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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (9 page)

—No pensé —dijo Fonseca— que fuera usted incapaz de decir otra cosa sino sencillamente: «No sé nada, no conozco a ese hombre, no tengo la menor idea de quién pueda ser». Veo que me había equivocado al juzgarla. ¿Por qué no hace usted por lo menos el intento de desembarazarse de esta cuestión de manera más convincente...?

—Porque no tengo la intención de seguir conversando indefinidamente con usted sobre estas cosas.

—Pero tal vez —replicó Fonseca— exista realmente alguien que, sin que usted lo conozca, la ame...

—¡Eso es ridículo! —exclamó Gabrielle—. Nadie hace nunca nada por otro, o, por lo menos, si no lo conoce.

—No diga eso. Tal vez la única excusa de hacer algo por amor a otro sea el no conocerlo. Quizá cometió realmente el crimen un hombre que usted no conoce, pero que la ama. Porque, en verdad, ¡cómo conocer las infinitas posibilidades del corazón humano! ¡Si apenas conocemos nuestro propio corazón! ¡Quién sabe de qué turbaciones secretas es capaz el corazón del hombre! Y hasta bien pudiera ser que la pasión que ese hombre concibió se desvaneciera en el momento mismo en que se la revelara a usted. Sí, tal vez sólo la concibió porque tenía que mantenerla secreta. Se sostiene que debe de tratarse de un hombre de una excepcional fuerza en los brazos. Pero, acaso, toda esa fuerza de que tuvo necesidad para cometer su espantosa acción no era sino el producto de esa pasión contenida. Porque las mayores violencias no provienen de la cabeza ni de los brazos, sino que pertenecen al corazón.

La joven se quedó contemplándolo.

—Me parecen absurdas suposiciones —dijo por último.

—Las mujeres —replicó Fonseca— siempre creen que tienen que llamar absurdo lo que les gusta. Dígame, ¿nunca advirtió usted la presencia de un hombre que notoriamente poseyera una excepcional fuerza física? ¿Un hombre que la haya perseguido... no, no perseguido, sino que simplemente la haya seguido y la haya mirado? ¿No advirtió usted, de cuando en cuando y desde su ventana, a algún hombre que permaneciera rondando la casa...?

—No —dijo Gabrielle—, salvo usted mismo.

—¿Yo?

—Sí, usted.

—Ah, entonces descubrió que hoy...

—Desde luego.

—Y bien —dijo Fonseca lanzando una carcajada—, no importa. No sabía cómo hacer para hablar con usted y no quería visitarla directamente en su casa... ¿De manera que, desde sus ventanas, no distinguió a ningún hombre que, como yo...?

—No.

—Es curioso —dijo Fonseca—, otras mujeres están temiendo continuamente peligros que no existen, en cambio usted se resiste hasta a prestar atención a lo que realmente debería temer. Parece que usted ama mucho a alguien...

—¿Por qué?

—Porque no abriga usted ningún temor. ¿Entre los que están aquí presentes no hay, por casualidad, alguien que la esté observando? No digo simplemente mirando, sino observando. No me refiero al mozo, que no aparta los ojos de usted... aunque precisamente debe causar usted más profunda impresión en esa clase de gente que en otra...

—¿Qué clase de gente?

—La que es extraña a su medio —dijo Fonseca—. Y tal vez usted misma experimenta cierta inclinación por ese tipo de gente, aunque su educación y la posición que usted tiene se lo prohíben.

Gabrielle se sonrojó fugazmente. Fonseca se asombró de ello. Acaso había pensado que la muchacha no era capaz de sonrojarse.

—No sé por qué habla usted continuamente de mi posición —dijo Gabrielle—. ¿Es que hoy día importa algo? Es posible que usted no sepa que mi madre era, por así decirlo, de una condición inferior a la de mi padre y que hasta se pusieron dificultades para darle a éste la autorización para casarse.

—No lo sabía.

—En cuanto a mí, mi posición nunca me impediría hacer alguna cosa; únicamente mis sentimientos podrían impedírmelo.

Fonseca se quedó mirándola.

—Pero dejemos esto —dijo—. ¿Cómo cree usted que fue cometido el crimen? ¿Y qué piensa, sobre todo, acerca de las consecuencias que pudiera tener el arresto del asesino?

—¿Qué puedo pensar? —dijo Gabrielle.

Después de un momento de silencio, Fonseca se encogió de hombros.

—Y bien, en todo caso, ya queda usted advertida de las posibles consecuencias a que pueda verse expuesta —dijo el joven. Sin embargo, como suele ocurrir en casi todas las conversaciones, volvieron a caer en el mismo tema de antes. Fonseca procuraba trazar la imagen de una sombría figura manchada de sangre, presente no sólo en la escena del crimen, sino también en la vida de Gabrielle; ésta, sin embargo, declaró que nunca había entrevisto semejante personaje, y que las ideas de Fonseca revelaban gran imaginación.

Alrededor de las siete y media Fonseca llevó a Gabrielle hasta su casa. Durante el camino, que hicieron a través de calles más alumbradas, el joven se volvió varias veces por ver si descubría a alguien que los siguiera.

