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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (14 page)

El funcionario ha tocado en el hombro a Tomás. De nuevo un receso. Tomás ha desaparecido con él. Seguramente, un problemilla de papeleo. Los minutos parecen horas. Cuando ha vuelto, un cierto temblor de papo denunciaba su nerviosismo. Pálido y seco.

—Creo, señor marqués, que debemos suspender la ceremonia.

Marsa, el cónsul y yo nos hemos mirado con estupor e inquietud.

—¿Qué pasa, Tomás? ¿Por qué suspender la boda?

—Me ha llamado Flora, que ha conseguido el teléfono por la Embajada. Señor marqués, según me ha comunicado, es más que probable que la señora marquesa viuda haya fallecido.

—¿Me quieres decir que Mamá ha muerto?

—Eso parece, señor; eso parece.

Capilla ardiente

Dolor intensísimo. Marsa a mi lado, atendiéndome y mimándome. Ha aceptado con generosidad pasmosa el retraso obligado de nuestra boda. Los amigos de Marsa se han marchado a Bogotá, porque no podíamos, dadas las luctuosas circunstancias, garantizarles una nueva fecha para culminar nuestra unión. Me hiere decirlo, pero ya sin Mamá, nos casaremos en La Jaralera. He dejado a Marsa en Sevilla. No quiero que se enfrente por primera vez a su futura casa en momentos de dolor intenso.

Flora me ha abrazado. También Ramona y Fermina. Marisol, incluso, ha llorado cuando se ha vencido en mi pecho.

—Lo siento, Cristian. Lo de tu madre y todo lo que te escribí en aquel telegrama maldito.

Hay que perdonar. Don Ignacio, más lejano, me ha invitado a acudir a la capilla ardiente. Me ha parecido rarísimo que no hubiera nadie velando los restos mortales de Mamá. Como si la noticia no hubiese trascendido.

Nadie de Sevilla y nadie de Jerez. Ninguna tarjeta ni mensaje alguno. Don Ignacio me lo ha explicado:

—Prometí a la difunta señora marquesa viuda mantener en secreto la noticia de su muerte. No deseaba asistentes a su entierro ni funerales masivos. Sus últimas palabras fueron para usted, Cristian.

—¿Qué dijo, don Ignacio?

—No se la entendía bien, pero algo así como «Susú, tururú».

—Me parece rarísimo, don Ignacio, que a Mamá, en el umbral de la muerte y de la gloria, no se le ocurra decir otra cosa que «Susú, tururú».

—Pues eso fue lo que pronunció. Y otra cosa, señor marqués. Me hizo prometerle dos exigencias respecto a usted. Que sólo permanecería ante su cadáver cinco minutos y que no asistiría a su entierro.

—Eso es una crueldad, don Ignacio.

—Más bien lo contrario, hijo. Su deseo era privarle de tanta tristeza.

El féretro con los restos mortales de Mamá estaba instalado en el comedor. La mitad de Mamá en Sevilla y la otra, en Cádiz. Es costumbre de nuestra casa. El primer golpe, durísimo. Poco a poco me he ido acostumbrando a su presencia dormida. Me ha extrañado que presente tan buen aspecto. Tiene una cara buenísima, y un color estupendo. Don Ignacio me lo ha aclarado:

—Flora la ha maquillado con mucho cariño.

Lo que son las cosas. No he derramado ni una lágrima. Cumplo de esta manera con su lección permanente. Llorar es de pobres. Y una sensación difícil de ser comprendida por los ausentes. En un momento dado, me ha parecido adivinar en su boca un leve movimiento, una mueca de disgusto.

—Don Ignacio, Mamá ha movido la boca.

—Su madre no ha podido mover nada, porque ha muerto.

—Pues ha movido la boca.

—Pues han pasado los cinco minutos. Lo siento, señor marqués, pero cumpliendo la promesa dada a su madre, debe abandonar la capilla ardiente. Será avisado para despedir el entierro.

—¿Cuándo será el entierro, don Ignacio?

—En dos horitas, como muy tarde.

