Pero había algo más, algo que le hacía pensar que la obra no estaba guardada en un cajón bajo llave. Las dos novelistas se habían separado inmediatamente después de que Daniella comenzara a hablar de la obra a otra gente. Elsbeth afirmaba desconocer la existencia de esa obra, pero las dos mujeres habían trabajado juntas durante años tras el incendio, unidas íntimamente por el dolor y la pérdida.
¿Qué pudo haber roto esa relación?
Elsbeth dijo que había sido por el dinero, pero eso parecía poco probable, a menos que el dinero solo fuera parte de un asunto mucho mayor. Blackstone había intentado sacar provecho de la obra cuando le había quedado claro que su carrera en solitario no iba a ninguna parte. ¿Podía haber sido ese el comienzo, el origen de la tensión entre ellas? ¿Que Daniella hubiese querido sacar tajada del valor de la obra y se hubiese topado con la inquebrantable negativa de Elsbeth? En ese caso, quizá el intento inicial hubiera sido el de mantener la obra en secreto en recuerdo de sus hijas fallecidas.
Sí, pensó Thomas. Apretó el paso.
Si se habían comprometido a guardar el manuscrito que había sobrevivido a sus hijas en su memoria, entonces el deseo de Daniella de darlo a conocer había sido como romper su promesa y, por tanto, una degradación de las muertes de Alice y Pippa. Si no lo hubiera hecho, la obra habría seguido escondida en algún emplazamiento, recuerdo simbólico no de sus muertes, sino de sus vidas. La obra había sido escondida en algún enclave que había sido importante para las chicas, no en una ubicación vinculada a ellas por la difusa asociación histórica de su muerte en un incendio. No sabía dónde estaba, pero Thomas estaba seguro de que nunca encontraría Trabajos de amor ganados en la finca de Hamstead Marshall Park, ni siquiera incluso con una flota de excavadoras industriales a su disposición. Intentó recordar lo que había leído en el diario, los lugares a los que habían ido juntas, las cosas que habían hecho, pero todo lo que podía recordar era un puñado de referencias a conciertos y algo acerca de ir a «limpiar» a un caballo. Quizá la familia de Pippa tuviera una caballeriza.
Se quedó quieto y contempló el lugar vacío donde la casa había estado en otros tiempos, y sintió una repentina e inesperada tristeza que le hizo contener la respiración. Pensó en la peregrinación de Elsbeth Church a ese solar, casi diaria, durante años, preguntándose en qué momento tras la muerte de Pippa habría comenzado. Kumi y él solo habían pasado por un embarazo viable, pero ella sufrió un aborto. Aquel aborto los había marcado de por vida, había (al menos durante un tiempo) resquebrajado la base de su matrimonio hasta el punto de haber sido incapaces de vivir en el mismo continente. No alcanzaba a imaginar lo que la pérdida de una hija adolescente podía hacerle a una persona.
¿Y la pérdida de una mujer?
El pensamiento desapareció en una ráfaga de aire frío.
—Ella va a estar bien —dijo en voz alta.
Miró a la tierra con las flores cortadas y marchitas, y el pensamiento que había estado reprimiendo desde que ella le había hablado por primera vez de los distintos tratamientos se abrió paso al fin.
Sí, puede vencerlo. Mucha gente lo hace. Pero si no es esto, otra cosa será. Tarde o temprano. Todo el mundo muere.
Resultaba una obviedad, sí, pero lo cierto era que no lo había sabido hasta ese momento. No. Ni siquiera mientras yacía en el suelo de su cocina con una bala en el hombro y los pulmones encharcados. Ni siquiera entonces.
La primera vez que ella se lo había dicho, algo había comenzado a zumbarle en los oídos, algo terrible y corriente. Por primera vez sabía lo que era. Era el tictac de un reloj, contando el tiempo que les quedaba juntos.
«No es el amor el juguete del Tiempo», pensó. «Aunque al compás de su guadaña caiga la frescura de labios y mejillas…»
Pero eso no era cierto, ¿no? Y cuando las cosas morían, todo lo relativo a ellas se perdía. Se tornaban inimaginables, como si nunca hubieran existido.
Eso era lo peor.
—Ella va a estar bien —dijo.
Se frotó su frente magullada, respiró el aire frío y sintió que este le abrasaba los pulmones. Echó a andar hacia el coche, con los ojos fijos en el vehículo cual caballo con anteojeras, convencido de que tenía que salir de ese lugar, como si el aire estuviera infectado.
Tras lo acontecido en la casa de Daniella Blackstone, Thomas no necesitaba recordarse a sí mismo los peligros de allanar una casa, pero no estaba con ánimos para andarse con cuidado cuando se detuvo delante del hogar de Elsbeth Church. En algún rincón, en un algún oscuro e irracional punto de su mente, algo que funcionaba por un oscuro sistema de asociación simbólica en vez de por la lógica, pensaba que si podía resolver el misterio en el que David Escolme le había metido, las cosas mejorarían. No se atrevía a incluir a Kumi en tal contexto, porque hacer de una presunción tan vaga algo específico resultaría absurdo, pero aun así lo pensaba.
