A la derecha de Thomas había una prominencia cuadrada en las almenas, un nicho que proporcionaba una posición estratégica con respecto a los atacantes a los pies de los muros exteriores. Thomas corrió hacia él, dando la espalda a Petersohn, y se agachó cuanto pudo como si estuviera observando la ballesta colocada en el parapeto.
Sintió a Petersohn, resollando ligeramente, a sus espaldas, pero el académico no se detuvo y se dirigió hacia las escaleras que conducían a la torre. Thomas se volvió y bajó al patio a toda prisa.
En esos momentos estaba en clara desventaja. El grupo se había dividido, no localizaba a Dagenhart y cualquiera de ellos podía verlo. No creía que el hecho de que lo vieran pudiera ponerlo en peligro, pero sin duda levantaría sospechas y frustraría su intento de averiguar algo del encuentro de Dagenhart con el administrador.
Cuando el grupo se había separado, cual brote estelar, Dagenhart ya no estaba con ellos, lo que significaba que había ido en otra dirección. Thomas se imaginó que no habría regresado a una parte del castillo que ya hubieran visto, pues podría resultar sospechoso, lo que reducía las opciones a una: había salido del castillo, a la torre de entrada, y cruzado el puente levadizo.
Thomas comenzó a correr al trote, con la cabeza gacha, pues todavía permanecía cerca de los muros. Fuera, junto a la zanja que rodeaba la cara este del castillo, un grupo de turistas se había congregado para ver una demostración de tiro con arco. Thomas escudriñó sus rostros y miró el reloj: las cinco menos diez. El camino serpenteaba en dirección norte, hasta la entrada principal, y al sur (a juzgar por el sonido), hasta el río. Se dirigió hacia el sur, furioso consigo mismo por haber perdido a Dagenhart, consciente de que no sabía lo que había en ese lado del edificio.
El camino se perdía entre los árboles, bordeando los muros y la torre del César para a continuación emerger junto al río Avon, cuyo cauce en ese punto era estrecho y veloz. Restos de un antiguo puente de piedra sobresalían del río cual arcos de una serpiente de mar, cubiertos de hierba y hiedra. Río abajo había una presa y junto a esta un edificio cuadrado gótico ensamblado en el muro de contención inferior del castillo, donde una rueda hidráulica de hierro giraba con gran rapidez. El camino conducía hasta allí.
Thomas dejó de correr y descendió hasta el edificio por una rampa con un pasamanos que llegaba hasta la ribera del río, donde la rueda hidráulica. No había nadie. Thomas se dirigió a la entrada de piedra arqueada e intentó oír algo que no fuera el mecanismo del molino. Oyó voces, una baja y calmada, la otra fuerte y enfadada: Dagenhart. Al principio no pudo discernir las palabras, pero luego oyó al anciano con bastante claridad.
—¿O qué? —gritó.
El otro hombre, sin duda el administrador, respondió, pero Thomas no lo entendió. No se atrevía a acercarse más. El sonido del molino y el eco hacían imposible saber la distancia a la que estaban de él.
—¡No tengo esa cantidad de dinero! —gritó Dagenhart.
La respuesta del administrador fue más fuerte, pero menos clara.
Durante un momento se hizo el silencio, y entonces oyó un sonido diferente, un ruido físico, gruñidos, como si estuvieran peleando.
Thomas entró y siguió el sonido. Pasó junto a carteles informativos, bombas chirriantes y otras partes de la maquinaria. En una de las salas faltaba parte del suelo, de manera que las enormes ruedas dentadas del sistema quedaban al aire. Thomas mantuvo la distancia. Si iba a producirse algún tipo de confrontación, no quería caer en aquellos chirriantes engranajes.
Y entonces, casi de repente, los sonidos de la pelea cesaron y oyó de nuevo voces, voces bajas, sin respiración. Y a continuación pisadas, en su dirección.
Thomas se dio la vuelta y se agachó tras un enorme mecanismo azul y verde con una gigantesca rueda accionada por correas que tenía el aspecto de un generador. Se puso en cuclillas, pegándose todo lo que pudo al mecanismo, cuando un primer par de pies, y a continuación el siguiente, pasaron junto a él y salieron: primero el administrador, que estaba metiéndose unos papeles en el bolsillo de manera distraída, y tras él Dagenhart, más lento, resollando. Thomas esperó un instante y entonces empezó a seguirlos, pero se detuvo.
Se dirigió al lugar del que se acababan de marchar, que resultó ser una recreación del despacho del responsable del molino, completado con un pez disecado colgado en la pared y un teléfono arcaico. El molino se había empleado en otros tiempos para moler grano, pero sin duda en la actualidad se utilizaba como un generador de energía.
En el suelo, en un rincón, había algo que no pertenecía a ese lugar, un trozo de papel roto y arrugado. Thomas lo cogió. Tenía unas palabras escritas con bolígrafo: «No debimos ensayar en…».
