pero no dejaba de mirar a los ojos húmedos y machos de Arturas.
—Ábrelo, Mamá-ordenó el marqués.
Poco a poco, la marquesa fue desnudando el paquete. Cuando apareció el huevo de Pascua de Vermeill, se le escapó un gritito de ilusión.
—Es maravilloso, Arturas.
—Sí; reconozco ser la polla. Dentro, palabras. Sólo para ti.
Con sus dedos del tamaño de los percebes, Arturas abrió la tapa y le mostró la inscripción a la marquesa. Ella la leyó, cerró suavemente el huevo, y con un hilo de voz casi imperceptible, susurró:
—Gracias, gracias, gracias.
Por primera vez en su vida, daba las gracias tres veces.
Notando que su presencia podía violentar, y hasta estropear la escena, Sotoancho, muy piano, muy quedamente, casi deslizándose sobre la alfombra, desapareció.
El amor quedó solo y sin testigos en el salón de La Jaralera.
* * *
Don Ignacio se había levantado. Ya tenía fuerzas para andar, lomas aguardaba a su presa.