—¿Cree que alguien quiere mantener oculta la obra por algo de lo que dice? —dijo Robson—. ¿Como qué?
—No tengo ni idea.
—Algo grande, ¿no? Algo que pondría patas arriba el mundo académico. Entonces, ¿cuáles son las opciones?
—Bueno, existen ciertas controversias en la biografía de Shakespeare, como por ejemplo si era católico, si era gay, o como quiera que se dijera en el siglo XVI, su grado de respaldo a la monarquía, y demás. Si cualquiera de estas controversias pudieran ser demostradas, sería todo un acontecimiento en los círculos académicos, pero me resulta difícil creer que la obra pudiera hacer eso: rotundamente no, no para matar por ello.
—Pero, y si algún académico basara sus estudios en que Shakespeare era católico, por ejemplo, ¿no sería un contratiempo para su trayectoria profesional que se demostrara lo contrario? ¿Y si a alguien no le gustaran los maric…? —Se contuvo—. Los homosexuales. Pero la obra pusiera de relieve que Shakespeare lo era. Si estás lo suficientemente chalado, ¿no es ese un motivo para mantenerlo oculto y que la imagen del escritor no quede, ya sabe, manchada?
—Pero esa no es la cuestión —dijo Thomas—. No veo cómo una sola obra podría demostrar eso, cuando el resto de sus obras no lo hacen. Incluso aunque fuera toda una declaración de intenciones en uno u otro sentido, solo sería una prueba que ponderar junto con el resto. No soy capaz de concebir que una sola obra pueda enterrar cualquiera de esas controversias.
—¿Y si demostrara que Shakespeare no fue el autor de ninguna de las obras? —dijo Robson—. Leí algo en el periódico acerca de un actor que decía que las obras fueron probablemente escritas por un lord…
Thomas recordó la analogía que Deborah le hizo con El ala oeste de la Casa Blanca y negó con la cabeza.
—Incluso aunque fuera cierto —dijo—, no explicaría por qué un académico está intentando mantener esa información en secreto. Hace cincuenta años, los shakesperianos probablemente fueran más conservadores, pero ya no es así. La mayoría de los académicos se consideran progresistas contraculturales tanto desde un punto de vista social como político. La mayoría de los shakesperianos le confieren poca importancia al hombre de Stratford. Hay algunos a los que ni siquiera les gustan demasiado sus obras. Muchos defenderían sin pestañear una prueba factible que pusiera en duda su autoría. Hasta ahora no se ha producido porque no existen pruebas fehacientes de que el William Shakespeare de Stratford no escribiera las obras que se le atribuyen. No creo que el tipo de pruebas que podamos extraer de una obra nueva pudieran cambiar nada de eso.
Robson frunció el ceño.
—No lo sé —dijo—. Si al final se descubre que todas sus obras fueron en realidad escritas por la reina o similar, creo que sí sería todo un acontecimiento.
—Quizá —reconoció Thomas sin creerlo realmente. Quería cambiar de tema—. ¿Cuáles eran los nombres de las chicas que murieron en el incendio con Alice Blackstone? —preguntó.
Robson cogió la carpeta del escritorio y la abrió.
—Eso sí se lo puedo decir —dijo—. La sala de pruebas está llena de cajas de ese caso. El Departamento de Investigación Criminal vino cerca de una docena de veces, pero no encontraron nada que les fuera de utilidad. De vez en cuando alguien vuelve a echar un vistazo, pero no logran llegar a ninguna parte. Si ocurriera ahora, tendríamos circuitos cerrados de televisión y cosas así, pero entonces… Aun así, creo que nunca nos desharemos de las pruebas.
Dejó de hablar unos segundos y a continuación dijo:
—Sí. Alice Blackstone, Philippa Adams, Elizabeth Jenkins, Debora St. Clair y Nicola Rogers —leyó.
Pippa, Liz, Debs y Nicki. Las chicas del diario. Las chicas de la foto.
Thomas frunció el ceño y tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—¿Qué ocurrió exactamente? —dijo.
—Fue el 20 de julio de 1982. Las chicas estaban en el salón de actos del instituto. Eran las seis y todo el mundo se había marchado. Estaban trabajando en un proyecto. Tenían una actuación en la fiesta de fin de curso: un baile o algo así. Nunca logramos averiguarlo. Solían quedar en una cafetería llamada Bruno. Ya no está: es parte de un local de limpieza en seco. La cuestión es que por lo general iban allí después de clase, pero estaban practicando ese baile, o lo que fuera, y se quedaron en el salón de actos. El incendio comenzó en la parte trasera del edificio. Encontramos acelerantes, gasolina, para ser más exactos, para iniciar el fuego. Una especie de cóctel molotov: una botella de gasolina con un trapo quemado en el cuello. Creemos que la lanzaron por una ventana.
»A las chicas las encontraron en la habitación que hacía las veces de camerino, tras el escenario principal. Imaginamos que no se enteraron de que el edificio estaba en llamas hasta que fue demasiado tarde y no pudieron salir.
