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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (23 page)

—Dios sabe —dijo una vez Silverstolpe a Marschall— de qué fatalidad somos víctimas. Quizá no se trate sino de la antigua fatalidad. Es evidente que Engelshausen sucumbió a un atentado. Pero el que yo me haya visto atacado por su virus no constituye en modo alguno un atentado, y sin embargo ambos hechos me parecen hallarse relacionados; no como la causa y el efecto, sino como si ambos fueran el efecto de una causa desconocida. No sé cuál será esa causa, pues nunca conocemos toda la realidad. ¿No es curioso el hecho de que nunca sepamos lo que verdaderamente nos concierne? Lo que sabemos son siempre cosas accesorias. Pero nada sabemos del destino, ni tampoco de la muerte. Y probablemente tampoco sabemos nada de la realidad de la vida. Pero puede que sea bueno no saber nada de eso. Porque, en efecto, si, por ejemplo, conociéramos nuestro propio destino, nada sería más natural que nuestro intento de sustraernos a él, con lo que lo defraudaríamos y nos defraudaríamos a nosotros mismos. Y entonces, en lugar de vivir las experiencias que el destino nos impone, en lugar de desarrollar nuestra personalidad, no haríamos sino evitar todo lo que justamente pudiera determinar su desarrollo. Y, ocupados en evitar los hechos de la vida, terminaríamos por olvidarnos de nosotros mismos. Pero no debe evitarse nada, ni porque el destino sea justo, o bien injusto, ni porque demuestre ser racional, pues es más ciego que nosotros mismos, que nos hallamos en sus manos; y, en el fondo, lo que realiza es enteramente insensato; pero, sin embargo, hemos de adaptarnos a él, porque su falta de sentido nos obliga a buscarle un sentido, porque su falta de razón nos obliga a oponerle alguna razón. En suma, porque todo cuanto acontece, hasta lo más insensato, nos lleva a metamorfosearnos. Y todo es metamorfosis. También la muerte es sólo una transformación. Y tal vez el continuar viviendo sea algo que verdaderamente no nos convenga... ¡Quién sabe, por lo demás, lo que espera a aquellos que deben continuar viviendo! Pero preguntarse tales cosas es ocioso. Nada será que ya no haya sido. En última instancia, es éste el sentido de todas las profecías y sólo esto enunciaron las sibilas délficas y la negra boca de la gruta de Cumas, las voces de los profetas y de las mujeres, el rumor de las aguas y del follaje, los astros y el vuelo de las aves. Pues nada pasado existe que no haya de ocurrir todavía y nada futuro existe que, a su modo, ya no haya sido. Predecir significa poder recordar. Eso es todo. Pero, ¡cómo predeciremos el futuro si no conocemos el pasado! Pues cuando el pasado aún es presente, ya lo tenemos olvidado...

Pretender adivinar el futuro era una extraña preocupación de aquel hombre que ya no tenía ningún futuro. Pero, tal vez precisamente por eso mismo, el futuro le preocupaba tanto. Y siempre volvía a hablar de esas cosas aunque aparentaba que habían llegado a serle indiferentes. O quizá le importaba saber cómo sería la vida de los otros cuando él ya no viviera.

Al cabo de un rato, prosiguió diciendo:

—A ti no te ocurrirá nada malo. Recuerdo que siempre fue así. Por ejemplo, cuando alguien del regimiento debía cumplir una orden desagradable, o por lo menos no del todo grata, siempre lo hacía uno de nosotros, pero tú nunca; tú siempre fuiste elegante y buen mozo, un poco reservado, y parecías también más joven que todos nosotros. Pero como, a decir verdad, ya no queda nadie sino tú, a ti te corresponde ahora actuar. Deberías casarte con Gabrielle Rochonville.

Marschall no respondió inmediatamente.

—¿Te parece? —dijo al fin.

—Sí, pues los dos haréis una buena pareja.

—Me resulta muy halagador lo que dices, sólo que no veo ningún motivo para ello —dijo Marschall—. Apenas la conozco. ¿Qué razón habría para que me aceptara?

—Pues bastantes razones —dijo Silverstolpe.

