—Ha roto de nuevo su promesa, don Ignacio.
—Un malvado me ha hecho caer en la tentación. Un enviado de Satanás. Un cómplice de Mefistófeles. Un canalla.
—A la señora marquesa va.
—¡No, Tomás, por lo que más quieras! ¡No te chives!
—De acuerdo. Pero sólo con una condición. Dígale a la señora que Flora ya se ha confesado. Y que usted ha actuado con perversidad.
—Prometido, Tomás. Incluso le diré, que en mi opinión, tú eres el hombre indicado para hacerla feliz.
Don Ignacio Zarrias, capellán de La Jaralera con más de diez años de servicios en la casa, confesor de la marquesa viuda de Sotoancho, se dirigió raudo y veloz a cumplir con su promesa. Cuando ingresó en el salón, quedó mudo del espanto. Como si se tratara de Flora con el Cigala, allí estaba la marquesa viuda besándose apasionadamente con un individuo muy alto y completamente desconocido.
—¿Desea algo, don Ignacio? —preguntó la marquesa interrumpiendo su morreíllo.
El capellán no pudo responder. Aquello era demasiado. Escapó pasillo hacia el sur, y se refugió en la capilla. Se puso a rezar, no sabía por qué ni por quién, pero rezó como un loco.
* * *
Estoy chocadísimo. Lo de Mamá y Alturas tuvo que ser muy gordo. Nunca la había visto así, tan impresionada, tan derretida, tan rotundamente entregada a una ilusión. Necesito tiempo para acostumbrarme a la nueva dimensión de mi madre. Ahora va a resultar que ha sido un pendón desorejado.
* * *
Flora seguía llorando sin consuelo ni medida. A su sanción laboral había que sumar su quiebra anímica. Su Pepe, su Cigala, era hombre de decisiones inflexibles. Se iría al Tercio. Se lo figuró con el uniforme de legionario, y un regustillo de orgullo se apoderó de su cuerpo. Pero difuminada de nuevo la imagen figurada, volvió al llanto sin el menor recato.
—Si lloras más, te arreo —dijo Ramona.
Y se le agudizó el berrinche.
La marquesa y Arturas hacían manitas, y de cuando en cuando se picoteaban.
—Es como si la juventud hubiera vuelto de golpe.
—Yo mismo siento, ardillita. Pero yo triste, porque mañana marcho a Krivilankas. Allí Filipas, mi morsa.
—No puedes dejarme así, después de tantos años.
—Si quieres, pum pum.
—Espero que no le habrás contado a mi hijo lo de los pum pum.
—He contado todo. Muy impresionado. Lituanos nunca mentir.
—Me muero de vergüenza, Arturas.
—Es situación gilipollas.
—No se te han olvidado las palabrotas, mi amor.
Ambos rompieron a reír, y se besaron de nuevo. En ésas estaban cuando Virginia entró en el salón. Pocos minutos después, se hallaba en la capilla, rezando junto a don Ignacio.
* * *
De repente, he visto la luz. No hay mal que por bien no venga. Si el romance de mi madre con Arturas no es consecuencia de mi ingenuidad, si es verdad que ellos se amaron; si no es falso que mi madre mantuvo con Arturas una relación fuerte aun conociendo el estado civil del borrachín lituano, yo me pregunto: ¿qué autoridad moral tiene Mamá para impedir que yo me case con una mujer divorciada? Y aún peor. ¿Qué firmeza apoya a su negativa a que mi futura mujer sea la hija de un guarda? Todo se aclara, todo se abre, todo me sonríe.
* * *
—No puedes marcharte, Arturas. Me moriría de pena.
—Muerte ya no es pena, ardillita, es realidad inmediata. Yo allí mis últimos días. Pero viviré lo que queda con emoción de encontrarte habido.
—Quizá es mejor lo que dices… pero ¡qué pena!
—Y qué alegría gorda que Dios nos haya permitido otra vez vernos, cono.
