Salió de la M25 y se dirigió al norte por la M40. En Oxford encontró lo que ambiguamente se señalizaba como «Área de servicio», así que paró para comer algo, ir al baño y hacer una llamada.
—Agente Robson.
—Soy Thomas Knight. Hablé con usted después de que me atacaran en las ruinas del castillo.
—Ah, sí —dijo el policía—. El asedio del castillo de Kenilworth. ¿Cómo iba a olvidarlo?
—Le conté por encima lo que estaba haciendo aquí —dijo Thomas—. Me gustaría contarle algo más.
—De acuerdo —dijo Robson—. ¿Va a tardar? Porque quería comer en breve…
—Pida una pizza —dijo Thomas.
Le habló a Robson de su visita a las bodegas de Demier y de lo que había ocurrido allí. Le dio el número de teléfono de Polinski en Chicago y le sugirió que contactaran con la Interpol, o lo que quiera que se hiciera en esos casos, para poder cooperar con la policía francesa.
—De acuerdo —dijo Robson de manera totalmente inexpresiva—. Mire, señor Knight, la historia que me cuenta es bastante extraña.
—¿Por qué no pide esa pizza y yo lo llamo más tarde? —sugirió Thomas—. Entre tanto, usted puede ir haciendo algunas llamadas.
—Me parece justo —dijo Robson.
Las llamadas que iba a hacer eran, ambos lo sabían, para comprobar la historia de Thomas y que el policía se asegurara así de no estar tratando con un lunático.
Thomas se compró una manzana y un trozo de queso cheddar. Los ingleses sabían comer queso, de eso no cabía duda. Así se lo hizo saber a la cajera.
—Es un lugar —dijo ella—, no está lejos de aquí.
—¿El qué?
—El cañón de Cheddar. Es de donde proviene el queso.
—Oh —dijo Thomas, que nunca se había planteado que Cheddar fuera un lugar—. Buen queso el de allí, ¿verdad?
—Supongo —dijo la chica, encogiéndose de hombros—. No como queso. Me da gases.
Thomas llamó a Robson media hora después y, aunque la voz del policía era la misma, percibió un grado de seriedad diferente en la manera en que lo escuchaba. Sin duda había confirmado lo sucedido en Épernay. Thomas le pidió una información a cambio de la que él le había proporcionado: la dirección de la otrora compañera de escritura de Daniella Blackstone, Elsbeth Church.
Ya con la dirección en su bolsillo, Thomas prometió ponerse en contacto con Robson cuando regresara a Kenilworth. A continuación compró un mapa nuevo y regresó al coche.
La casa de Elsbeth Church estaba al sur de Stratford, casi junto a la M4 entre Newbury y Hungerford, en lo que en la actualidad era el condado de Oxfordshire, pero que todo el mundo llamaba Berkshire Downs. Vivía bien, pero no de manera ostentosa, casi en los límites de un pueblo llamado Hamstead Marshall, en el tipo de casa solariega que solo los ingleses podían construir: de piedra, cubierta de enredaderas, con el tejado de pizarra y un jardín rústico hasta el punto de asemejarse a maleza descontrolada, si bien lleno de flores coloridas. La casa tenía ventanas pequeñas y emplomadas y las paredes sobresalían de manera que podían inducir a pensar que la casa estaba destartalada, aunque se trataba meramente de una pintoresca característica. Tras ella había prados que se extendían hasta un arroyo, con un enorme sicomoro desde el que una enorme paloma o pichón gorjeaba. Parecía sacada de una postal o de una caja de bombones.
Robson le contó que Elsbeth Church se había divorciado del animal de su marido en cuanto fue económicamente independiente. No tenía hijos y, a diferencia de Daniella (con su administrador), vivía sola.
Nadie abrió la puerta cuando llamó. Esperó y lo intentó de nuevo, pero con igual suerte. La casa más cercana se hallaba detrás de la carretera, a unos doscientos metros de distancia. Thomas miró hacia allí y vio que la cortina de una ventana de la planta de arriba se movía. Alguien estaba observándolo. Se planteó la posibilidad de ir hasta allí, pero supuso que ese no era un lugar en el que la gente diera información de sus vecinos a extraños. Condujo hasta el pueblo y, en dirección norte, hacia la autopista, encontró un pub llamado The Green Man.
El cielo estaba encapotado y comenzaba a refrescar. Entró, cerrándose bien la chaqueta fina que llevaba, se sentó junto a la barra y pidió una pinta de cerveza amarga.
A diferencia de Stratford y Kenilworth, en ese pub no estaban acostumbrados a la presencia de estadounidenses, y pronto se vio inmerso en una conversación con el camarero acerca de los diversos méritos del críquet frente al béisbol y la forma en que los estadounidenses habían jodido la palabra «fútbol».
—Si ni siquiera usan los pies —estaba diciendo el camarero, claramente divertido—. ¿En qué consiste ese deporte suyo? Y todo el rato parando y retomando el juego para poder empujar a esos monstruos de media tonelada al suelo. ¡Vamos, hombre! Esos tipos no durarían ni cinco minutos en un partido de rugby, ni siquiera en uno de auténtico fútbol, donde no se puede parar el juego para beber cada treinta segundos. Entre partidos toman oxígeno. ¡Oxígeno! Si no hay suficiente en el aire, es que hay un problema, ¿no cree?