Marschall se quedó callado y Silverstolpe agregó:

—En primer lugar, Gabrielle Rochonville debería casarse; en segundo lugar, no sé con quién debería hacerlo sino con un hombre que tuviera un destino análogo al suyo. Y por fin, ¿no es acaso la hija de Rochonville? Los demás tienen ahora todos un destino diferente. Ha nacido una nueva especie de hombres... que tal vez sea la misma de antes, pero que, con todo, llegó a convertirse en una especie distinta, lo cual les hace creer que vivirán. Pero, mira, quizá ocurra que sean ellos los que deban morir y nosotros los que vivamos.

Silverstolpe murió a mediados de agosto. Pasó los últimos días tendido en la cama, sin pronunciar palabra. Únicamente, cuando le hablaban, sonreía, y no era posible saber si sonreía por lo que se le decía o sencillamente porque le dirigían la palabra. Había quedado sumamente debilitado y una gran frialdad le subía desde los pies al corazón. Marschall, sentado junto a su lecho, le tenía asidas las manos, que también iban enfriándose, y contemplaba al agonizante; de tarde en tarde advertía la presencia de las viejas señoritas que, habiendo entrado silenciosas en la habitación, se mantenían de pie, detrás de Marschall, susurrando y llorando.

Dos días antes de su muerte, Silverstolpe deliró durante un buen rato. Ocurrió esto al caer la tarde. Pero no habló desvariando, como lo habría hecho a causa de la fiebre —o, mejor dicho, de su enorme debilidad, pues su temperatura era inferior a la normal—, sino que habló con calma y claridad perfectas, como si se hallara en otro lugar, en el lugar en el que creía encontrarse.

Silverstolpe habló de los tiempos de su niñez.

Era evidente que se refería a su infancia, aunque, a decir verdad, hablaba incoherentemente. Varias veces mencionó un trozo de cera; al principio, Marschall creyó que ese trocito de cera estaba en aquel cuarto o que el enfermo lo había encontrado dentro de su cama. Pero, desde luego, no se encontró en la habitación nada semejante, sino que parecía tratarse de cierto trozo de cera sobre el cual la difunta madre de Silverstolpe, mientras cosía, habría hecho pasar los hilos.

—¡Aquí está el pedacito de cera! —dijo Silverstolpe—. ¿Dónde había estado escondido durante todo este tiempo?

Marschall también recordó que en su casa había visto frecuentemente algunos de esos pequeños trocitos de cera. Eran de un amarillo grisáceo y estaban rayados por los muchos hilos que las costureras de la casa habían hecho pasar por ellos. Se trataba de uno de esos objetos insignificantes que siempre parecen haber estado en la casa, que duran y que siempre volvemos a encontrar, aun cuando todo lo demás haya desaparecido. Y si alguna vez hubo que comprarlos, fue con alguna moneda que hacía ya mucho tiempo que no existía. Luego, Silverstolpe dijo, con tono bastante severo:

—Aquí hay polvo, aquí, sobre el alféizar de la ventana.

Pero al decir esto sonreía y parecía que jugaba con el polvo. O, por lo menos, que, como hacen los niños, dibujaba con el dedo figuras en el polvo. Hasta podía haberse pensado que estaba arrodillado, como suelen hacer los niños, sobre una silla puesta junto a la ventana.

Luego pareció que hablaba con alguien. Se trataba de criaturas invisibles a las que, sin embargo, en virtud de los discursos de Silverstolpe, podían atribuírseles estos y aquellos rasgos, que se adivinaban con claridad casi excesiva. Parecían mujeres y en su mayor parte figuras envejecidas, altas, casi gigantescas.

Manifiestamente experimentaba una gran alegría al hablar con ellas, como si hiciera muchísimo tiempo que no había podido expresar ciertas cosas. Sin embargo, no era posible adivinar por qué se complacía tanto en hablar, pues visiblemente hablaba de cosas carentes de toda importancia.

Por último, pareció creer que estaba a punto de estallar una tormenta. Tal vez percibía la oscuridad del crepúsculo que comenzaba.

—Las campiñas ya están del todo verdes —dijo—. ¡Y qué bien huele el boj!

