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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (6 page)

Y al decir esto, volvió a emprender sus idas y venidas a través de las distintas salas.

Mientras tanto, se había establecido que tampoco las criadas, desde la cocina o desde alguna otra parte de la casa, habían oído algún ruido o grito que permitiera conjeturar lo que había ocurrido en el cuarto rojo. Éste no mostraba, por lo demás, ninguna señal de lucha. Parecía como si Engelshausen ni siquiera hubiera podido defenderse. Todo indicaba una gran resolución y una enorme fuerza por parte del asesino. La comisión policial no pudo determinar con precisión cuál era la naturaleza de la herida.

Después de obtener estos resultados, el comisario y sus agentes se retiraron. Gasparinetti se quedó mirándolos cuando se marchaban, y luego, haciendo un ademán como para expresar que no encontrarían nada, se despidió y también se marchó.

Cuando los demás volvieron a entrar en la sala roja encontraron el cuerpo de Engelshausen extendido sobre el diván. Además, los empleados de la policía habían puesto algún orden en su exterior. Cierto es que todavía los ojos estaban abiertos; pero su cabeza descansaba en el brazo del diván y el mentón estaba puesto sobre el pecho; ahora mostraba la boca cerrada. Pero, independientemente de esto, también la expresión de su rostro era otra. Cada vez que alguien salía por un rato de la habitación, al volver le parecía encontrar algún cambio en Engelshausen. Le había desaparecido la hinchazón del rostro, como si se hubiera retirado algo más lejos, hacia el interior del cadáver; la equimosis que presentaba en la mejilla continuaba aún destacándose con su color rojizo; y una arruga surcaba sus rasgos que no eran los suyos, sino tal vez los de sus antepasados, y también, quizá, los de los descendientes que ya no tendría.

Una mosca que zumbaba en el aire se posó cerca de la comisura de los labios.

—¡Pobre diablo! —exclamó el coronel. Luego le cerró los ojos, cosa que consiguió sólo después de algunos esfuerzos. Los señores discutieron sobre quién iba a llamar a los padres de Engelshausen, porque no era el caso de dejar que la policía lo hiciera. Flesse no quiso llamar, de modo que el coronel se decidió a cumplir ese deber.

La conversación le resultó penosa. El padre de Engelshausen dijo por fin que iría a la casa de Flesse. Al principio, el coronel estuvo de acuerdo con esa decisión, pero luego agregó que acababa de oír entrar a cierta gente que, evidentemente, debía llevarse al muerto.

—Pero, ¿adónde? —preguntó el anciano—. ¿A casa?

El coronel no pudo precisarlo. Manifestó que iría inmediatamente a la residencia de los Engelshausen. Cuando bajaron el cadáver por la escalera, los Rochonville lo siguieron.

F
ONSECA

1

El sepelio se llevó a cabo sólo cuatro días después; a él asistieron los camaradas del regimiento del muerto. Eran éstos, aparte de Rochonville, el mayor Lukavski, el teniente Fonseca, el teniente primero Silverstolpe, y el cabo Slatin. El capitán Marschall von Sera no había asistido a la ceremonia. Se había disculpado porque debía cumplir con un compromiso impostergable.

El muerto había manifestado el deseo, claro está que ocasionalmente y sin abrigar el menor presentimiento de su próximo fin, de que lo enterraran vestido con el uniforme de gala. Por lo menos así lo afirmaba el viejo Engelshausen. Rochonville y Silverstolpe llegaron a la casa mortuoria donde yacía el camarada muerto. En los años que siguieron a la guerra, Engelshausen debió de haber engordado algo. El uniforme ya no se le cerraba sobre el pecho; en todo caso, no se le podía abotonar la chaqueta. Hubo, pues, que cerrarla con alfileres. Cierto es que bien podía haberse cortado por la espalda para poder abotonarla por delante, pero, por lo visto, a nadie se le había ocurrido tal cosa.

El muerto no llevaba ninguna condecoración sobre el pecho, ni la más insignificante. Sólo se veía el sencillo azul de la chaqueta que daba la impresión de ser curiosamente nuevo; en cambio, el oro de las estrellas y de las charreteras se mostraba ya un tanto desvanecido y, por debajo del oro, se percibía el rojo del cobre de los hilos. ¡Y cómo hacía notar aquello que el tiempo pasaba! ¡Si parecía que ayer mismo aquellas divisas resplandecían! Mientras tanto, la expresión del rostro de Engelshausen había vuelto a cambiar. Tenía el aspecto de un anciano con la nariz afilada como la hoja de un cuchillo. Ni siquiera la blanca venda que le circundaba la frente y que podría haberle conferido cierto aire juvenil, conseguía cambiar la primera impresión. La herida, que le atravesaba la mejilla desde la patilla hasta la nariz, se había oscurecido y asumido una tonalidad como de grafito, como si se hubiera trazado una línea sobre el rostro con un lápiz.

Pensando que la chaqueta de Engelshausen tenía que poder cerrarse mejor, Silverstolpe se acercó al muerto y, con ayuda de alfileres, juntó los bordes.