He abandonado a Mamá con una sensación de congoja confusa. Congoja por el hecho de su muerte, y confusión porque ha movido la boca, diga lo que diga don Ignacio. Conozco a mi madre y sé cuándo mueve la boca y cuándo la mantiene quieta. Enterrar con tanta urgencia a un cadáver que mueve la boca, se me antoja una falta de respeto absoluta. Y una precipitación. Deberían esperar a que dejara de mover la boca.

Me sigue extrañando que no haya venido nadie. Cuando Papá murió, esta casa se llenó de gente, de familiares, de amigos, de pelotas y de deudores de mi padre. Ni el tío Juan José se ha dado una vuelta por aquí para despedir a su prima y abrazar a su sobrino. En el salón, Tomás, esperándome.

—Le acompaño en el sentimiento, señor marqués.

—Gracias, Tomás. El entierro tendrá lugar dentro de dos horas. Mi madre pidió, como última voluntad, que yo no asistiera.

—Es muy doloroso, señor marqués, pero será por su bien.

—Sí, Tomás. Lo que me parece alarmante es que haya movido la boca. Lo he visto, y don Ignacio se niega a reconocerlo. O es un milagro, o no está muerta del todo.

—Puede pasarle lo que a los rabos de las lagartijas, que se siguen moviendo un buen rato después de ser separados del tronco.

—Tomás, te agradecería que no compararas a mi madre con los rabos de las lagartijas.

—Lo he hecho para consolarle, señor.

Nadie viene. Nadie llama. Nadie se ha enterado. Lo de Gustavo Adolfo Bécquer de «¡Qué solos se quedan los muertos!» es una broma al lado de lo de Mamá. Me voy a cambiar de traje y ponerme chipirón. Y a esperar el entierro. Pero les juro que ha movido la boca.

El entierro

He sido avisado por don Ignacio. Ha llegado el triste momento del entierro de Mamá. No han permitido que me despida de ella, porque cuando he llegado a la capilla ardiente, el ataúd estaba cerrado. Nadie ha venido. Sólo estamos presentes don Ignacio, Tomás, Flora, Ramona, Lucas, Marisol, Fermina la costurera, Manolo el chófer, el resto de los guardas y empleados, y yo.

—Don Ignacio, podía haberme llamado para estar presente en la clausura del ataúd.

—No lo he hecho, señor marqués, porque la señora marquesa estaba muy feúcha y es mejor que se haya quedado con su imagen de siempre.

—¿Ha vuelto a mover la boca?

—Nunca la ha movido. Son figuraciones suyas.

Tras el rezo de los responsos, hemos sacado el féretro hasta la puerta. Pesaba poco Mamá. Huesos livianos. Ya fuera, hemos acoplado el ataúd en una camioneta de casa. A Mamá le horrorizaban los coches fúnebres y don Ignacio ha cumphdo con sus deseos. Ya me disponía a subir a mi coche para abrir la comitiva, cuando el capellán me ha parado.

—Lo siento, señor marqués. La difunta santa dejó claro que usted no acudiría al cementerio. No se preocupe. Ya lo tengo todo arreglado y está dispuesto el panteón.

—¡Don Ignacio, que es mi madre!

—Pues lo siento. Mi deber es obedecer sus últimos deseos.

La camioneta ha partido con Manolo al volante, don Ignacio a su lado y Mamá en el compartimento de las remolachas. Poco respetuoso y muy cutre, pero no me he atrevido a protestar. Esa camioneta se usa mucho en la época de la remolacha, porque tiene una gran capacidad. Buena camioneta, que adquirí hace cinco años y no se ha averiado nunca. Me duelen estas disposiciones
in artículo mortis,
y más aún la poca tristeza que manifiesta don Ignacio. Estos curas son durísimos cuando se lo proponen.

Hubiera preferido un entierro a lo grande, con el todo Jerez y Sevilla en casa, el arzobispo de oficiante y yo, presidiendo el acto. Otro golpe ha sido el de la esquela. Ya la había redactado para enviarla al
ABC
—de Madrid y de Sevilla-, cuando el capellán me la ha arrebatado de las manos.

—No, señor; la difunta santa me pidió que no se publicara su esquela.

