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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (33 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Y así proseguía. El nombre que más aparecía era el de Pippa. Era la mejor amiga de Alice, la persona con la que compartía ideas políticas y, más importante todavía, gustos musicales. Iban a comprar discos juntas y pasaban horas escuchando sus álbumes y sencillos: Depeche Mode, Duran Duran, Yazoo, Elvis Costello, Dexy’s Midnight Runners, Madness, Spandau Ballet, Blondie, Haircut 100 y New Order. En primer lugar de la lista, claro está, se hallaba XTC, que eran brillantes, talentosos y de la zona. Gran parte del diario hablaba de la meteórica trayectoria del grupo: el enorme éxito de English Settlement y la publicación del single que casi se había convertido en un himno nacional, Senses Working Overtime, seguido de los rumores de que las cosas no iban muy bien en su gira internacional.

Alice había rebuscado entre las publicaciones musicales, cual fan devota, para intentar hacerse una idea de qué era lo que estaba ocurriendo con lo que se suponía que iba a ser la gira con la que XTC conquistaría el mundo. Era su momento. Se habían granjeado un público fiel con sus anteriores álbumes, sobre todo con Drums and Wire y Black Sea, y eran los niños mimados de la prensa musical. En marzo su confianza pareció tambalearse levemente y ya en abril estaba claro que algo terrible había ocurrido. «Dicen que Andy sufre de pánico escénico», escribió Alice. «¿Cómo es posible que Andy Partridge, uno de los mejores cantantes de pop del momento, tenga pánico escénico?» Pero nunca encontró una respuesta satisfactoria, y aunque confiaba en que la cancelación de la gira fuera solo un problema temporal, parecía consciente de que su querido grupo jamás alcanzaría la gloria que merecía.

Thomas sonrió con nostalgia. Si siguiera con vida, Alice tendría su edad y, aunque sus gustos eran quizá demasiado eclécticos, tenían muchas cosas en común. Muchos de los grupos que le habían gustado a Alice también le habían gustado a él, aunque los hubiera olvidado por completo. Le gustó más incluso por eso, y porque ese imperfecto sincretismo desmentía algunos de sus pontificios altaneros acerca de libros y política. Era una joven inteligente, y las discusiones que tenía con sus amigas acerca de cuál era la mejor canción de The Jam, o si Adam Ant hacía música diferente a la de los Nuevos Románticos, o si tanto uno como otros deberían considerarse un nuevo tipo de música, eran discusiones serias, bien meditadas y argumentadas, si bien sazonadas con la idolatría propia de las admiradoras. En esas peroratas dogmáticas era donde oía su verdadera voz, no en su postura moralista al hablar de literatura o de la política laborista. Había sido una chica normal, tan normal y corriente como él lo había sido, más brillante quizá, más seria, pero por lo demás una típica adolescente. Resultaba difícil pensar que había muerto a esa edad, y más todavía que las chicas de las que hablaba (su pandilla) probablemente fueran aquellas que habían muerto con ella.

Estaba a punto de dejar el diario sobre la cama cuando este se le cayó y se abrió. Entonces se dio cuenta de que el diario iba de mediados de junio, la última entrada de Alice, a finales de julio. Habían arrancado un mes entero del diario, y con esas hojas también había desaparecido cualquier información de lo que Alice había estado haciendo en las semanas previas a su muerte.

Thomas estaba reflexionando sobre aquello cuando oyó pisadas fuera, en las escaleras.

Capítulo 66

No tenía dónde esconderse. Debajo de la cama apenas cabía la alfombra y el armario estaba lleno de cajas. Miró las paredes con nerviosismo, pero en ellas solo había ventanas.

Eran ventanas antiguas, con marcos de metal y pasadores de hierro forjado. Una de ellas tenía una celosía de rombos. Thomas fue hasta la ventana, la abrió (con el corazón latiéndole a toda velocidad) y cuando estaba ya con medio cuerpo fuera oyó que las pisadas se detenían en la puerta. Sacó las dos piernas y descendió con sumo cuidado por el alféizar inferior. Cerró la ventana. Oyó que giraban el pomo y el chirrido de la puerta, pero para entonces ya estaba fuera.

El problema era que no tenía adónde ir. Estaba sobre la franja de un adorno de piedra que recorría los lados de la torrecilla. Thomas se movió lentamente hacia la esquina para no tapar la luz del sol que se filtraba por la ventana, pero allí solo estaba la piedra irregular y el estrecho marco de la ventana para agarrarse. Había cerrado la ventana, con toda la tranquilidad de que había sido capaz, pero no podía abrirla desde fuera. Durante cinco segundos permaneció allí, sin respirar, esperando a que la ventana se abriera y lo enviara a su muerte.

Oyó movimientos en el interior de la habitación, y a continuación se hizo el silencio.

Thomas se había imaginado que habría un balcón meramente decorativo o una tubería vieja por la que poder descender, pero no había nada. Ante sus ojos se alzaba el camino entre los campos y setos y tras estos los restos rojizos del castillo de Kenilworth. Se aventuró a mirar hacia abajo y solo vio los inclinados lados de la torrecilla y el patio delantero de grava.

