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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (31 page)

—Tal vez todo haya ocurrido así, sin embargo... —dijo Marschall.

—Con toda seguridad que ocurrió así, pues no podía haber ocurrido de otra manera.

—Pero, ¿cómo se explica que ese hombre no se llamara von Pufendorf sino Alexeiev y que von Pufendorf se hiciera llamar Gasparinetti?, ¿cómo podía llamarse así si Gasparinetti hace ya mucho tiempo que...?

Gordon miraba frente a sí.

—A decir verdad —dijo—, no es posible, en ningún caso, establecer sin más la verdadera identidad de una persona..., y menos aún en un caso interesante. Nosotros, los de la policía, lo sabemos muy bien. La identidad de un hombre se revela como algo bastante inseguro, por lo menos en aquellos hombres que han sabido hacer algo en su vida. A medida que el tiempo pasa, los hombres no continúan siendo lo que fueron en el momento de nacer, sino que en el curso de su vida van cambiando permanentemente, se convierten continuamente en otros hombres y representan el papel de otros en tanto que esos otros, tal vez, estén representando el de los primeros. Por ejemplo, ¿quién podrá creer que Napoleón había sido verdaderamente el teniente de artillería Bonaparte, o que el príncipe Eugenio era francés, o que Wallestein era un checo, el señor de Waldestein, Schiller un médico cirujano, Kerenski un conde y la Dubarry una señorita Poisson? Los hombres se transforman permanentemente y tal vez la única justificación de su existencia estriba en el hecho de que por lo menos se transforman. Así, Alexeiev fue durante un tiempo von Pufendorf o fue lo que el propio von Pufendorf podía tal vez haber sido, en tanto que von Pufendorf continuaba viviendo la vida de un oficial muerto... que, a su vez, quizá no hubiera verdaderamente terminado... Porque también vidas que no han llegado a su fin continúan siendo vividas por otros. Dante, por ejemplo, afirma que en el infierno se encontró con el alma de un Doria que en aquella época aún vivía. Quería decir entonces que en el mundo un demonio continuaba animando el cuerpo de aquella alma. Y tal vez hay siempre entre nosotros muchos seres que en realidad son demonios...

Gordon se quedó callado, mirando pensativamente al frente.

—En los saltos hípicos de Milán —dijo Marschall creyéndose obligado a llenar este momento de silencio— conocí hace algunos años a una princesa Orietta Doria, mujer encantadora, aunque no del todo bonita... Ahora debe de tener ya unos cuarenta años.

Sin embargo Gordon, a pesar de que se trataba de una princesa, no pareció interesarse especialmente por la observación de Marschall. Se limitó a echar a éste una breve mirada y luego dijo, en tono seco:

—Considerando las cosas desde un punto de vista realista, les diré que von Pufendorf, el verdadero Konstantin Ilich von Pufendorf, huyó de Rusia en el año 1919, con ayuda de ciertos documentos pertenecientes a un prisionero de guerra muerto, el capitán Gasparinetti.

—Sí —dijo Marschall—, el cabo Slatin, aquí presente, acaba de contarnos que aquel Gasparinetti murió en San Petersburgo cuando...

—Así es. Von Pufendorf pasó un tiempo en Viena, donde desempeñó el oficio de tornero, luego vivió en Berlín y en París, y por último se encaminó a América. Allí, después de haber ejercido los más diversos oficios, obtuvo éxito como comerciante y llegó a crearse una cómoda posición. En el curso de un viaje de negocios por México, en el que (aunque esto, a decir verdad, ocurrió sólo el año pasado) fue víctima de un accidente ferroviario...

—Exactamente —dijo Marschall—; el mismo Gasparinetti nos lo contó.

—En realidad fue un asalto que se llevó a cabo contra el tren.

—Así nos lo dijo, y además nos manifestó que en aquella ocasión había sido alcanzado por una bala...

—... por lo que permaneció un buen rato sin conocimiento. Mientras tanto, los bandidos cogieron su equipaje y le robaron efectos personales, documentos y además sus notas y memorias. Pero estas últimas no las robaron los bandidos que llevaron a cabo el asalto, sino uno de sus compañeros de viaje. Ese compañero de viaje era Alexeiev. Este acababa de huir precisamente de Estados Unidos, donde había cometido un asesinato. Había dado muerte a una mujer, a causa de los mismos celos enfermizos de los que posteriormente aquí fueron víctimas por lo menos Engelshausen y Fonseca... ya que no quieren ustedes concederme que también la muerte de los otros entra en la serie de los mismos hechos. Pero puede que la locura de ese hombre no haya sido otra cosa que su capacidad de amar. En realidad son muy pocos los hombres capaces de amar verdaderamente; pero cuando uno ama realmente a una mujer, probablemente sea capaz de matar sin mayores reflexiones a las personas que considera sus amantes o a aquellas que pudieran llegar a serlo, y hasta a la propia mujer amada. Teniendo en cuenta el origen y la educación de Alexeiev no puede explicarse de otra manera lo que hizo. Cierto es que había conseguido atravesar la frontera mejicana, pero para ir más lejos tenía necesidad de otros documentos que no fueran los suyos. El ataque al tren le ofreció la oportunidad de apropiárselos. Aprovechando la confusión general en el vagón en que se encontraba, es posible que abriera muchas maletas y registrara muchos trajes de sus compañeros de viaje. Evidentemente, apropiarse de los documentos de von Pufendorf le pareció la mejor solución. En primer lugar, eran documentos rusos, y él mismo era ruso, y además pensó sin duda que von Pufendorf había muerto. Consiguió luego un pasaporte con el nombre de Pufendorf, pues a causa del asalto llevado a cabo contra aquel tren, las autoridades no sometían a un examen muy escrupuloso los documentos que presentaban las víctimas del atraco; y así comenzó su vida como Konstantin Ilich von Pufendorf. Después de un tiempo viajó a Europa. Aquí, en Viena, encontró un empleo como agente de una empresa que vendía automóviles, y también aquí conoció a la condesa. Si no estoy mal informado, condesa, usted lo conoció cuando él le vendió a una señora, a quien usted acompañaba, un automóvil. Era la señora von Hankiewicz, ¿no es así?