—¿Estaba la puerta del salón de actos cerrada?
—No —dijo Robson—. Eso es lo extraño. Si se hubieran asomado unos instantes antes y hubiesen olido el humo, habrían podido escapar sin un rasguño. Sin una quemadura más bien.
Robson, que por lo general era una persona divertida que intentaba mantener las distancias con los casos que le ocupaban, parecía nervioso en esos momentos. Estaba rememorando todo.
—Se habían producido algunos incendios similares en la ciudad a principios del verano. Todos en edificios abandonados. Chavales, supusimos, sin nada mejor que hacer, intentando divertirse. En aquella época no existían las drogas. Había borracheras y vandalismo y peleas, pero no sé. La destrucción aleatoria de edificios no era algo exactamente habitual, pero en cierto modo lo entendíamos porque, la verdad sea dicha, probablemente no les diéramos a los chavales nada que hacer. Aun así, ese incendio fue diferente.
—¿Nadie resultó herido en los demás incendios?
—No, y, después de ese, no volvieron a producirse.
—¿Cree que fue el mismo pirómano en cada caso?
—Bueno, esa es la cuestión —dijo Robson—. Los primeros incendios no fueron investigados con la minuciosidad que hubiese sido deseable, por lo que las pruebas eran fragmentarias, pero conozco a algunos de los tipos que trabajaron en el caso y ellos pensaban que no, que ese incendio había sido diferente. Fue el único incendio en un edificio grande y de carácter público, el único donde cabía la posibilidad de que hubiera gente en el interior.
—¿Se consideraron intencionadas? —dijo Thomas—. Me refiero a las muertes de las chicas.
—No veo el motivo para ello. No creo siquiera que el tipo que inició el incendio supiera que estaban allí. Y si hubiera querido que murieran, las habría encerrado. Fue mero azar que no fueran al baño o a otro sitio y vieran las llamas mientras todavía había tiempo de, ya sabe…
—Huir. —Thomas completó la frase por él.
—Sí.
—¿Hubo algún sospechoso?
—Ninguno serio. Interrogamos unas cuantas veces al conserje porque tendría que haber estado en su puesto de trabajo cuando comenzó el incendio, pero la sensación general es que su único delito fue el de la pereza.
—¿Sigue en la zona?
—En cierto modo —dijo Robson—. Está enterrado aquí. Murió hará unos diez años. El pobre bastardo pasó el resto de su vida borracho. Se sentía culpable por no haber estado en su puesto para poder ayudarlas, supongo. Pero nadie pensaba que él hubiera sido el responsable del fuego.
—¿Puedo ver los nombres de nuevo?
Robson le enseñó la lista y Thomas copió los nombres, sintiendo una vez más la frustración que había sentido la primera vez que los había oído. Había estado casi seguro, pero ahora…
De repente se puso en pie.
—¿Dónde está la librería más cercana? —preguntó.
—Hay una llamada Browsers en Talisman Square.
Cuando Robson terminó de darle la dirección, Thomas ya estaba de camino.
Thomas entró en la tienda y buscó la sección de «misterio, romance y novela negra». Los encontró en la sección de «suspense» y cogió el primer libro de Blackstone y Church que vio en el estante. Abrió el libro y dio con la página del copyright. En una letra diminuta, bajo las direcciones y demás información de la editorial, estaba el símbolo ©. Junto a este aparecían los nombres de Daniella Blackstone y Elsbeth Adams.
Pippa Adams, pensó mientras el corazón le latía a gran velocidad.
Elsbeth Church escribía con un seudónimo que había hecho oficial. Su verdadero apellido era Adams y su hija había muerto en el incendio junto a Alice Blackstone.
Thomas llamó al Instituto Shakespeare y la señora Covington respondió a la segunda señal.
—¿Sigue Randall Dagenhart apuntado para la excursión al castillo de Warwick? —preguntó.
—Sí —respondió ella—, aunque desconozco la razón. Últimamente el lugar se ha vuelto un poco chabacano.
—¿A qué hora regresan?
—No van a ir hasta después del almuerzo, a las dos, así que… Déjeme ver —dijo—. Sí, el minibús saldrá del castillo a las seis. ¿Por qué?
—Mera curiosidad —dijo Thomas.
Se planteó seguir al minibús en su coche, pero dado que sabía adónde se dirigía, le pareció una tontería. En vez de eso, condujo hasta Warwick, aparcó en el aparcamiento del castillo y pagó el precio desorbitado de la entrada antes de que los académicos partieran en el minibús hacia allí. Thomas recorrió el camino, bien conservado, entre césped y arbustos, hasta llegar al puente levadizo y la torre de entrada. Ya estaba dentro.