De niño Thomas había tenido todo tipo de absurdas supersticiones: que tendría un buen día si no miraba hacia atrás hasta llegar a la parada del autobús, que los tres cardenales rojos posados en las ramas del árbol que había fuera de su casa significaban que sus padres iban a volver pronto del trabajo, que si evitaba las grietas de la acera la espalda de su madre no se rompería… cosas así. Era una satisfacción alegre y privada, algo de lo que nunca había hablado con nadie porque sabía que si lo expresaba con palabras resultaría estúpido. En esos momentos, una pequeña e irracional parte de su ser se aferraba a la certeza infantil de que si podía conectar todas aquellas cosas, el resto iría rodado. Desata unos nudos (Escolme, Shakespeare, champán…) y aquel que no puedes desatar (Kumi) se soltará solo. Una estupidez, sí, pero…
Llamó a la puerta de Elsbeth Church con la esperanza de que no se hallara en casa.
No estaba, lo que suponía todo un alivio en diversos aspectos, así que se dirigió a la parte trasera en busca de una ventana abierta o una puerta endeble. Una trampilla para el carbón era esperar demasiado, pero al menos no tenía alarma. La casa que había al otro lado de la calle parecía en silencio y las cortinas no se movieron cuando miró hacia las ventanas.
Ahora o nunca.
Thomas rebuscó en su cartera y sacó una MasterCard caducada. Metió la esquina en la rendija entre la jamba y la puerta. Nunca antes lo había intentado y no estaba seguro de lo que estaba haciendo, pero presionó con fuerza contra el pestillo y le sorprendió la facilidad con que este se soltó. La puerta se abrió. Esperó a ver si se oía algún pitido o ladrido y a continuación entró.
Lo olió al instante, aquel aroma a tierra y hojas húmedas y ese olor animal, como a almizcle. Se le erizó el vello.
Se encontraba en una cocina de piedra. Parecía que no la habían renovado desde el siglo anterior. Estaba limpia, resultaba muy espartana. Ninguno de los objetos allí presentes eran posteriores a la segunda guerra mundial. Había antiguos utensilios de cocina de hierro y enormes y pesados cuchillos colocados en un armario de piedra desgastada. Thomas se volvió y se estremeció al rozarse con algo, algo que se movió, algo que era el origen de ese olor, si bien realzado con una nota más oscura: sangre.
Se estremeció antes de saber de qué se trataba.
De una de las vigas del techo colgaban dos conejos destripados. Su cabeza, ojos y piel estaban intactos.
Thomas retrocedió y tuvo que hacer un gran esfuerzo por controlar los nervios.
Fue de habitación en habitación con gran rapidez, y el olor lo siguió. Las habitaciones eran todas iguales, espacios limpios y sin personalidad alguna. Eran como aquellas salas de los castillos, paredes de revoque desigual y suelos de piedra o madera agrietada con un par de muebles un tanto rudimentarios. No había cuadros en las paredes, ni cortinas, ni pintura (aparte de la lechada), ni televisión, ni sofá, ni pantallas sobre las bombillas, ni alfombras, ni equipos de sonido. Podía ser perfectamente una casa de hace cuatrocientos años, salvo por el hecho de que Thomas se había esperado que aquel periodo dejara algún tipo de huella en el lugar: un tapiz, un utensilio obsoleto, un tintero… algo. Ese sitio no tenía ni tiempo ni contexto. Era un espacio en blanco en el tiempo.
Salvo en dos habitaciones.
Una era donde Elsbeth escribía. Tenía pocos muebles, pero había un ordenador de última generación en el escritorio, además de un diccionario abreviado de inglés. En una estantería de pino descansaban las obras completas de Shakespeare y una colección de sus propios libros. Nada de nadie más.
La otra habitación totalmente amueblada se hallaba arriba. Permanecía abierta. Tan pronto como entró, Thomas supo que era la habitación de Pippa Church (más bien de Pippa Adams), pero no podía haber sido más diferente a la de Alice Blackstone. Thomas se quedó impactado. Durante un largo instante lo único que pudo hacer fue contemplar aquellas paredes con horror.
La habitación estaba empapelada con detalles del incendio. Había recortes de periódicos subrayados y marcados en rojo. Había fotos granuladas y borrosas del funeral, estoicos dolientes de negro y habitantes del lugar aturdidos, con gabardinas totalmente desfasadas y paraguas. Había una fotocopia impresa en tinta azul del salón de actos, con flechas hechas con bolígrafo rojo que indicaban, supuso, la dirección de las llamas. Había memorandos de las pruebas, fotos de la escena del crimen, incluso un informe patológico que hablaba en terribles términos clínicos de «inhalación de humo» y «extensas quemaduras post mórtem». Solo había algo que relacionaba aquella habitación con la de Alice. Encima de la cama sin colcha estaba el mismo póster de la portada del álbum de XTC, el del contorno blanco de un caballo sobre un fondo verde.
