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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (4 page)

El coronel quiso replicar algo, pero no consiguió hacerlo, pues el desconocido continuó:

—¿Qué significan, por ejemplo, para nosotros las batallas de Borodino, de Plevna, de Aladia Dagh? ¡Recuerda alguien aún quién resultó vencedor en Höchst, en Harsany, en Thionville! Sólo sabemos que en todos aquellos lugares donde tuvieron lugar las batallas cuyos nombres llegan hasta nuestros oídos, héroes, heridos y muertos tiñeron la tierra con su sangre. Más aún: en los numerosos amaneceres que se levantaron sobre los campos de batalla, amaneceres claros o neblinosos, sofocantes o helados, después de noches pasadas en vigilia, tal vez los guerreros, llevados unos contra otros a la lucha, ni siquiera supieran los designios de sus jefes. Sólo sabían que se hallaban en guerra. Estaban persuadidos de que, siendo soldados, debían sacrificarse cuando retumbaran los tambores y sonaran los clarines.

De nuevo el coronel quiso replicar algo; pero, igual que antes, el desconocido no le dejó tomar la palabra. Parecía ser víctima de una necesidad irresistible de hablar. De manera que continuó exponiendo sus opiniones a pesar de que sólo un instante antes había dado término a su larga historia.

—Independientemente de lo que se piense de las guerras, lo cierto es que sólo los muertos las hacen sagradas. El sacrificio que ellos cumplen es más glorioso que una victoria. Las banderas plegadas que se conservan en iglesias y arsenales nos hablan de ellos, y las letras de oro grabadas en el mármol de los monumentos en que se hallan sepultados sólo a ellos cantan loas. Porque, en efecto, no hay gloria sin duelo. Ya ves, pues —terminó diciendo el desconocido con satisfacción—, que el momento más glorioso de la vida de un soldado es aquel en que éste cae.

—Cierto —admitió el coronel pensativamente—, pero ello no autoriza a reprochar a nadie el haber sobrevivido a la acción. Es suficiente que un soldado esté dispuesto a dar su vida, lo cual vale tanto como si realmente la hubiera dado. Por lo demás, no ha de ser difícil morir cuando uno no piensa en ello, pero ya es un acto heroico ir a la batalla sabiendo que uno debe morir. La naturaleza favorece el nacimiento de la vida con el placer, así como pretende detener su extinción rodeándola de toda suerte de sinsabores. Además, no puede compararse la muerte de un hombre con la de otro, de modo que sería superfluo, como tú propones, interrogar a los soldados muertos. No sé qué podrían decir que los vivos no dijeran.

—Pues podrían, por ejemplo, preguntar —replicó el desconocido— por qué sus camaradas aún viven.

—Viven —dijo el coronel frunciendo el ceño—, viven, o más bien, no pudieron morir, porque un día se les declaró que habían dejado de ser soldados.

—Un soldado nunca deja de ser soldado —exclamó el desconocido.

El coronel no respondió enseguida. Evidentemente pensaba en quién podría ser aquel hombre que le estaba dando una conferencia sobre las virtudes militares. Se disponía por fin a replicar algo cuando el desconocido dijo:

—Pero, a fin de cuentas, ésta es una conversación poco oportuna. El honor militar está hoy confinado a los cursos académicos, el orgullo, olvidado, y la gloria, desvanecida. ¡Ah, la gloria! ¿En qué consiste realmente la gloria? En el ruido que se hace en torno al silencio de los héroes. O, en el mejor de los casos, en el conmovido reconocimiento de los contemporáneos y de la posteridad. Muy bien, pero, ¿qué diríamos de un hombre que obrara sólo con miras al reconocimiento? También el soldado obra honrosamente porque no puede obrar de otra manera. Que haga un hombre decente sólo el intento de comportarse indecentemente; pues no lo logrará. ¿Qué significa, entonces, toda esa glorificación? Algún poeta (creo que fue Ossian) sostiene que «los espíritus de los muertos en el combate se inclinan, esperando oír las loas que se entonan en su honor». No puedo creerlo. Glorificar significa callar y, aunque los demás olviden lo que uno es y lo que será, en el fondo permanece uno siendo soldado. Aunque haga ya mucho tiempo que no vestimos el uniforme, continuamos comportándonos como soldados.

—Indudablemente —asintió el coronel—, aunque yo mismo no sé exactamente cómo debo obrar, pues no puedo considerar actitud muy militar el hecho de que no sepa qué hacer con mi tiempo.

—Aun cuando te hubieras retirado en medio de la paz más completa ya no habrías sabido qué hacer —dijo el desconocido—; pero no es eso lo que quiero decir, sino que bastará que te ocurran ciertas cosas para que vuelvas a ser el que fuiste.

—Pero lo cierto es que no me ocurre nada —dijo el coronel—. Sí, es exactamente eso; todo el mundo hace ahora como si no hubiera ocurrido nada y como si en adelante nunca fuera a ocurrir nada.