Aquello le hizo recordar un verso que debía de haber leído no hacía mucho en alguna parte, pues dedicaba bastante tiempo a la lectura:

Vous lui remettrez son uniforme blanc.

El entierro de Engelshausen se llevó a cabo bajo una lluvia torrencial. Es curioso el que nunca parezca convenir el tiempo a semejantes ceremonias. O bien llueve, o hace excesivo calor, o el tiempo se presenta demasiado tranquilo y amable; en suma, que las exigencias severas de estas ceremonias nunca encuentran un acuerdo con la naturaleza. Muchos parientes de los Engelshausen acudieron a la inhumación, todas gentes de buen aspecto que, a pesar de haber decaído en su posición, llevaban con cierta dignidad y elegancia su indumentaria de duelo. También asistieron muchos de los invitados que habían estado en la reunión de los Flesse, e incluso los dos Flesse. En cambio, no se hizo presente Gabrielle Rochonville. El coronel comprobó con satisfacción también la ausencia del «charlatán» Gasparinetti. Se veían muchas coronas con cintas en las que podían leerse: «A su único hijo, sus desconsolados padres» y «A su camarada, los oficiales y hombres del regimiento Las dos Sicilias»; en esta última inscripción se daba a entender el tácito acuerdo de todos aquellos que no estaban enterados de lo ocurrido.

Tampoco se pronunció ninguna oración fúnebre. Y la verdad es que no habría habido mucho que decir, como no fuera que el muerto había sucumbido de modo trágico sin haber alcanzado ni la muerte del soldado ni una vida plena, aunque es muy difícil establecer cuál pueda ser el verdadero fin de una vida o de una muerte. Bien puede una breve vida alcanzar su fin y una vida larga ser estéril. En general, toda la ceremonia se realizó, por así decirlo, al margen de la realidad. Todos sentían que el mundo propiamente dicho no tomaba parte en ella. Era esa una época en que no se amaba a la muerte, sin que por ello se fuera capaz de vivir verdaderamente.

Casi al terminar la ceremonia, la lluvia dejó de caer. Luego los presentes abandonaron el cementerio formando distintos grupos. Los oficiales hablaban entre sí de todo aquel asunto. Cada uno de ellos tendió la mano al suboficial que, respetuosamente, se había mantenido apartado, pero que luego se sumó al grupo y escuchó la conversación de los oficiales.