Diez metros, quizá doce, pensó. Como poco te romperás las piernas si intentas saltar. O si te caes.

La brisa lo golpeó en el rostro y se pegó todo lo que pudo contra la torre.

Esto puede acabar muy mal…

A Thomas nunca le habían gustado demasiado las alturas.

Tenías que haber intentando hablar, pensó. O simplemente golpearlo y echar a correr.

Pero ambas cosas habrían terminado con su detención y arresto.

Claro, pensó con sequedad, y este número de equilibrismo es mucho mejor…

Bajó la vista y miró de nuevo al alféizar. Tendría unos diez centímetros de ancho. Si fuera necesario, podría rodear la torre e intentar llegar al tejado propiamente dicho de la casa, pero un mal paso, o una ráfaga de viento, y se caería. No se oía ningún ruido desde el interior. Thomas se valió de la mano derecha para agarrar la parte superior del estrecho marco metálico de la ventana e intentó aferrarse a la piedra estirando los dedos de la mano izquierda. Lentamente, con muchísima cautela y sintiendo que la piedra se le clavaba en la espalda, giró la cabeza hacia la ventana y estiró el cuello.

El cristal era biselado y estaba empañado, pero pudo distinguir una forma humana sentada en la cama, de espaldas a la ventana. Un hombre, pensó, aunque no podía saberlo con seguridad. Thomas se movió levemente y miró a través de otro de los rombos del cristal, cuya parte central era más nítida.

Era el administrador, y estaba leyendo el diario de Alice.

A continuación se levantó, con rapidez, y se dio la vuelta. Thomas apartó la cabeza de la ventana al instante. A punto estuvo de perder el equilibrio y, durante un segundo, pareció estar inclinándose hacia el vacío.

En ese mismo instante, la ventana se abrió.

Thomas se pegó todo lo que pudo a la piedra y contuvo la respiración. Vio la blanca mano del administrador en el pasador de la ventana. Si se asomaba más y giraba un poco la cabeza vería a Thomas y entonces…

Solo Dios sabe qué.

Seguía pensando en ello cuando la ventana se cerró de repente. Un instante después oyó el pasador. A continuación el crujido de la puerta y el golpe sordo al cerrarse. Thomas ladeó la cabeza de nuevo y encontró el trozo de cristal que había usado como mirilla.

El administrador se había marchado y se había llevado el diario de Alice consigo.

Thomas presionó la ventana con la mano derecha, pero esta no cedió. Quizá fuera capaz de romper uno o dos de los cristales con el codo, pero la celosía era tan estrecha que no lograría descorrer el pasador sin romper la mitad de los cristales. Incluso aunque pudiera hacer eso sin caerse, armaría muchísimo ruido. Si el administrador lo pillaba, cualquier enfrentamiento acabaría con Thomas cayendo y matándose.

Será mejor que intentes rodear la torre hasta llegar al lugar donde se une con el tejado, pensó.

Tragó saliva y, con la mirada fija en las ruinas del castillo, dio un mínimo paso hacia la izquierda. Al dar el paso extendió el brazo derecho (que todavía se aferraba al marco de la ventana) todo lo que pudo. Giró la cabeza para mirar por la esquina. Un ángulo recto. No podría rodearlo así, no de espaldas al muro. Nunca lo lograría. La única manera era darse la vuelta para ponerse de cara a la piedra y, para hacerlo, iba a tener que soltarse de la ventana.

Capítulo 67

Dicho así sonaba sencillo, darse la vuelta para ponerse de cara al muro, pero hacerlo sobre un alféizar de diez centímetros sostenido en la nada parecía del todo imposible. Comenzó moviendo el pie izquierdo, girándolo sobre el talón hasta que el pie apuntó a la esquina, manteniendo mientras tanto la palma de la mano izquierda pegada a la pared. Seguía agarrado al borde metálico del marco de la ventana con el pulgar y los dos primeros dedos de la mano derecha. No había mucho a lo que asirse, de modo que era más una sensación estabilizadora que algo a lo que realmente pudiera agarrarse. Si perdía el equilibrio, no podría evitar caerse.

Lo siguiente que hizo fue rotar las caderas en sentido contrario a las agujas del reloj muy lentamente, sin separarse del muro. Cuando sus hombros le siguieron, girando hacia la izquierda, sintió que su brazo se iba extendiendo. Cuando el hombro derecho comenzó a sobresalirle por el alféizar, tuvo la escalofriante sensación de que el suelo se elevaba para recibirlo. Su hombro herido gritó de dolor y lo encogió.

No puedes hacerlo.

Volvió a su posición inicial, pegado al muro, y cogió aire. Esperó, contó hasta diez en silencio y a continuación repitió el proceso una vez más.

En esta ocasión, cuando llegó al punto en el que su hombro izquierdo estaba apoyado contra el muro, comenzó a mover los dedos de la mano izquierda hacia el cuerpo. Tenía que meter el brazo entre el costado y la piedra. De esa manera crearía un espacio entre su cuerpo y la casa que le permitiría pasar el brazo.