Pero no vio a nadie.

Ante la casa de Gabrielle continuaron aún hablando un cuarto de hora, mientras se paseaban arriba y abajo. Por último, Fonseca se despidió y se marchó.

3

A la mañana siguiente, al despertarse, Fonseca tuvo la impresión de que aquel día le sería afortunado. Vivía en la casa de su hermano, cuyo criado le llevó a la cama numerosas cartas entre las cuales había dos que contenían noticias decididamente agradables. Además el tiempo se presentaba hermosísimo; era uno de esos días de perfecta belleza que, por algunas horas, e incluso por todo el día, nos hacen creer que vivimos en la felicidad de los países del sur.

Fonseca permaneció algunos minutos tendido perezosamente en la cama, con los brazos cruzados por debajo de la cabeza, y respiró profundamente el aire que penetraba por la ventana abierta. Una suave brisa agitaba el follaje del jardín y se oía el canto de un pájaro. El joven se levantó, se envolvió en una bata y se metió en el cuarto de baño. El sol, que se filtraba a través de los vidrios esmerilados del cuarto de baño, creación típica de principios de siglo, bañaba el cuarto con una luz irisada. Los azulejos parecían ópalos; el agua, crisoprasa a la luz crepuscular, como las aguas de un estanque del bosque. Las gotas de agua caían, sonoras, a intervalos regulares.

Fumando un cigarrillo, Fonseca se peinó y se vistió. El traje que había elegido para aquel día le complacía. Antes de salir de la casa se detuvo algunos instantes en el vestíbulo para jugar con el perro de caza de su hermano. El vestíbulo, decorado con cuernos de ciervo y trofeos de caza, era oscuro, pero, como el criado se hallaba limpiando la casa, las puertas de las habitaciones contiguas y las ventanas que daban a la calle estaban abiertas. Los rayos del sol, que caía sobre el perro, reflejándose en él, lo hacían brillar, y el animal, de grandes fauces rosadas, saltaba hacia las manos de Fonseca y jugueteaba con los guantes que se llevaba para devolvérselos luego al joven.

Hacía ya un buen rato que andaba por la calle cuando vio delante de sí a una joven que le pareció extremadamente hermosa. Lo cierto es que muchos de los transeúntes se volvían para seguirla con la mirada. Era alta, de piernas bien formadas y de pelo rubio, suave como la seda.

En un momento la joven se detuvo ante el escaparate de un comercio. Fonseca se plantó, asimismo, frente al escaparate y observó a la bella, mirándola por el rabillo del ojo y mirando también la imagen que se reflejaba en el vidrio. Realmente, era encantadora; tenía unos grandes ojos grises debajo de unas cejas oscuras, y la piel más delicada que pudiera darse.

¿Se interesaba ella también por Fonseca? ¿Había siquiera advertido su presencia? En todo caso, nada indicaba que la joven hubiera reparado en él. Al cabo de un rato, se volvió y se metió con tanta seguridad en un coche de alquiler estacionado en el borde de la calzada que bien podía suponerse que la desconocida lo hubiera ya visto reflejado en el vidrio y se hubiera determinado a tomarlo.

Cuando el coche se puso en marcha Fonseca lo siguió con la mirada, apenado, pero también con una sonrisa. El suave sentimiento amoroso que lo había invadido como una leve brisa que se levanta sobre un lago, convenía al hecho de que sólo hubiera visto a la hermosa joven unos breves instantes.

En el curso de la mañana Fonseca despachó satisfactoriamente los distintos negocios que se había propuesto. Aquel año la primavera, que había seguido a un invierno bastante largo, se presentaba relativamente tardía, pero por eso mismo más intensa; cuando Fonseca llegó al patio exterior del Palacio vio que allí los castaños y las lilas se hallaban en plena floración. Los vencedores de Belgrado y de Aspern montaban sus caballos de bronce por encima de esas insólitas oleadas de flores, como si cabalgaran por un mar primaveral y multicolor: Eugenio de Saboya montaba un pesado corcel napolitano al que hacía mantener la cabeza rectamente dirigida hacia delante; Carlos de Austria montaba un caballo de gran alzada y en la diestra sostenía, desplegada, la bandera de un regimiento de infantería.

El recuerdo del aroma de las lilas acompañó al joven durante todo su paseo; colmaba su alma con una nostalgia imprecisa y suave. Alrededor de las doce, y al salir él de una casa a la que lo había llevado una de sus diligencias, una mendiga, que se hallaba de pie en la puerta cochera, le dirigió la palabra. Fonseca metió la mano en un bolsillo para buscar una moneda, y ya se disponía a pasar de largo cuando, mirando a la mujer, ésta le hizo recordar súbitamente a una nodriza que había tenido. Y si bien las facciones de la mendiga no eran exactamente las de la persona en que Fonseca pensaba, éste creyó que los movimientos y el porte de la vieja eran lo que le hacía recordar a la otra mujer.