—En todo momento —replicó el desconocido— ocurren incomparablemente más cosas de las que sospechamos, y en todo momento el mundo se comporta como si nada ocurriera. Desde luego que nada determinado puede predecirse con certeza. No existen las verdaderas predicciones. Sólo sabiendo todo cuanto ocurrió podría uno vaticinar lo que habrá de ocurrir. Pero como acaecen infinitas cosas, bien podemos inferir que las que tienen que producirse aún son también infinitas, si bien, naturalmente, resulta algo penoso esperar que se produzcan sucesos exteriores antes de que uno mismo obre. Mejor sería obrar por uno mismo. Así o así; en cada instante puedes volver a encontrar una ocasión de confirmar tus virtudes..., tú y los tuyos.

—¿Quiénes son... los míos?

—Tu regimiento.

—Ya no existe.

—Pues entonces lo que aún queda de él. Quizá ustedes podrían encontrar todavía lo que les fue negado.

—Pero, ¿qué es lo que nos fue negado?

—Morir como soldados.

—Ésa es tu idea fija —replicó el coronel, encogiéndose de hombros y arrojando la ceniza del cigarrillo de boquilla de papel en una concha puesta en una consola de espejo—. Lo único que te importa es contar las bellas historias que pretendes haber vivido.

—Y, sin embargo —replicó el desconocido—, en cierto modo, ya estaba yo muerto cuando representé aquella historia.

Pero luego, como si quisiera poner fin a la conversación, que no parecía conducir ya a nada, preguntó:

—¿Puedes decirme quién es el joven que estaba con tu hija?

El desconocido formuló esta pregunta sin volverse siquiera hacia las dos personas de las que hablaba. El coronel miró en la dirección en que Gabrielle y Engelshausen estaban sentados... o, mejor dicho, donde habían estado sentados, pues los sillones que ocupaban se hallaban vacíos. Debían de estar en otra habitación. Absorbido por la conversación, el coronel no lo había advertido. Por eso, le pareció aún más singular el hecho de que el otro lo hubiera descubierto sin volverse para mirar.

—Es el señor von Engelshausen —dijo por fin Rochonville—. Uno de los oficiales de mi regimiento —se creyó obligado a agregar.

—Pues entonces —exclamó el desconocido—, todavía queda alguno de tu regimiento.

—En este caso no es del todo así —dijo el coronel—. A decir verdad, podría también afirmar que ese joven nunca sirvió en mi regimiento. Es el suyo un caso extraño, aunque puede que hayan ocurrido muchos semejantes. Realizó sus cursos de la Academia, y apenas fue destinado a mi regimiento el ejército comenzó a disolverse. Cuando llegó al frente nosotros acabábamos de abandonar nuestras posiciones y ya nos disponíamos a emprender el camino de vuelta. Engelshausen no pudo, pues, hacer otra cosa que retornar, también él, y sólo tuvo oportunidad de presentarse ante mí en el preciso momento en que yo deshacía el regimiento.

—Es muy doloroso —manifestó el desconocido, que por primera vez parecía creer realmente en lo que decía—, pero no abrigo la menor duda de que, si hubiera encontrado ocasión, habría probado sus virtudes.

Y al decir esto, el hombre dedicó a los presentes una ligera reverencia y abandonó el grupo.

—¿Quién es? —preguntó inmediatamente el coronel. Flesse le informó que era un capitán de caballería llamado Gasparinetti.

—¿De qué regimiento? —preguntó el coronel. Estaba seguro de no haber oído nunca aquel nombre en el ejército. Sin embargo le parecía que lo conocía de otro lugar, sólo que no podía recordar dónde lo había oído. Tal vez lo hubiera leído en alguna parte. Por lo demás, Flesse no sabía a qué regimiento pertenecía Gasparinetti.

—De todos modos, es un hombre notable —dijo.

En ese momento, Gabrielle se acercó al coronel, pero ya no estaba acompañada del joven Engelshausen. Era la hora en que toda la concurrencia se disponía a despedirse. Sería la una de la madrugada. Los invitados se despidieron y abandonaron las distintas estancias. En el vestíbulo una de las criadas ayudaba a los visitantes a ponerse los abrigos; la otra, que había bajado hasta la puerta de la calle para abrirla, permanecía de pie junto a ésta.

Mientras Rochonville se ponía el abrigo quiso preguntar a su hija acerca de Engelshausen, pero ésta se le adelantó y le manifestó que el joven se había ofrecido a llevarlos en su coche, a ella y al coronel, hasta su casa.

Permanecieron, pues, esperando un rato en el vestíbulo mientras los otros invitados, de los cuales ellos ya se habían despedido, se ponían sus abrigos y sombreros y volvían nuevamente a saludarlos. Sólo que Engelshausen no aparecía. Supusieron que debía de haber salido a la calle para buscar su coche; bajaron entonces hasta el portal.

En la escalera se les unió Gasparinetti. Llevaba un sobretodo poco entallado y un pañuelo de seda blanca en el cuello. Se había puesto el sombrero algo inclinado y echado sobre los ojos y llevaba las manos metidas en los bolsillos. Anduvieron arriba y abajo por el patio, mientras Gasparinetti no dejaba de hablar, es decir, sólo hablaba con Gabrielle, pues el coronel no intervenía en la conversación. A su juicio, Gasparinetti era decididamente un charlatán.