Aquellas palabras no le dijeron nada, pero conocía esa letra, sobre todo el diminuto círculo sobre la «i» de «debimos»: el diario de Alice Blackstone. Y aunque no podía asegurarlo, estaba dispuesto a apostarse que ese fragmento provenía de una página que había sido arrancada del resto del diario.
Dagenhart y el administrador habían estado peleándose por esto.
Thomas se dispuso a salir por el camino por el que había llegado. Ya fuera, se detuvo para pensar junto a la enorme rueda hidráulica. Se apoyó contra la barandilla, junto a una especie de aro dentado de hierro que debía de controlar alguna válvula. Si iba tras el administrador, dando por sentado que este siguiera en posesión de las páginas que había arrancado del diario, tendría que quitárselas a la fuerza, algo que le haría acabar con sus huesos en prisión.
Apenas si se le había pasado por la cabeza aquel pensamiento cuando se percató de qué era aquello que estaba mirando. Bajo él, mojada y colgando de una rejilla a escasos centímetros de la rueda hidráulica, había una página escrita con una letra muy junta. Sabía muy bien lo que era. Debía de habérsele caído al administrador al marcharse de allí.
Miró a su alrededor. El castillo estaba a punto de cerrar y no había nadie cerca. Pasó una pierna por encima de la barrera de madera y aterrizó en la rejilla. Se pegó a su izquierda para mantenerse alejado de la enorme rueda de metal, que no cesaba de dar vueltas, convirtiendo el agua en fina espuma. Solo había un tablón de madera entre él y el espumoso río.
Thomas se puso en cuclillas, cogió la hoja e intentó leerla. La tinta no se había corrido demasiado, pero el papel era traslúcido y frágil. Se inclinó para verlo más de cerca, y fue entonces cuando notó una presencia a sus espaldas, cierto movimiento. Alguien estaba allí, de pie, tras él. Fue a girarse, pero la patada lo cogió desprevenido y perdió el equilibrio. Cayó por entre el hueco de luz bajo la barandilla de madera a las aguas revueltas del río Avon.
La patada había sido poco menos que un empujón, por lo que Thomas en ningún momento llegó a perder la consciencia, pero la impresión al entrar en contacto con el agua, sorprendentemente fría, le resultó tan desorientadora que tardó unos instantes en ser consciente del verdadero peligro.
¡La rueda!
Sintió como el agua tiraba de él, hacia la rueda, arrastrándolo. Intentó salir de allí, pero al ir a nadar, las palas de metal lo golpearon y aplastaron el hombro derecho. El dolor fue tan brutal, tan intenso, que comenzó a gritar, y su boca se llenó con la fría humedad de las aguas. Intentó salir, pero una segunda pala, y a continuación una tercera, se abatieron sobre él, y se vio succionado por el movimiento de la rueda, arrastrado hacia el lecho del río.
Se dio la vuelta, intentando salir a la superficie, y el filo de la rueda descargó con dureza en su frente, tirándolo hacia atrás. Durante unos instantes todo se volvió negro y entonces recuperó la consciencia suficiente como para sentir que todo su cuerpo estaba aprisionado en la rueda y que conforme esta giraba se hundía más. El pecho y la entrepierna se le combaron contra el borde de la rueda, que lo sumergía hacia el interior de las aguas. Estaba lo bastante despierto como para saber que, si había piedras a menos de medio metro, la rueda lo aplastaría contra ellas.
No había.
La rueda lo hundió hacia abajo y él estiró los brazos en un acto reflejo. Si metía una mano o un pie entre la rueda y uno de los soportes, la fuerza de esta se lo arrancaría de cuajo. Así que se quedó quieto, dejando que el mecanismo lo arrastrara cada vez a mayor profundidad y luego lo expulsara al otro lado.
Un instante después asomó la cabeza por el agua, tirando y revolviéndose. El cinturón se le había quedado enganchado en una de las palas. Alzó la vista. Encima estaba el cielo azul, pero si seguía enganchado, la rueda volvería a hundirlo. Recordó el tablón de madera con el controlador de la válvula en la parte superior. Si no lo apagaba, estaba muerto.
Escupió el agua que se le metía en la boca y con ambas manos en la cintura intentó liberarse. La rueda lo elevó todavía más. Clavó las uñas en la hebilla del cinturón.
Estaba casi en la parte más alta, le quedaba menos de un segundo.
El cinturón se soltó y cayó de espaldas al río. Intentó volverse, protegerse la cabeza con los brazos, pero todo ocurrió demasiado rápido. Se precipitó al agua con un sonoro ¡plaf!, y se hundió lo suficiente como para que su pie izquierdo se golpeara con una piedra sumergida. Pero logró enderezarse y salir al aire, a la luz del día.
Tan pronto como emergió se volvió hacia la plataforma junto a la rueda del molino, pero quienquiera que lo hubiera empujado ya no estaba allí.