—Es verdad, Arturas. Al final de nuestras vidas, hemos tenido el premio. Un regalo inesperado.
—Tu hijo es puta madre de hijo. Gran simpático. Yo querer mucho.
—Llevamos una mala temporada. Se quiere casar con una cualquiera, Arturas. Yo me opongo.
—Tú no oponer ni leches de oponer. Tú dejar libre. Amor libre, volar solo. Tú respetar.
—Una colombiana divorciada o la hija de un guarda. Lo peor, Alturas.
—Tú enamorada de joven de hijo de un obrero. Tú no poder decir no. Además, tu cascar pronto, como yo. Vida para jóvenes.
—No, Arturas. Mi hijo tiene unas obligaciones…
—¡Cierra pico de loro! Tu hijo elegir mujer. Tú autorizar.
—No te vayas, Arturas…
—Sí. Irme por dos motivos. Quiero morir en país mío, allí mis hijos. Y no quiero ver a mi amor convertido en bruja mala. Yo ir inmediatamente.
—Arturas…
—Ni Arturas ni culos. Yo no quiero ver a mi ardillita como lobo malo. Tú dejar a Cristian campo libre. Y yo ir feliz a morir mi tierra con recuerdo de luz de mi amor grande.
—¡Mi amor!
—¡Mi gacelita picarona!
* * *
Ramona llamó a Virginia. No la encontró. Flora seguía llorando sus penas. Tenía que preparar la comida, saber cuántos serían los comensales y proponer el menú. A falta de enlace, como era habitual cuando Flora ejercía de doncella de la marquesa viuda, tomó la decisión de consultar con la señora. Entró en el salón en un momento que jamás habría de olvidar. La señora marquesa estaba postrada de rodillas ante un anciano de lo más respetable. «Pareshe vasco», pensó Ramona nada más verlo. Lo malo es lo que oyó dos segundos después.
—Arturas, mi amor. Abandona a Filipas y quédate conmigo para siempre. ¡Quiero volver a ser tuya!
Ramona no estaba preparada para trance tan sorprendente, y abandonó el salón profundamente consternada. Poco después se hallaba rezando en la capilla, junto a don Ignacio y Virginia.
Lucas se vistió, se ajustó la bandolera, besó a su hija y emprendió el camino hacia la casa. Había decidido pedir perdón al Cigala y confesar su pésima acción al marqués y a su madre. Al llegar al portalón principal, Tomás le hizo saber que el marqués no estaba disponible.
—Se ha encerrado en el despacho y me ha sugerido que nadie le moleste. Buen tiro, Lucas.
Al ver a Flora en la cocina, Lucas sintió un palpito de miedo. Se disculparía con el Cigala más tarde. Antes, debía cumplir con su deber de guardia jurado. Confesar honestamente que había abusado de su juramento y de la confianza de sus señores. Se dirigió al salón para hablar con la marquesa. El sombrero en la mano, los pantalones de pana tórridos del susto, el sudor desbordando su honrada frente de hombre bueno.
—Con su permiso y dispensa, señora marquesa.
El cuerpo que se encontraba de espaldas a Lucas no era el de la marquesa. A la señora marquesa sólo se le veían las manos, que sujetaban como una argolla de acero, el cuello de un hombre inmenso.
—Ni permiso ni dispensa, Lucas. Déjeme en paz. Todo el mundo se ha puesto de acuerdo para interrumpirme. Váyase inmediatamente.
Pronunciada la última palabra, la marquesa se agarró de nuevo del cuello del desconocido. Lucas creyó oír la palabra «amor».
Un minuto después, aquel guarda rudo y sufrido, aquel hombre acostumbrado a fríos y calores, a noches en vela y largas caminatas, al dolor y las estrecheces, se sumaba en la capilla al nutrido grupo de orantes.
* * *
Estoy intentando hablar por teléfono con Marsa. En Bogotá, si no calculo mal, serán las siete de la mañana. Buena hora para sorprender a mi tucana, a mi dulzura caribe, a mi delirio de hombre. Una voz susurrante y cantarina me responde.