Extrañísimo, por cuanto a Mamá le encantaban las esquelas del
ABC.
El texto, redactado por mí, era el siguiente: «RIP. La Excelentísima Señora Doña Cristina Victoria Jimena Belvís de los Gazules Hendings, Boisseson y Hendings. Marquesa viuda de Sotoancho, condesa viuda de Buganda de don Fadrique, baronesa viuda de la Dehesa. Entregó su alma a Dios, el tal y tal del año tal. Su apenadísimo hijo, el excelentísimo —mi tratamiento es de "ilustrísimo", pero al serlo por tres veces, me pongo excelentísimo y cuela— señor don Cristian Ildefonso Laus Deo María de la Regla Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules, marqués de Sotoancho, conde de Buganda de don Fadrique y barón de la Dehesa. Sus primos, sobrinos y demás familia, así como su director espiritual y servidores, ruegan una oración por su alma, y tal, y cual y lo de más allá». Un dineral que me ahorrado, porque las esquelas salen ahora por un ojo de la cara.

La melancolía me ha llevado hasta el cuarto de Mamá. Todo se encuentra en su sitio y preparado. Flora haciendo la cama, lo que me ha parecido un detalle de mal gusto.

—Flora, la pobre señora marquesa viuda no va a necesitar esa cama, tan bien hecha.

—Señor marqués, la hago en su memoria.

Un golpe de sentimiento hondo ha herido nuestros ánimos y Flora y yo, como impulsados por un resorte etéreo, nos hemos abrazado.

—Gracias por haber cuidado con tanto cariño a mi madre, Flora.

Y Flora, como es pobre y del servicio, se ha puesto a llorar.

Marsa en Sevilla. Yo solo en casa. Marisol me ha zigzagueado. Sólo Tomás me aguarda.

—Un whisky, Tomás.

—Ahora mismo, señor marqués.

—Un entierro muy rarito, Tomás.

—¿Mucho hielo, señor?

—Sí, mucho. Rarísimo, Tomás.

Y Tomás, mudo.

La aparición

Estoy agotado y triste. Primer día sin Mamá en La Jaralera. He llamado a Marsa, y hemos quedado en vernos mañana en Sevilla. Todo deslavazado. Todavía no entiendo cómo Mamá dejó escrito que yo no presidiera su entierro. Ahí estará ahora, en el panteón, cerca de Papá. Mi cansancio no tiene límites y nada me sugiere cenar solo en el comedor. Menos aún, la compañía de don Ignacio, al que, si Dios me da fuerzas, voy a invitar en los próximos días a abandonar esta casa. Sin Mamá, su presencia aquí puede resultarme insoportable. Una copa, una tortillita de espárragos, yogur y a dormir.

—Buenas noches, Tomás.

—Que descanse, señor.

Las paredes se mueven y el ánimo se encoge. Los últimos tiempos fueron difíciles, pero he vuelto a mi niñez y juventud, y la memoria me trae la imagen más tierna de mi madre. Doy vueltas y vueltas en la cama, y no agarro ni la sombra del sueño. Un orfidal. Me voy a tomar un orfidal para aliviar mi nerviosismo. ¿Por qué me has hecho esto, Mamá?

Tres horas llevo en la cama y estoy más despierto que un colibrí al mediodía. De pronto me han venido los miedos antiguos, la angustia por la oscuridad, el terror a los ruidos. Un ruido. ¡Oh! Salto y me caigo de la cama. ¡Oh! ¡No puede ser! ¡Es ella! ¡Mamá!

Está ante mí, con una túnica blanca y una corona de luces. En su mano derecha, una vela. He acudido a abrazarla y me ha parado en seco.

—¡No me toques, Cristian! Los espectros somos etéreos.

—¿Eres tú, Mamá? —he preguntado con pavor amoroso.

—Soy el espíritu de tu madre que ha venido a verte para traerte un mensaje de los Cielos.

En ese momento de la aparición, la mano derecha del espectro de Mamá ha cedido a la mano izquierda la responsabilidad de sostener la vela.

—¿Te ha quemado la cera, Mamá?

—No; a los fantasmas no nos quema la cera, simplemente he decidido cambiar de mano.

Paralizado. Estoy paralizado.