Durante un segundo se dejó llevar por la corriente, aliviado, pero poco después nadó hasta una isla de juncos donde el río se bifurcaba. Consiguió agarrarse a una piedra irregular y subir. Escupió lo que quedaba del río en su boca y respiró. A continuación se sentó y abrió la palma de su mano.
La página se había roto un poco, pero quedaba lo suficiente como para cerciorarse de que no se había imaginado lo que había leído.
«Tercer ensayo y Debs sigue sin comprender su parte…»
Thomas, empapado y tiritando, no sabía si reír o llorar. Las chicas no habían estado ensayando un baile. Puede que estuvieran obsesionadas con la música pop, pero se consideraban intelectuales, sofisticadas.
«No voy a ver a Pippa hoy», había escrito Alice Blackstone. «Nos hemos reído mucho, pero Liz estaba en la peluquería y no ha podido venir a comprar la utilería.»
Había dado por sentado que la referencia a la «utilería» era una pretensión adolescente, parte de su argot para hacer que sus frívolas compras resultaran más propias de personas adultas. Estaba equivocado. Probablemente hubiera cierta pretensión, sí, pero solo por el término que habían utilizado. Estaban comprando atrezo.
Alice y su mejor amiga Pippa, junto con Liz y Nicki y Debs, habían estado ensayando una obra, una obra con una redacción difícil y compleja, que Alice había encontrado entre las cosas de su bisabuelo fallecido, una obra del escritor más famoso del mundo que nadie había visto representada sobre un escenario desde hacía casi cuatrocientos años.
Thomas condujo hasta el hotel con la ropa empapada y los zapatos resbalándosele en los pies mojados. Se duchó y cambió de ropa. Le quedaría una buena contusión allí donde la pala le había golpeado el hombro, pero la herida no se había abierto. Tenía otra magulladura similar sobre el ojo derecho, pero podía haber sido peor, mucho peor. Se tomó más analgésicos, se cambió sus mocasines (manchados por el césped) por unas zapatillas de correr y fue directamente al coche.
No le agradaba la perspectiva de regresar a Hamstead Marshall Park, pero sabía que estaba cerca. Podía sentirlo.
El tiempo era más benigno que la última vez que había visitado la inexistente casa solariega. No había ni rastro de Elsbeth Church entre las ruinas, pero aquel lugar seguía poniéndole nervioso. Aparcó junto a la iglesia y deambuló por entre las tumbas antes de adentrarse en el prado que otrora fueron los terrenos de la grandiosa casa. Hacía sol, pero el aire era frío y la hierba estaba húmeda. Todavía podía llover.
Atravesó los pilares (una opción extraña e innecesaria, puesto que aquel era un espacio abierto) y caminó lentamente hacia el punto en el que había visto a la novelista absorta, en otro mundo. Todavía había restos de las flores cortadas, ya marchitas, en la hierba, y Thomas no pudo evitar pensar en Ofelia, movida por su locura, repartiendo hierbas a la corte danesa: «Esto es romero, para recordar…».
Era una asociación de lo más adecuada, supuso, aunque Elsbeth Church lloraba la pérdida de su hija, no la de su padre. Y Thomas estaba convencido de que las flores no era lo único que había allí en memoria de Pippa. Había algo más. Algo enterrado.
Pero la tierra no parecía haber sido excavada o removida recientemente. Si la obra había sido sepultada allí, el lugar no había sido importunado en mucho tiempo, y así no habría manera de dar con ella. Thomas murmuró para sus adentros mientras arrancaba un trozo de terreno, pero no había nada y la zona entre los muros desaparecidos de la propiedad era demasiado grande.
Solo era un presentimiento, un punto de partida, se recordó a sí mismo.
Una parte de Elsbeth veía reflejada la pérdida de su hija en aquella historia (seguramente espuria) del bebé recién nacido de Isabel que había sido arrojado al fuego, pero en esos momentos, allí, no creía que ese fuera el lugar donde Daniella Blackstone y ella hubieran decidido esconder la obra que sus hijas habían estado ensayando. Daniella había sido una mujer extremadamente sensata y Thomas dudaba incluso que Elsbeth hubiera considerado ese lugar adecuado para esconder el manuscrito. Después de todo, la relación de Elsbeth con aquella casa se había producido con posterioridad, a causa de la muerte de su hija. No era un lugar que pudiera haber significado algo para Pippa, y menos para Alice, pues no vivían cerca.
Entonces, ¿dónde?
Thomas se quedó allí, escuchando los graznidos de los grajos desde un lejano roble. No tenía ni idea. Si la hubieran guardado en algún lugar convencional (en una caja de seguridad, pongamos) los representantes legales de la propiedad de Blackstone la habrían dado a conocer. Si así fuera, el administrador la tendría. Pero eso parecía imposible. Además, había más gente buscándola y (si es que lo acontecido en las bodegas de Demier guardaba relación) en lugares más bien poco convencionales. Thomas no era el único que pensaba que ese libro en cuarto había sido escondido en un sitio donde alguien pudiese encontrarlo.