—¿Doña Marsa Restrepo Olivares?
—Soy yo. ¿Quién es?
—Cristian, amor mío.
—¡Pumita! ¿Qué horas de llamar son éstas?
—Marsa, ven inmediatamente. Toma el primer avión. Convence al piloto para que aterrice en Sevilla antes que en Madrid. Mamá ha sido derrotada. Hemos vencido.
—Calma, mi yaguareté. En pocos días han sucedido muchas cosas aquí, en Bogotá. Lo nuestro ha sido maravilloso, pero no creo que sea conveniente que nos volvamos a ver. Guardaré siempre el mejor recuerdo de nuestro romance.
—¿Ya no me quieres, Marsa?
—le venero, mi amor. Pero nuestros mundos no coinciden. Mi deber con el destino ya está cumplido. Ahora eres tú quien tiene que enfrentarse a la vida, a tu vida, en España. Siempre serás mi puma. Te adoro. Adiós, colibrí.
Marsa ha colgado. Si no me equivoco, me ha dado a entender que nuestras relaciones han sido unilateralmente rotas por su parte. Todavía no salgo de mi asombro y me nubla una inesperada tristeza. Según ella, mi destino está en España. No sé qué habrá querido decir. Lo único claro es que me ha abandonado. Me pincho una vena y en lugar de sangre, me brota asombro.
* * *
La calma y Flora, al fin, se habían puesto de acuerdo, al menos aparentemente. El problema del Cigala, su decisión de engancharse a la Legión para huir del peligro físico que le amenazaba en La Jaralera, le dolía menos que su postergación, casi degradación, en la cúpula servicial de la casa. El ascenso inesperado de Virginia, a la que encomendó la marquesa el desempeño de sus antiguas funciones, tenía a Flora hondamente dolida. Con la jerarquía no se juega. Secó sus lágrimas, fortaleció los músculos faciales, se vistió con el uniforme vespertino y se dirigió decidida a mantener un cara a cara con la señora marquesa.
No se hallaba en su cuarto. Descubrió una leve capa de polvo sobre la vitrina de los solideos papales. Prueba manifiesta de que Virginia no cumplía estrictamente con sus obligaciones. E1 cuadrante no ocupaba la mitad de la almohada, y Flora lo colocó en su sitio, como en los últimos años. Con el plumero, liberó de un polvillo inexistente el lomo del libro preferido de la marquesa,
San Francisco de Borja, un duque santo,
y tras comprobar que todo estaba donde tenía que estar, encaminó sus pasos hacia el salón.
Algo la detuvo. Una charla piana y lastimera, un diálogo contenido de tristezas y melancolías.
—Dios nos concede esta oportunidad para vivir juntos los últimos años de nuestras vidas, Alturas.
—No de acuerdo, Cristina. Amor de cierto, daño no puede hacer. Si yo aquí quedo contigo, daño hago a hijos míos, Valdemaras, Arvidas y Perika. Tú, adúltera de cojones, mi ardillita.
—Dios nos perdonará, Alturas. El amor es obra suya.
—No, gacelita picarona. Yo ir. Yo ir ya, a pastilla toda. Yo no soportar más tortura de verte. Tú no llorar, tú no detener mi decisión. Yo no cagueta, yo responsable.
—Un último beso, Arturas. Un último beso, mi bellísimo oso lituano.
—Ultimo y basta. Lituanos no mentir. Tú ya no estar buena. Tú vieja bastante. Alma joven, pero vieja bastante. Cuello con papos.
—¡Mi amor!
Flora se atrevió a meter la cabeza por el marco de la puerta. Allí estaba su señora, su fiscal, su salvadora de los peligros de la carne, su acusadora del amor, abrazada al hombre más alto jamás visto por sus ojos de serrana.