Thomas salió de la estancia.
En treinta segundos había bajado las escaleras, atravesado la cocina y, ya fuera, soltó el aire frío y húmedo e intentó reprimir las ganas de vomitar.
Pero allí, bajo un castaño de Indias, Thomas supo que había visto algo, que la visita no había sido un mero allanamiento del terrible monumento que Church había erigido a la muerte de su hija. Las fotos del funeral mostraban a aquellos padres sin hijos como un grupo confuso, como si el dolor los hubiera separado del resto. Al extremo de ese grupo, no exactamente en él pero junto a ellos, estaba un Randall Dagenhart veinticinco años más joven.
Sintió una oleada de júbilo. Su pálpito no era erróneo y había podido demostrarlo sin tener que descolgarse de ventanas y arrastrarse por un tejado cual chimpancé demasiado grande…
Thomas estaba volviéndose cuando una mano lo agarró del hombro. Se estremeció, pero la mano era fuerte y lo sujetaba con firmeza. Oyó la voz antes de ver al hombre.
—¿Todo bien, hijo?
Era un hombre alto, sus espaldas parecían medir un metro de ancho, y tenía el cabello pelirrojo, corto, y ojos pálidos. Vestía un jersey negro y una gorra con visera y una banda negra y blanca alrededor.
Un policía. Había otro detrás de él.
—¿Qué? —dijo Thomas en parte fingiendo inocencia, en parte realmente sorprendido.
—Un vecino informó de que había un coche merodeando —dijo el policía—. Es esta su casa, ¿señor?
—Esto… no —dijo Thomas, mirando hacia la casa al otro lado de la carretera, donde las cortinas estaban en esos momentos descorridas.
—¿Puede decirme qué estaba haciendo aquí?
—Tan solo…
Thomas se quedó en blanco.
—Estaba dando una vuelta —dijo.
—¿Dentro de la casa? —dijo el policía—. Acabo de verlo salir.
—Lo siento —dijo Thomas—. Esperaba que la señorita Church estuviera en casa, pero…
—Me temo que te hemos trincado, macho —dijo, sonriendo como si se tratara de una broma habitual entre ellos.
—¿Disculpe? —comenzó Thomas—. ¿Trincado…?
Pero el policía lo cortó sin contemplaciones. Ya no estaba sonriendo.
—Queda detenido por posible robo con allanamiento de morada. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra. Por favor, venga por aquí.
Cuando pienso que todo lo que crece
su perfección conserva un mero instante;
que las funciones de este gran proscenio
se dan bajo la influencia de los astros;
y que el hombre florece como planta,
a quien el mismo cielo alienta y rinde,
primero ufano y abatido luego,
hasta que su esplendor nadie recuerda:
la idea de una estada tan fugaz
a mis ojos te muestra más vibrante,
mientras que Tiempo y Decadencia traman
trocar tu joven día en cruenta noche.
Y, por tu amor sostengo guerra contra el Tiempo,
que él te lleva y mi verso a ti se aferra.
William Shakespeare.
«Soneto 15»
Thomas fue conducido a un inapropiadamente alegre Panda (blanco con cuadros azules y blancos a ambos lados y oblicuas franjas luminosas en rojo y amarillo) esposado al segundo agente. Se sentó en la parte trasera. Era un coche pequeño, casi de juguete, de acuerdo con los estándares estadounidenses, pero aquello no era para tomárselo a broma. Thomas estaba en un serio aprieto.
Mientras conducían por las carreteras rurales hasta la comisaría de Newbury, Thomas intentó evaluar la gravedad de la situación. En cualquier circunstancia, una detención era una mala noticia, pero en un país extranjero podía tener consecuencias devastadoras. Sabía que no iban a torturarlo o golpearlo en una celda inglesa, y que tampoco lo iban a encarcelar por tiempo indefinido, pero mucho se temía que estaba metido en dificultades de otro tipo, dificultades que como poco iban a costarle su dinero y su dignidad.
Y tiempo. ¿Cuánto tiempo podía tardar en aclararse aquello? ¿Días? ¿Semanas?
Dios, pensó, menuda cagada.
—Escuchen —dijo—. No he hecho nada. Conozco a Elsbeth Church. Estuve hablando con ella el otro día. Esto es una locura…
Pero ninguno de los policías dijo nada, y aunque una parte de él quería reírse por lo absurdo de la situación, tan surrealista sensación comenzaba a pesarle cual plomo en el estómago. Conforme se acercaban a la comisaría (un edificio de ladrillo indescriptible y tan fuera de lugar como el coche) y la carretera se llenaba de casas, tiendas y tráfico, Thomas fue consciente de que cada vez se hundía más en el asiento, con la mirada al frente para evitar las miradas de los transeúntes. Una mujer con un cochecito azul los observó durante un largo rato cuando esperaban a que el semáforo se pusiera en verde. Thomas bajó la vista, sintiéndose estúpido y humillado.