—Sólo tengo dos minutos, Susú. He bajado para decirte que en el Cielo no se aprueba tu boda con una colombiana divorciada, y tampoco que te cases con la hija de un guarda. El Cielo espera de ti el sacrificio que tu rango demanda, y quedarían las almas muy complacidas si accedieras a casarte con Popó Gumiel de Hizán, hija menor de los condes de Ubierna. Si así lo hicieres, el Cielo bendecirá tu unión. Si persistes en tus porquerías con la divorciada de Colombia, el Cielo te anuncia que no te dejará en paz. Ahora cierra los ojos, no los abras hasta que pasen cinco minutos, no te levantes de la cama y no te preguntes por qué, siendo el espectro de tu madre, elijo la puerta para desaparecer, pero así está mandado. Que me vaya por la puerta y haciendo ruido. Adiós, hijo mío, piensa en el mensaje. Y una última cosa. Dios me tiene a prueba, y si desobedeces, puedo volver. Y que no se te pase por la cabeza prescindir de don Ignacio. El será mi eslabón para mantenerme unida a ti.

He cerrado los ojos, pero con un poquillo de trampa. En efecto, el espectro de Mamá, que tiene una pinta buenísima para ser un fantasma, se ha dirigido hacia la puerta, ha girado el pomo, y ha salido de mi cuarto. La luz del pasillo estaba encendida, y el espectro la ha apagado. «Siempre derrochando luz», ha murmurado el fantasma. Después, silencio sobre silencio. La experiencia, sinceramente, atroz.

Por el interfono he despertado a Tomás.

—Tomás, se me acaba de aparecer mi madre.

—Está usted zumbado, señor.

—Tomás, era mi madre y me ha traído un mensaje del Cielo. Tengo miedo, Tomás. Agarra tu colchón, sábanas y almohada, y vente a dormir conmigo.

—Antes me despido, señor.

—Tomás, por favor…

—Que no, y que no. Mañana me lo comenta. Buenas noches, señor, y a «mimí».

Encima, no me cree. Mañana llamo al exorcista. Mejor dicho, hoy, que ya son las siete y no he podido pegar ojo.

La cojera

A Papá le encantaba tirar al pichón. Una tarde —yo tendría poco más de diez años-, en el club de Tiro de El Puerto de Santa María, ganó el Premio Osborne, o el Terry, o el del Ayuntamiento, que no lo recuerdo bien, pero uno de los tres. La enorme copa de plata la robó mi primo Moby, para empeñarla. Pero aquella tarde de triunfo estuvo a punto de derivar en tragedia. Al acudir Mamá a felicitar a mi padre, ignoró un escalón, tropezó y se rompió una pierna. En aquellos tiempos la traumatología no estaba tan avanzada como ahora, y a Mamá le quedó un levísimo deje de cojera, que se hacía más claudicante con los cambios meteorológicos.

—Mañana llueve porque me duele el corvejón -«olía decir con aquella gracia que Dios le dio. Y llovía.

Me refiero a esto porque empiezo a sospechar de muchas cosas. Ayer noche se me apareció el espectro de Mamá para decirme que en el Cielo no quieren que me case con Marsa ni con Marisol. Lo pasé fatal y no he podido pegar ojo. Esta mañana, he adelantado en una hora mi puesta a punto para pasear un poco antes del desayuno. Y he visto movimientos raros. He sorprendido a Flora entrando una bandeja en el cuarto de Mamá —q.e.p.d. -, hecho de por sí extremadamente extraño. Los difuntos no desayunan té con leche, un zumo de naranja y un pedazo considerable de brioche. Flora ha cerrado con llave por dentro, y ha permanecido en el santuario de Mamá —que yo pienso convertir en capilla en los próximos meses-, más de veinte minutos, al cabo de los cuales, ha abierto y ha salido con la misma bandeja en muy distinta situación. El vaso de zumo estaba vacío, no se veía el brioche por ninguna parte, y la servilleta presentaba las arrugas propias del uso. Yo, inmóvil y escondido tras la columna, temblaba de la emoción. Me disponía a averiguar la cosa, cuando don Ignacio se ha presentado de improviso. Ha mirado hacia todos los puntos cardinales Ubres, y después de golpear la puerta con discreción, le ha sido abierto el acceso desde el interior del cuarto. A los quince minutos, ha abandonado el cuarto de Mamá —que Dios tenga en su Gloria— y ha desaparecido corredor al norte. En vista de ello, me ha dado el canguelo y he desistido de entrar en los aposentos de mi difunta madre.

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