—Los periódicos —dijo Lukavski— no traen ningún nuevo detalle. Pero, de todos modos, me parece posible, y hasta probable, que la investigación esté avanzando, pues siempre puede surgir algún elemento inesperado. Mis primas, las Cernuschio, me dijeron que conocían al comisario encargado de la investigación. Enseguida les pedí que me invitaran a su casa junto con él. No es el mismo comisario que estuvo en la casa de los Flesse. Aquella comisión sólo tenía por cometido establecer los hechos. Ahora otra comisión emprendió las verdaderas investigaciones, según me explicaron; de manera que otro comisario se hizo cargo del asunto. En todo caso, no es el mismo que estaba en la casa de los Flesse. Es uno de los Gordon. Su madre era una Lang, de los Lang von Eggendorf. Los Gordon eran industriales en Carintia. Además, están emparentados con los Chazal. Me encontré, pues, con un hombre joven, de cara rubicunda y bastante hinchada, como si hubiera pasado mucho frío. Todos los Gordon tienen esa cara. Llevaba un buen traje escocés de irreprochable corte. Los Gordon siempre manifestaron cierta afectación en mostrar las relaciones que tenían con las industrias extranjeras. Mamá sostiene que son gente de fortuna. Nadie se explica por qué este Gordon se hizo policía. Tal vez la misma familia lo haya deseado por algún motivo práctico. Cuando se enteró de que yo conocía a Engelshausen se mostró muy interesado o, mejor dicho, tal vez sólo hizo como que lo estaba. O bien pudiera ser que fingiera sentirse interesado tratando de ser cortés, cuando en realidad esta vez lo estaba realmente. Al hablarme, me miraba con una sonrisa estereotipada, un tanto comercial y un tanto mundana, como la de todos los Gordon, tal vez porque tengan la opinión de que se los considera demasiado buenos comerciantes para que se los pueda estimar sólo como gente distinguida. Según me pareció, no se manifestaba deseoso de hablar sobre el verdadero estado de la investigación; quizá porque aún no se ha llegado a ningún resultado, y quizá también porque no le esté permitido decir nada. Se hallaba cómodamente sentado, como si sólo hubiera ido a aquella casa a tomar té, y hacía como si fuera el menos competente de los hombres (según él decía) para entender en tales cuestiones y declaró que muchos otros se ocupaban de aquel caso, el cual, como todo procedimiento oficial, no podía despertar ningún interés personal en los funcionarios. Los Gordon siempre han fingido que no se interesaban por nada, hasta que venía a comprobarse que tenían puestas las manos en todas las cosas. De cualquier manera, era muy difícil sacarle algo. Se limitaba a hablar de lo que los diarios ya habían dicho. Los citaba como si merecieran fe absoluta. Ahora bien, toda la gente que se hallaba aquella noche en la casa de los Flesse sostiene que el hombre que cometió el crimen sólo pudo haberse introducido en la habitación por la ventana. Con todo, parece que la policía continúa sustentando la opinión de que debe de haber sido uno de los invitados. Se dice a este respecto que si, verdaderamente, un hombre extraño hubiera entrado de pronto por la ventana, Engelshausen, seguramente, habría hecho algún ruido y se habría producido algún desorden en la habitación, o algo parecido (cierto es que allí está la herida en la mejilla de Engelshausen), siendo así que nada permite deducir que se haya llevado a cabo una lucha propiamente dicha, ni que Engelshausen haya manifestado siquiera sorpresa. Debe de haber sido, pues, uno de los invitados; y Engelshausen no habría advertido la presencia del asesino, que se le habría acercado por detrás. En todo caso, este último tiene que haber tapado con una mano la boca de su víctima para luego cogerle entre sus dos manos la cabeza y quebrarle literalmente el cuello. A decir verdad, no puedo imaginarme que un invitado de los Flesse pudiera determinarse a hacer tal cosa. Suponiendo que alguno de nosotros quisiera asesinar a alguien, es seguro que no se le ocurriría retorcerle el pescuezo como si se tratara de un ave, y esto sin tener en cuenta que, desde un punto de vista físico, no habríamos sido capaces de hacerlo. Otro aspecto oscuro de la cuestión es éste: ¿por qué el asesino, si no fue en un acceso de súbita e irresistible cólera, cometió el crimen en la casa de los Flesse, en un lugar en el que había tanta gente reunida y en el que, a cada momento, alguien podía sorprenderlo, en lugar de esperar una ocasión más favorable y elegir un lugar más propicio? Además, no tenemos la menor sospecha de cuál puede haber sido el motivo del asesinato. Pregunté a Gordon si Engelshausen llevaba una vida extravagante o desordenada que le hubiera concitado enemigos. Porque (así le dije) lo había conocido, a decir verdad, tan ligeramente que me era imposible formular un juicio sobre él o sobre su modo de vivir. Pero Gordon dijo que, por lo que había podido saber, la vida de Engelshausen era, naturalmente, la más clara y normal que pudiera pensarse. Pues, ¿por qué había de ser de otra manera? Teniendo en cuenta el carácter de mi interlocutor, no podía esperar yo otra respuesta. Le pregunté, pues, si él, Gordon, no creía que el crimen pudiera haberse cometido a causa de una mujer, ya que no podía pensarse en otro motivo. Pero Gordon me replicó enseguida que Engelshausen sólo mantenía relaciones enteramente superficiales con las mujeres.

El coronel, que caminaba un poco más adelante, miró hacia atrás y preguntó:

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Señor coronel? —preguntó Lukavski.

—¿Qué entiendes por «relaciones superficiales» con las mujeres? ¿O mejor dicho, qué entiende por tal cosa ese hombre, quiero decir, ese comisario?

—Evidentemente —respondió Lukavski—, quiso decir que Engelshausen no tomaba demasiado en serio esas cosas y que, a su vez, lo más probable es que tampoco las mujeres por las cuales él se interesaba le concedieran una importancia especial.

—¿Sí? —dijo el coronel—. ¿Cómo lo sabe?

—Seguramente le han informado de los antecedentes de la vida de Engelshausen.

—Entonces no pudo ser una mujer la causa del crimen.

—Desde luego que no —dijo Lukavski—. La cuestión está en saber si lo que me dijo el comisario corresponde a sus verdaderas opiniones. Esto es algo que no sé; sólo puedo decir que, por su manera de aparentar credulidad obtuvo, por lo menos conmigo, un resultado exactamente contrario al que se proponía. En efecto, cuando me despedí de él, yo estaba persuadido de que aquel hombre sabía más de lo que me había confiado; pero, desde luego, que no tenía la obligación de decirme nada; por el contrario, quizá ni siquiera tuviera el derecho de revelarme algo.

Al cabo de un rato, el coronel dijo:

—¿Entonces crees que el móvil del crimen pudo ser una mujer?

—No lo creo —replicó Lukavski—; sólo me parece que esa posibilidad no está excluida.

El coronel guardó silencio, y como en virtud de su pregunta, en cierto modo, se había hecho cargo de la conversación, también permanecieron callados los otros. Mientras tanto, habían llegado a las puertas del cementerio y el cabo se dispuso a despedirse. El coronel, mientras lo miraba con expresión distraída, le tendió la mano y luego hicieron lo propio los demás oficiales.

—¿Y cómo le va a usted, Slatin? —preguntó Silverstolpe—. ¿Y su mujer? ¿Y su hija?

—Todos muy bien —repuso el cabo, que enseguida se separó del grupo.

—Probablemente —dijo Silverstolpe mientras lo seguía con la mirada— es el que mejor está de todos nosotros.

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