Se sintió victoriosa. Supo que la razón estaba de su parte, pero no pudo impedir que la semilla del escándalo floreciera en su alma. Y tomó la más bella de las decisiones. Acudir a rezar por la felicidad de aquella mujer, que al fin y al cabo, era como todas. Una mujer que amaba un imposible. Le costó bastante encontrar un reclinatorio libre en la capilla. Estaba abarrotada de fieles.
* * *
—Tomás, la señorita Marsa ha preferido quedarse en Colombia. La verdad es que lo siento, porque habría sido una gran marquesa de Sotoancho, y su charlita era muy divertida.
—Y estaba buenísima, señor marqués, si me es permitida la sinceridad.
—Se te permite si prometes no insistir en ella. En efecto, estaba buenísima.
—¿Y ahora, señor?
—Tengo que hablar con Marisol. Tengo mucho de ella todavía en mi alma. Me molesta lo del compañero de Arquitectura, pero la vida moderna nos obliga a perdonar.
—Sería muy bonito, y las revistas del corazón se volcarían con la noticia. Un marqués que se casa por amor con la hija de un guarda. La Cenicienta, señor.
—La Cenicienta no engañaba al príncipe con un maromo, Tomás.
—Ni el príncipe a la Cenicienta con una colombiana.
* * *
Dejé a Tomás con sus impertinencias y me dirigí al salón. Los tortolitos llevaban más de dos horas a solas, y no quería disgustos. Me los encontré en un estado lamentable. Mamá había llorado -¡Santo Dios!-, y del rostro de Arturas no quedaba nada de su sonrisa.
—Cristian. Gracias por oportunidad. Por favor, yo rogar que coche tuyo me lleve a Sevilla. Mañana avión Barajas.
—¿A qué hora quieres el coche, Alturas?
—Ya, ya, ya.
—Ahora mismo le doy instrucciones a Manolo. ¿Por qué no te quedas más tiempo?
—Tú sabes. Ya dije en bar del Colón. Mi visita era para dar regalo, no para ver. Misión cumplida. Gracias al cielo también he visto, y me voy con pena mucha, pero con alegría más.
—Me ha encantado conocerte, Arturas. Al fin y al cabo, he podido ser tu hijo.
Al oír mi sentencia, a Mamá se le coloreó el rostro con un tono que envidiarían las más sanas amapolas.
—Os dejo solos para la despedida. En cinco minutos tendrás el coche en la puerta.
* * *
Me fui, triunfante y feliz. Ahí quedaba Mamá con su pecado a solas. En los garajes, Manolo limpiaba con mimo el viejo Bentley. Un detalle por mi parte. Llevar hasta el aeropuerto de San Pablo al viejo amante de Mamá en el coche que Papá más quería.
—Manolo, tienes que llevar a don Alturas al aeropuerto.
—¿Ebrio o sobrio, señor marqués? Porque pesa una tonelada.
—Sobrio, Manolo. Y en el Bentley.
—En un santiamén lo tengo todo dispuesto, señor.
Me quedaban cinco minutos. No quería interrumpir la despedida de Mamá y su potro nórdico. Intentaría hablar con Marisol por la tarde. Pensé, que esos cinco minutos los podría invertir divinamente en una leve visita al Santísimo para agradecerle su ayuda. No pude cumplir con mi propósito. En la capilla no cabía un alfiler. No quise averiguar el motivo de fervor tan unánime. También Dios está en los árboles, y en los magnolios me concentré para darle las gracias.
* * *
El Cigala intentó dar unos pasos, pero la piel le tiraba tanto que parecía dispuesta a soltarse a tiras y dejarle en carne viva el nalguerío. No obstante, ya inmerso en su espíritu legionario, tomó el camino del sacrificio y el sufrimiento. Se había salvado por los pelos. Nunca había sido religioso, pero Dios, indudablemente, tenía mucho que ver en su salvación. Cojeando, con un dolor espantoso, llegó hasta la capilla. Había un gentío. Con el cambio de luz, apenas distinguía a la muchedumbre que oraba. En un banco rezaba un hombre. Le rogó que se desplazara para ocupar un sitio. Era Lucas, su asesino. Estaba llorando.