El castillo de Warwick era tan diferente al castillo en ruinas de Kenilworth como pudiera imaginarse. Allí no había ruinas, ni cimientos irregulares o muros a medio derruir. El edificio había sido reconstruido en su totalidad, fundamentalmente durante el último siglo y medio, y aunque sus muros y torres resultaban imponentes y mostraban cómo habían sido las fortalezas medievales, Thomas prefería la romántica devastación de Kenilworth. No ayudaba el hecho de que el castillo estuviera gestionado por la gente del museo de cera Tussaud quienes, además de sacar millones de libras del fondo de restauración estatal para el castillo, también lo habían convertido en un parque temático, lleno de efigies muy reales de caballeros y escuderos, sonidos ambientales y proyecciones de películas. Recuerdos de todo tipo (espadas de plástico, sacapuntas en forma de catapultas y similares) estaban a la venta allá donde mirara. Había gente vestida con trajes de la época que conducía a los turistas a la «torre fantasma» (previo suplemento en la entrada) y varias actividades programadas: justas y tiro con arco, aves rapaces y lanzamiento con fundíbulo al otro lado del río. No era de extrañar, pues, que el lugar estuviera abarrotado de grupos escolares, muchos de uniforme, todos gritando.
Thomas se alegró de tener un motivo para no hacer la visita guiada y encontró él solo lo que se conocía como la Guy’s Tower, una torre de vigilancia de cinco plantas del siglo XIV situada al norte de la entrada principal y a la que se accedía por una escalera desde las almenas. Subió las escaleras lentamente y, una vez arriba, permaneció allí.
La torre era enorme, inexpugnable, una atalaya de doce flancos que le proporcionaba una posición estratégica con respecto al patio y al terreno exterior a los muros. Cuando la comitiva de shakesperianos llegara, podría verlos recorrer todo el camino hasta la torre de entrada.
Llegaron a las dos y media pasadas. Eran ocho o nueve. Vio a Dagenhart primero, pero Katy Barker también estaba allí, al igual que Alonso Petersohn. Julia no estaba, pero se sorprendió al ver a Taylor Bradley cerrando la comitiva, intentando formar parte de aquello. Thomas no quería que lo descubrieran. Cualquiera del grupo podría reconocerlo, sobre todo después de la payasada del primer día, pero al que tendría que evitar a toda costa era a Taylor, que podría identificarlo con mayor facilidad.
Thomas se sentó debajo del muro almenado de la torre, pegado al cañón de una chimenea, y se preguntó si debía bajar o no. Si alguno subía allí, lo vería, pero había mucho que hacer y ver en el castillo, y la torre tenía una importante subida. Probablemente Taylor fuera el único del grupo menor de cuarenta años.
Quédate donde estás, decidió.
Eso hizo, y el tiempo pasó con gran lentitud. El grupo se movía como una unidad, lo que facilitaba su localización. A las tres y media ya habían visto las mazmorras, lo que se conocía con el nombre más bien arbitrario de la torre del César, y asistido a la proyección de una película llamada El sueño de una batalla. A continuación se dirigieron al edificio principal, en la parte sur del castillo: la capilla, la sala noble y los aposentos reales. Thomas comenzaba a inquietarse. Tras cuarenta minutos, empezó a preguntarse si no los habría perdido, pero a las cuatro y treinta y cinco salieron y se reunieron en la parte central del castillo, como si estuvieran decidiendo qué ver a continuación.
A las cinco, había dicho el administrador. Thomas seguía observando, haciendo caso omiso de los críos que subían a gritos por las escaleras, disparándose flechas imaginarias entre sí, y solo apartó la vista cuando le pareció que Katy Barker estaba mirando los muros y, como si estuviera subiendo las escaleras de la torre con los ojos, alzaba la mirada hasta la cara de Thomas, en la parte superior.
Thomas se agachó y esperó un minuto, pero cuando se atrevió a mirar de nuevo, todos estaban allí, hablando. Petersohn estaba señalando la torre mientras leía el folleto. Dagenhart miró su reloj.
Si van a reunirse con el administrador en el castillo, ¿adónde irán?
A algún lugar tranquilo, privado, alejado de la masa de turistas, pero a una parte del castillo cuyo acceso estuviera permitido para no meterse en un problema si fueran vistos allí. Thomas miró su mapa y contempló las distintas posibilidades y a continuación volvió a mirar hacia abajo, hacia el grupo.
El grupo se había disuelto.
Vio a Katy Barker entrando en una tienda de regalos junto a un par más (incluido, como era de esperar, Taylor). Dos estudiantes de doctorado se dirigían a la torre fantasma, pero ni rastro de los demás.
Thomas se asomó por la torre y miró angustiado el patio y alrededores, pero no divisó a Randall Dagenhart. Contempló la pared de cerramiento que había debajo, a su derecha, y vio a Alonso Petersohn dirigiéndose hacia las escaleras, hacia él.
Thomas pensó con rapidez. Cabía la posibilidad de que Petersohn solo estuviera paseando junto a los muros, pero puesto que ya había recorrido gran parte del ascenso, lo más probable es que fuera a subir hasta la parte superior de la torre. Thomas bajó todo lo rápido que pudo. Huyó de la torre, descendió por las escaleras exteriores y salió al muro con la cabeza gacha. Petersohn estaba a diez metros de él, en las escaleras del patio, pero con la mirada fija en los desgastados peldaños de piedra.