Además, al agradecerle la limosna, la mendiga lo llamó «señor conde» o, por lo menos, así le pareció a Fonseca haber oído.

—Entonces, ¿me conoce usted? —preguntó Fonseca.

De la respuesta vaga y decididamente confusa que la vieja le dio, el joven dedujo que la mendiga pretendía haber conocido a los criados de su familia y, en efecto, Fonseca tuvo de pronto la sensación de haber visto a aquella mujer... tal vez en el reino, situado entre lo consciente y lo inconsciente, que se llama infancia. Por lo menos, le parecía que al mirar a la mendiga algo le recordaba aquellos tiempos, aunque no supiera con precisión de qué se trataba; pues, en efecto, la infancia, más que una progresiva adquisición de nuevas cosas, es un progresivo olvido de otras, de las cuales cree uno poder acordarse luego, siendo así que en realidad no llega a recordarlas. Por lo menos, tal es la impresión que tenemos al volver sobre cosas pasadas. Pero, repentinamente, Fonseca se dio cuenta de que eran los ojos de la vieja los que le hacían pensar en aquellos tiempos; estaban un poco enrojecidos y lacrimosos, y más que los ojos de una mujer parecían los de un hombre anciano. La nodriza en quien pensaba tenía aquellos mismos ojos. Eran los primeros ojos que había visto y que había contemplado tantas veces. En ellos se concentraba la mirada de generaciones enteras de seres humanos.

«¡Cuánto ha envejecido!», pensó Fonseca. Le parecía que realmente se trataba de la otra. Y, mientras se hallaba sumido en estos pensamientos, la mendiga continuaba hablando; el joven no atendía a lo que la vieja decía; era un confuso murmullo, pero al mismo tiempo la mujer no cesaba de realizar repetidamente un mismo movimiento con el cual parecía indicarle que se quitara los guantes. Y como la vieja todavía sostenía entre sus dedos la moneda que el joven le había dado, éste pensó que quería decirle la buenaventura.

—¿Eres, pues, una gitana? —le preguntó Fonseca. La vieja ya había retirado el guante de la mano del joven, pero en lugar de entregarse a las ceremonias corrientes de la quiromancia, se limitó a retener entre las suyas aquella mano y a acariciarla.

Fonseca fue presa de una singular sensación. No era capaz de discernir sus sentimientos. Se mezclaba una sensación de repugnancia por la falta de limpieza de la vieja con un lejano recuerdo de alguien que en otra época le había cogido así las manos y había jugado con él a un juego infantil; recordaba que tenía las manos entre las de una mujer y, retirando de pronto la de abajo, la colocaba encima de las otras. Y este recuerdo se confundió ahora en él con el movimiento que hizo al retirar sus manos.

En ese momento distinguió que por delante de la casa pasaba una figura que le era conocida. Necesitó un instante para comprender que se trataba de Gabrielle Rochonville. No parecía, sin embargo, que ella se hubiera percatado de la presencia de Fonseca. Probablemente, ni siquiera había mirado al portal.

El joven cogió sus guantes, se apartó de la vieja y salió enseguida a la calle. De golpe, lo abandonó la singular sensación o esa especie de hechizo que había infundido en él la mendiga.

Al salir a la calle y mirar en la dirección en que había pasado Gabrielle, la distinguió a unos cincuenta pasos de distancia. Permaneció inmóvil un breve instante para permitir que Gabrielle se distanciara todavía un poco más y luego se puso a seguirla.

En efecto, se había decidido inmediatamente a seguirla. Cierto es que ya había renunciado al designio de esperarla otra vez en las inmediaciones de la casa del coronel por ver adónde se dirigiría la joven. Pero ahora que casualmente se le presentaba la ocasión, la siguió.

Fonseca descontaba que Gabrielle se volvería una y otra vez, y, en efecto, no se equivocó, la muchacha se volvió un par de veces. Pero como Fonseca, prevenido, se disimuló entre la multitud de transeúntes, Gabrielle no logró descubrirlo. Por lo demás, tuvo que seguirla sólo un breve trecho. El portal desde el cual la había visto pasar estaba en la Renngasse. Gabrielle siguió derecho hasta la Wipplingerstrasse y luego llegó hasta el edificio de la antigua municipalidad. Allí dobló hacia la derecha, por la Jordangasse, que conduce a la Judenplatz. Cuando Fonseca llegó a la bocacalle vio que Gabrielle acababa de entrar en una de las casas situadas a la izquierda.

Inmediatamente, el joven retrocedió detrás de la esquina, porque estaba seguro de que después de haber entrado a la casa Gabrielle volvería a echar una mirada por ver si alguien la había seguido. Sólo al cabo de algunos minutos Fonseca salió de su escondite, pero, con rápido movimiento, se situó en la acera de la izquierda para que no lo descubriesen en el caso de que alguien estuviera vigilando la calle desde una ventana. Pensó que la joven lo había visto una vez mientras él rondaba la casa del coronel y sonrió al considerar cómo, poco a poco, había conseguido observar los pasos de Gabrielle.

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