En otras palabras, tienes que despegarte del muro.

Había comenzado a sudar. Sentía el frío de su rostro al contacto con el aire. Respiró profundamente y contó tres hacia atrás. Tres.

Dos.

Uno.

Se soltó de la ventana, girando su dolorido brazo derecho en el aire, y metió el brazo izquierdo en el espacio resultante. Giró sobre la punta de los pies y con la mano derecha intentó agarrarse a la esquina mientras la izquierda buscaba a tientas el marco de la ventana.

Durante un terrible instante pensó que no lo había logrado. No había nada. Entonces sus dedos magullados y desesperados encontraron el extremo del metal y se agarraron a él como Dumbo a su pluma.

Salvo que Dumbo no necesitaba realmente la pluma, así que es una mala analogía. Porque sin tu pluma, tú solo serás una mancha en el suelo.

Gracias, siempre eres de gran ayuda.

Aun así, estuvo a punto de echarse a reír. Tenía la cabeza totalmente pegada a la fría piedra y todavía se mantenía de manera precaria sobre el alféizar, pero aquello ya le parecía todo un triunfo. Instantes después comenzó a avanzar lentamente hacia la esquina, lo que significaba que tendría que soltarse de la ventana.

Se imaginaba que aquel punto de agarre no le estaba siendo de gran ayuda a su equilibrio. La sensación de estabilidad a través del contacto era algo mental. Soltarse no supondría ninguna diferencia.

De acuerdo, Dumbo. Veámoslo…

Se agarró a la esquina con la mano derecha, y eso ayudó. Cuando comenzó a rodearla, fue consciente de lo acertado de su decisión. Jamás lo habría logrado de espaldas al muro. Una vez hubo doblado la esquina pudo ver su objetivo, a tres benditos metros de allí: el tejado, con sus tejas viejas y cubiertas de musgo y una fila de chimeneas. Ya casi había llegado. Entonces, sin duda, encontraría esa tubería. O quizá una hiedra a lo Romeo y Julieta que pudiera usar como escalera…

Se escuchó un golpe abajo.

Thomas se estremeció y eso casi lo mata. Logró mantener el equilibro y a continuación miró hacia la parte inferior. Se encontraba justo encima de la puerta principal. El administrador acababa de salir y la había cerrado de un portazo. Si Thomas se caía en esos momentos, aterrizaría justo encima de él.

Permaneció inmóvil durante unos instantes. A continuación, apoderado de un urgente pensamiento, miró el coche del administrador. Si estaba mirando a la casa, el administrador se giraría hacia la torrecilla al meterse en el coche y vería a Thomas.

Había un Jaguar azul oscuro aparcado con el morro apuntando al muro delantero de la vivienda.

Consciente de que solo disponía de algunos segundos antes de que el administrador lo viera desde el asiento del conductor, Thomas se desplazó con rapidez, temerariamente. Se tiró desde la torrecilla y aterrizó en las inclinadas y apiñadas tejas y, medio a gatas, comenzó a avanzar sin mirar atrás. Al llegar a la cúspide del tejado donde se hallaban las chimeneas y pasar una pierna por encima, un fragmento de piedra, que probablemente había soltado él, resbaló por el tejado, rebotó contra el canalón y se golpeó contra el parabrisas del coche.

Thomas se arrojó contra el tejado y mientras resbalaba intentó aferrarse a las tejas, pero su caída fue frenada por la primera de las chimeneas. Pero no era el único en buscar refugio allí ese día. Con un sonoro graznido, un cuervo comenzó a mover las alas frenéticamente, rozando con las plumas el rostro de Thomas al levantar el vuelo.

Thomas se encogió y pegó la cara al pecho por si el cuervo lo atacaba. Abajo, el administrador observó la piedra que había golpeado en su parabrisas para a continuación alzar la vista al cuervo y gritarle:

—¡Márchate!

Entonces, mientras Thomas permanecía allí arriba en cuclillas, cual gárgola, el administrador volvió a meterse en el Jaguar y se marchó.

Capítulo 68

Thomas tardó menos de dos minutos en encontrar el mejor modo de bajar, que resultó ser por la chimenea de la cocina. Era de ladrillo, inclinada, y descendía por el lateral del muro, flanqueada por una bajante de hierro fundido. Se tumbó sobre el tejado y comenzó a arrastrarse por las tejas hasta llegar allí y a continuación se dispuso a descender con cuidado. Comparado con sus simiescos movimientos en el alféizar de la torrecilla, el descenso final fue un juego de niños.

Recuperó la cizalla y marchó penosamente por los prados hasta el aparcamiento del castillo, sacudiéndose el musgo y las telarañas antes de subirse a su coche alquilado. Estaba acalorado, sudado y lleno de polvo y arenilla. No se había percatado hasta ese momento, pero tenía las palmas y los dedos de las manos doloridos de aferrarse a la piedra y al metal de la torre. Tenía arañazos en los brazos y rasguños en las rodillas de arrastrarse por el tejado, pero ya estaba abajo, a salvo, y sin que nadie lo hubiera visto. Pisar el suelo era una sensación de lo más agradable.

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