Y así siguió. Thomas aguantó el tirón como buenamente pudo, con una sonrisa, encogiéndose de hombros y haciendo de vez en cuando algún comentario obligatorio acerca de los empates a cero en el fútbol, la impenetrabilidad del críquet y el fracaso de Inglaterra al no clasificarse para la Eurocopa, que en esos momentos copaba todos los titulares. Pero fue un enfrentamiento sano, no una verdadera discusión. El camarero era un hombre de mediana edad, enjuto, que tenía la manía de mirar a un lado cuando hablaba y cuya sonrisa ante su propio ingenio era tan leve que casi pasaba desapercibida. Finalmente la conversación se desvió a otros temas: cómo era la zona para vivir, y por qué el camarero anhelaba irse algún día a Florida. «Aquí no hay nada», decía. Los jóvenes se estaban marchando a la ciudad. Las granjas estaban muriendo. Ni siquiera los turistas iban allí.
Todo ello llevó a que el camarero le preguntara a Thomas qué hacía en aquel lugar, y este le contó una versión ligeramente retocada de su reportaje periodístico sobre Daniella Blackstone.
—Iba a reunirme con Elsbeth Church, pero supongo que ha debido de ocurrir algo porque no estaba en casa.
—Probablemente no tenga un buen día —dijo el camarero—. En ocasiones está algo confusa.
—¿De verdad? Pensaba que era el cerebro del equipo.
—Eso es lo que dice la gente —le confió—, pero yo diría que siempre ha estado algo chalada y cada vez va a peor. Es buena creando historias, ya sabe, pero a pesar de todo el dinero que tiene no puede evitar que su vida se vaya al garete. Tampoco es que le importe demasiado. ¿Qué hora es? —Miró su reloj—. Estará en la casa antigua —dijo—. Si está en la ciudad y no llueve, ahí tiene que estar.
—¿La casa antigua?
—Hamstead Marshall Park Manor.
—¿Puede indicarme cómo se va?
—A pesar de haber vivido siempre aquí no sé si seré capaz —dijo con su extraña sonrisa. Entonces, tras encogerse de hombros y poner la mirada en blanco, añadió—: Allá usted, amigo.
Thomas giró la servilleta en la que había escrito el camarero, pero seguía sin comprenderlo. Había conducido hasta el lugar donde debería encontrarse la casa, pero no había nada. La carretera se abría paso entre campos abiertos y árboles desperdigados. Había una iglesia y alguna granja, pero nada que mereciera el grandilocuente título de Hamstead Marshall Park Manor. Todavía no había empezado a llover, pero pronto lo haría, y estaba anocheciendo. Si no la encontraba pronto, perdería su oportunidad.
Condujo por el tramo de la carretera dos veces, y a continuación se paró y salió del coche. Hacía frío y mucho aire. Cayó en la cuenta de que estaba buscando algo similar al hogar de Blackstone, una casa majestuosa en terrenos expansivos. Allí no había nada que se le pareciera.
Aparcó junto a la iglesia, un pequeño edificio de piedra con una torre cuadrada, probablemente de origen medieval, pero que había sufrido transformaciones a lo largo de los años. Caminó por el cementerio con la esperanza de que alguien estuviera trabajando aún y pudiera indicarle la dirección correcta. Pero no había nadie.
Deambuló por el cementerio, con sus lápidas erosionadas y tambaleantes, mirando a los campos en busca de alguna señal de la casa, y fue entonces cuando vio algo extraño. En medio de aquel prado de pajonal descuidado había un par de pilares de ladrillo con nichos insertados y coronados con jarrones de piedra. De los ladrillos salían hierbajos que caían cual enredaderas desde las urnas. Parecían los postes de una verja, solo que allí no había ninguna verja, ni muros o paredes, ni nada en el interior. Thomas caminó hacia los pilares. En el suelo había una flor amarilla. Supuso que crecerían en la zona, pero le faltaba el tallo, como si alguien la hubiera tirado allí. A pocos pasos encontró otra. No supo muy bien por qué, pero aquellas flores lo inquietaron.
Thomas caminó con cuidado por aquel terreno irregular y sintió la primera gota del cielo gris en su mejilla. Cuando estuvo más cerca de los pilares, se convenció todavía más de que eran postes de una verja, pero en aquel lugar completamente abierto parecía algo surrealista y sobrenatural, como aquellos monolitos de antiguos círculos de piedra que surgían de la propia tierra. Miró a su alrededor. Ya llovía con bastante intensidad y el lugar resultaba extraño y aislado. Entró (si es que había algo a lo que entrar) y miró de nuevo cuanto le circundaba, como si esperara que un edificio apareciera de repente ante él, cual estructura espectral en un cuento de hadas o de fantasmas. No había nada, y como la lluvia parecía ir a más, empezó a plantearse regresar al coche. Sin duda se había confundido. Había más flores allí, cortadas y lanzadas al azar o arrastradas por el viento, algunas eran frescas, otras ya estaban marchitas, otras completamente secas, pero ninguna parecía originaria del lugar.