Gabrielle permaneció callada y bien podía considerarse su silencio como una afirmación.

—En general —prosiguió diciendo Gordon— vivía muy retirado, y lo cierto es que tenía razones para hacerlo. Ni siquiera la colonia rusa sabía en realidad quién era... ¿Acaso sus propios padrinos de duelo, Golenischtschev y Harff, no lo tenían por Konstantin Ilich? Pero mientras tanto, tuvo tiempo de informarse suficientemente sobre la vida de von Pufendorf examinando los documentos, memorias y fotografías que encontró en la maleta de aquél, de suerte que, sometido a un interrogatorio, habría podido pasar por el propio von Pufendorf. Porque éste, según parece, había escrito notas muy precisas y, es más, ciertos ejercicios literarios y una especie de recuerdos de su juventud, o memorias, lo cual es muy comprensible en un hombre que, habiendo perdido su patria, no quiere sin embargo olvidarla. Pero Alexeiev sostenía que había servido en su propio regimiento y no en el noveno de ulanos, que era el de von Pufendorf. Evidentemente le gustaba más su regimiento de húsares de Grodno. Ignoro si entre esos dos regimientos había una diferencia tan notable como para justificar la actitud de Alexeiev. Nunca fui soldado y por eso no puedo juzgar sobre estas cosas. Tal vez el señor von Marschall pueda hacerlo. Ahora bien, el verdadero von Pufendorf, una vez que hubo vuelto en sí en el tren, debió de encontrar aún en su maleta los documentos de Gasparinetti. Y como ya no disponía de sus propios documentos, se presentó en nuestro consulado en Veracruz para hacerse extender un pasaporte con el nombre de Gasparinetti. Ya una vez había desempeñado el papel del capitán Gasparinetti; ahora volvía a representarlo. Pero poco a poco debió de haberse dado cuenta de que alguien vivía empleando su nombre verdadero. No puedo decir cómo lo descubrió, pues no lo sé. Bástenos con saber que también se vino aquí, a Viena. Sin embargo, debía de resultarle muy difícil aclarar su caso. En efecto, también él vivía con un nombre falso y no poseía ningún documento con el que pudiera demostrar que él mismo, y no Alexeiev, era von Pufendorf. Si hubiera conocido el pasado de Alexeiev, habría podido hacerlo arrestar sin más trámites; pero el caso es que no conocía ese pasado. Probablemente al principio no supiera ni siquiera quién era el que vivía con su nombre; pero en los últimos tiempos parece haberse enterado por lo menos del origen de Alexeiev. En suma, que todas estas circunstancias le hicieron representar su papel de modo extravagante. Pero reconozcamos que no lo representó sin presencia de espíritu, y que tampoco le faltó ésta a Alexeiev. La desgracia de Alexeiev consistió solamente en que el verdadero von Pufendorf estuviera presente entre los invitados de los Flesse en el momento en que se cometía el asesinato de Engelshausen. Evidentemente, von Pufendorf no podía haber cometido el asesinato. De no ser por esta circunstancia, ciertamente lo habrían acusado de haberlo cometido. Ya saben ustedes lo demás. Sólo cuando descubrí quién era realmente el presunto von Pufendorf pude hacerme enviar desde Los Ángeles, donde Alexeiev cometió su primer asesinato, el expediente del caso. Mas hace apenas unos cuantos días que lo recibí. De otra manera ya lo habría hecho arrestar antes; pero aún no tenía pruebas contra él. Estaba seguro de que mis conclusiones eran acertadas, pero me faltaban las pruebas oficiales. No me quedaba más recurso que esperar a que él mismo me proporcionara alguna nueva prueba, sólo que se guardó bien de hacerlo. Era astuto, como todos los locos, y yo, frente a la insensata impaciencia de la opinión pública, no podía hacer otra cosa que esperar. Es que es éste el destino de todos los hombres que ven las cosas correctamente. Sí, tienen que esperar en medio de las más desagradables circunstancias hasta que los otros se dan cuenta de que han visto todo bajo una luz falsa. De manera que lo único que yo podía hacer era lamentar las sucesivas desgracias que se produjeron mientras tanto. Desde luego que mucha culpa de lo ocurrido la tuvieron sus camaradas, al intervenir en el asunto, y ahora, para terminar, ese gendarme que tiró dos o tres pies más alto de lo debido viene a privarme de la confesión de Alexeiev. La única persona que puede quedar satisfecha con esta solución es la condesa, pues seguramente ya no habrá de discutirse en público el interés que pudo haber tenido por von Pufendorf.