Una de las hojas del portal permanecía abierta y, junto a ella, esperaba la criada. Frente a la casa no se veía ya más que un coche; debía de ser el de Engelshausen, pero el joven no estaba en él. Enviaron entonces a la criada al piso superior, para que preguntara si Engelshausen se hallaba aún en la casa. Mientras tanto, el capitán de caballería no dejaba de conversar con Gabrielle. Al cabo de un rato, volvió la criada e informó que Engelshausen no estaba en el piso de arriba, pero que en el vestíbulo había visto un abrigo y un sombrero que, evidentemente, le pertenecían.

Los tres cambiaron una mirada y luego el coronel dijo que si Engelshausen no estaba en la casa tendrían que volver a pie. Pero Gabrielle replicó que, con sus zapatos de
soirée,
no le sería agradable andar y luego preguntó si no era posible hacer saber a Engelshausen que lo estaban esperando.

El coronel, pues, volvió a subir junto con Gabrielle por la escalera y, extrañamente, también lo hizo Gasparinetti, aunque, a decir verdad, todo aquello no le concernía.

—¿Estás segura de que Engelshausen te dijo que iba a llevarnos? —preguntó el coronel a su hija.

—Sí, desde luego —replicó ésta—. Pero, de todos modos, debe de estar aquí, porque de otra manera su coche habría partido.

En el vestíbulo vieron el sombrero y el abrigo de Engelshausen, y en el salón encontraron a los Flesse que, con ayuda de la criada que había permanecido en el piso superior, se disponían a restablecer ligeramente el orden de los muebles.

Cuando entró en la estancia, el coronel se disculpó por haber vuelto y manifestó que buscaba a Engelshausen. Los Flesse se mostraron sorprendidos y dijeron que tampoco ellos lo habían visto. ¿No sería que ya se había marchado?

—Pero, ¿no se despidió de ti? —preguntó Flesse a su mujer.

La señora respondió que no lo recordaba. Y Gasparinetti opinó que, cuando tanta gente se marcha al mismo tiempo, no es en modo alguno indispensable despedirse personalmente.

—¿Cuándo hablaste, pues, por última vez con Engelshausen? —preguntó el coronel, volviéndose hacia su hija.

—Hace muy poco —respondió ésta.

—¿Y dónde fue? —preguntó el coronel.

—Aquí —dijo ella—, en una de estas habitaciones. No sé exactamente en cuál de ellas.

Se pusieron, pues, a recorrer los diversos cuartos; había algunas ventanas ya abiertas, otras continuaban cerradas, de manera que en las habitaciones de estas últimas el aire estaba colmado de humo de los cigarrillos y del olor del de la chimenea. Las velas, a medio consumir, mostraban una llama vacilante. La inquieta luz que lanzaban jugueteaba y se reflejaba en los cuadros pintados al óleo, en los que las figuras de los personajes retratados, que en su mayor parte llevaban blancos uniformes, parecían animadas de espectrales movimientos, como sofocadas en medio del humo. Gasparinetti continuaba hablando, como si fuera víctima de un nervioso acceso de locuacidad.

Por fin llegaron a un cuarto en el que las bujías ya se habían apagado. Todavía se percibía en el aire el olor de la cera quemada. Durante un instante permanecieron todos de pie, inmóviles, en las tinieblas saturadas de humo y de calor.

Luego Flesse hizo girar la llave de la luz. La habitación estaba tapizada con brocado rojo, las paredes, cubiertas de cuadros y los muebles adornados con abanicos de marfil y miniaturas. En una vitrina se exhibía porcelana pintada. Las cortinas de la ventana estaban corridas, lo cual producía la impresión de que todo aquel cuarto estuviera forrado. Un biombo de pulida madera de palisandro, en el que se veían grabados de cobre coloreados, estaba extendido en el centro de la habitación.

Sobre la mesa, entre algunas copas vacías, una bombonera, ceniceros de plata y diversos objetos, se veía una botella de
chartreuse.
A los pies del diván tapizado de seda, desplomado en el suelo y en una posición que hacía parecer extrañamente informe el cuerpo, yacía Engelshausen.

3

A primera vista parecía tendido de espaldas, pues su rostro miraba hacia el techo. Pero un examen más atento revelaba que se encontraría boca abajo si aquel rostro no hubiera estado dirigido precisamente hacia arriba. Miraba, de manera absolutamente insólita y desconcertante, por encima de la espalda, con cuya posición la cabeza no encajaba de ningún modo. También de manera inquietante los brazos estaban doblados por debajo del cuerpo y las piernas parecían indolentemente recogidas y, por así decirlo, puestas al azar, de suerte que el conjunto ya no guardaba ninguna relación con el aspecto normal de la figura humana. El pantalón estaba tan arremangado en una de las piernas que, más allá de la media, dejaba ver un trozo de piel. El cuerpo yacía en una inmovilidad absoluta.

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