Había algo en aquel sitio, algo antiguo y elemental. Thomas se estremeció.
Y entonces la vio. Estaba agachada a unos doscientos metros de distancia, quieta, con la cabeza ligeramente ladeada al otro lado de donde Thomas se encontraba. Bien podía haber sido una piedra semienterrada pero, a pesar de estar tan quieta, a Thomas le sorprendió lo mucho que había tardado en verla. Era mayor, pensó, de aspecto frágil, con largos cabellos que se agitaban con el viento. Thomas avanzó con más rapidez. Ella llevaba un abrigo oscuro con el cinturón muy apretado. A su alrededor, flores. Flores cortadas.
«¿Quiénes son, que no semejan habitantes de este mundo estando en él…?», pensó Thomas, sintiéndose de repente como Macbeth cuando se topa con las extrañas hermanas en el monte.
Dio un paso hacia ella. A continuación otro. La mujer sabía que Thomas estaba allí. Se apostaría lo que fuera. Había en su figura una tensión, una actitud alerta, como la de un conejo en campo abierto.
—¿Señorita Church? —dijo—. Mi nombre es Thomas Knight. Esperaba poder hablar con usted…
Y de repente se volvió y Thomas pensó, Oh, Dios mío. ¡Es Margarita!
Era la mujer que había visto junto al río en Stratford, la mujer que había hablado a Randall Dagenhart con tal furia que le había recordado a Margarita de Anjou en los primeros dramas históricos de Shakespeare. Aquello le dejó mudo, helado. Permaneció allí, inmóvil, bajo la lluvia, con la boca abierta.
La furia que había visto en ella había desaparecido, y su rostro, aunque distante, estaba bastante sereno. Cuando habló, su voz fue baja pero clara, a pesar del viento y la lluvia.
—¿Qué es lo que quiere?
—Estoy investigando la muerte de Daniella Blackstone —dijo, revelando impulsivamente la verdad—. O, más bien, estoy investigando la muerte de un amigo mío, David Escolme, que la representaba y que fue asesinado poco después de que ella muriera.
—No sé nada de eso —dijo en un tono de ensoñada indiferencia.
Se dio la vuelta y su mirada perdida se posó en la lluvia.
—Solo quería hacerle una o dos preguntas —repitió Thomas.
Ella siguió sentada, quieta, sin responder.
—Señorita Church —dijo Thomas—, lo siento si este es un mal momento, pero vengo de Estados Unidos y no puedo estar demasiado tiempo aquí…
Permaneció sentada como uno de aquellos postes monolíticos, como si ni siquiera supiera que él estuviera allí.
—Daniella era amiga suya —se aventuró a decir Thomas—. Trabajaron juntas durante años. ¿Por qué se pelearon?
La mujer no lo miró ni dijo nada.
—Encontré su cuerpo —dijo Thomas. De repente se sentía muy enfadado—. Encontré su cuerpo en mi patio. No pedí que me metieran en esto. No quería que me metieran en esto.
—¿Murió rápido? —preguntó Church sin mirarlo.
—Creo que sí —respondió Thomas.
—Bien —dijo ella—. Supongo que eso es algo.
Se puso en pie de repente y Thomas se percató de que no era tan mayor como le había parecido en un primer momento. Se movía con lentitud pero con control. Caminó hacia él y Thomas recordó su ira con Dagenhart y tuvo que controlarse para no retroceder.
—Yo no la maté, señor Knight —dijo—. No estábamos de acuerdo en muchas cosas, en el dinero fundamentalmente, pero no la maté. No deseaba su muerte. Estábamos en desacuerdo en algunas cosas, pero también teníamos muchas en común.
—¿Podemos guarecernos de la lluvia y hablar un poco? Puedo llevarla al pub. Hablar un poco. Tomar algo.
—Tengo una bicicleta.
—Puede meterla en el maletero.
Lo observó unos instantes con sus ojos sinceros abiertos de par en par y Thomas se tuvo que obligar a no apartar la vista. Era como estar al lado de un toro o de un zorro, pues sus ojos estaban provistos de un instinto incognoscible, de una percepción tan ajena que no parecía humana.
—Puede llevarme a casa —dijo.
Echó a andar. Pasó junto a él y, durante unos instantes, Thomas se quedó inmóvil en aquel espacio sobrenatural dentro de los postes, solo entre los elementos, rodeado de flores cortadas.
—¿Qué era ese lugar? —preguntó tan pronto se marcharon de allí. Tenía que ser cauto en sus preguntas y pensó que ese sería un punto de partida lo suficientemente indirecto. Sentía su presencia en el asiento del copiloto. Estaba demasiado pegada a él y olía a ropa húmeda y a tierra.
—Era una gran casa solariega. Se quemó en el siglo XVIII.
—¿Por qué le gusta? —le preguntó. Había algo en su voz que le resultaba desconcertante, una cualidad distante y reflexiva, como un disco antiguo resonando a través del tiempo. Era como si no estuviera allí.