Permaneció un momento callado y nadie se atrevió a replicarle.

—Pero lo cierto es —agregó por fin Gordon— que de todos modos hace ya algún tiempo que concebí el proyecto de cambiar de profesión. En el fondo, mi naturaleza no está en consonancia con lo que debe ser un agente de policía, de manera que, a decir verdad, siempre consideré mi actividad de funcionario policial sólo como una especie de juego y una ocupación transitoria en mi vida. Fui agente de policía sólo interinamente. Y en especial estos últimos acontecimientos me han descorazonado tanto que ni siquiera se me ocurre pedir explicaciones oficiales a von Pufendorf, o Gasparinetti, o como se llame ese hombre, por sus falsas declaraciones acerca de su identidad. Me dedicaré nuevamente a la industria, como todos mis parientes. No veo por qué siempre tenga que contentarme con explicar cosas en lugar de hacerlas. Que otros intenten explicar lo que en mi nueva actividad yo emprenda. Verdaderamente no comprendo cómo a mis padres pudo ocurrírseles la idea de que yo fuera un funcionario policial. Tal vez pensaron que sería útil tener un pariente bien colocado, en el caso de que ocurriera algo desagradable en el seno de la familia... Pero yo detesto todo nepotismo, o como quiera llamárselo. Que cada cual se las componga a su modo para salir de sus dificultades. En suma, que mi profesión ya no me gusta. Voy a cambiarla. Nunca debí haber abrazado la carrera de funcionario. Me siento atraído por los misterios de la gran vida de los negocios.

Después de un momento de silencio, Marschall dijo:

—Quizá hable usted así bajo los efectos de una momentánea depresión, querido señor Gordon. En todo caso, lo que nos ha contado suscita en nosotros una gran admiración por su agudeza.

Gordon se encogió de hombros. Realmente no asignaba importancia alguna al reconocimiento de los demás y no encontraba satisfacción sino en sí mismo. Ya no sonreía. Había adoptado una expresión muy grave, sea porque se le había escapado entre las manos la elegante solución en que había estado trabajando, sea porque pensaba que había equivocado su camino en la vida.

—Les ruego, pues, nuevamente que me disculpen por ese molesto incidente de la frontera —dijo. Y esas fueron sus últimas palabras sobre el asunto. Luego, después de haberse quedado todavía un rato mirando al frente, besó la mano de Gabrielle, se despidió de Marschall y se marchó.

También Slatin comenzó a despedirse. Marschall le saludó con gran amabilidad.

—¿Y qué opina usted ahora de todas estas cosas, querido Slatin? —le preguntó—. ¡Vea usted lo que aún puede pasar en nuestro viejo y buen regimiento! Casi han sucedido más cosas que en el tiempo en que todavía existía. Pero, ¿es que verdaderamente puede diferenciarse lo que existe de lo que existirá? Salude en mi nombre a su mujer. Y vuelva usted pronto por aquí. Ya no quedamos más que el señor mayor Lukavski y nosotros dos. Ahora tenemos que estrechar filas, Slatin, estrecharnos más todavía que antes...

Cuando Slatin se marchó, Marschall se volvió hacia Gabrielle, a la que contempló largamente. Bajo la mirada del joven, la muchacha intentó sonreír.

—Condesa —dijo Marschall—, lo que más lamento de este final es que ahora podrá usted decirme que ya no existe ningún motivo para que usted busque refugio junto a mí. Y lo más doloroso es que también podrá decirme que yo mismo ya no tengo motivo alguno para hacerle la proposición que le hice días atrás. Por lo demás, partimos de Czege de modo tan precipitado que no tuvo usted ocasión de darme su respuesta. Pero tal vez, cuando vuelva usted a encontrarse sola, sus nervios, a pesar de todo, cedan, aunque es verdad que ya no existe ninguna razón para ello. Pero los nervios ceden siempre cuando uno no tiene ya necesidad de ellos. Y entonces tal vez vuelva hacia mí, condesa, y entonces tal vez me dé aquí esa respuesta, sin que tengamos que volver a Czege para ello...

Gabrielle mostró una sonrisa. Era sólo como una estela, de plateados y rizados bordes, de una sonrisa.

—Sí —dijo—, tal vez.

Notas

[1]
Ungnad
significa «sin piedad» y «sin clemencia».
(N. del T.)

[2]
Sic
en el original.
(N. del T.)

[3]
En español en el original.
(N. del T.)

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