Al cabo de un rato, hizo con los labios un ruido parecido al del resoplar de un caballo. Con todo, no se trataba ahora de ningún recuerdo de la guerra. Probablemente lo único que quería era imitar, como los niños, el lejano fragor de un trueno. En efecto, después de haber hecho como que escuchaba el trueno, se metió enteramente debajo de las sábanas, simulando un pueril temor. Permaneció un rato inmóvil y luego comenzó a hablar de un álamo. Volvía a hablar ahora con toda gravedad y parecía preocupado. La señora Pobeheim creyó poder explicar a qué álamo se refería su sobrino: en la casa de Silverstolpe se había levantado en otra época un álamo del que siempre se temía que, durante una tormenta, se precipitara sobre el tejado. Más tarde, lo echaron abajo.

(Según parecía, la muerte no era, a decir verdad, un tránsito hacia otro lugar, sino simplemente un retorno a lo que fue. Quizá ni siquiera existía verdaderamente un reino de la muerte. Quizá no fuera sino la infancia. Y cuando se volvía a ella, uno moría. Probablemente, la muerte no durara más que el acto mismo de morir. Y cuando uno moría ya no estaba muerto.)

Cuando Silverstolpe murió, aulló el perro, aquel perro que permanecía todo el día echado en la cocina y que nunca se había preocupado por Silverstolpe. Pero cuando él murió, el perro aulló. Su lamento era tan insoportable que Marschall soltó las manos de Silverstolpe, que tenía cogidas entre las suyas, y salió de la alcoba para hacer callar al perro. Cuando volvió al cuarto, Silverstolpe ya había muerto.

Hasta entonces, la muerte se había comportado como alguien que se mueve con soltura y cortesía en sociedad. Pero cuando llegó realmente, lo hizo como algo espantoso.

Velaron a Silverstolpe durante dos días. Luego lo sepultaron en Sankt Margarethen. Marschall, las viejas señoritas y algunos vecinos acompañaron los restos mortales del joven; formaron también parte del cortejo los miembros de una sociedad de antiguos combatientes del lugar, que enarbolaron una vieja bandera. Cuando sus pliegues ondearon al viento, el sol hizo resplandecer el águila bordada. El ave extendía sus garras hacia reinos que, desde mucho tiempo atrás, ya no existían.

Los de la hacienda fueron hasta el cementerio en el coche tirado por los dos desiguales bayos. El tiempo no se presentaba tan caluroso como antes, pues había llovido en los días anteriores. Era un tiempo suave y apacible que, otra vez, en modo alguno convenía a un entierro. El sepelio fue muy sencillo; cierto es que se vieron algunas flores y algunos lazos más que los habituales en el lugar, pero salvo esto todo fue como el entierro de un campesino. Las viejas señoritas se deshacían en lágrimas. La tumba se hallaba junto a la vieja torre de la iglesia, donde pendían las cuerdas de las campanas, donde las pesas del reloj caían en medio de las tinieblas, y donde se oía el tictac de la eternidad.

M
ARSCHALL VON
S
ERA

1

Cuando Marschall, después de unos cuantos días de haber retornado a Viena, se presentó en casa de Gabrielle Rochonville para hacerle una visita, encontró el piso cerrado. Según le dijeron, Gabrielle se hallaba en Hungría. Marschall pidió sus señas. La joven vivía ahora en Pest, en casa de la señora Pronay.

Volviendo una y otra vez entre sus dedos la hojita de papel en la que estaba escrita la dirección de Gabrielle, Marschall salió a la calle y allí se quedó un rato inmóvil, contemplando la plaza, perdido en sus pensamientos.

Las palomas, que el coronel siempre miraba, iban de aquí para allá y picoteaban, como siempre, los invisibles granos del pavimento. Ráfagas de brisa de fines del verano soplaban por encima de los tejados y las palomas revoloteando en círculos, como un grupo de blancos ángeles, parecían querer elevarse hasta el cielo. Sus patas eran purpúreas, como si hubieran andado sobre sangre. En el aire resonaba el batir de sus alas.

También volvían a limpiar —o continuaban haciéndolo— las ventanas de la antigua universidad. La persona encargada de esta tarea se hallaba en aquel momento ocupada en las ventanas del último piso. Desde aquella altura relativamente grande, llegaba hasta la plaza su canto: «¡Y cómo te amaba yo en aquel tiempo, mi vida...!».

Parecía una amante eternamente desdichada.

Todo estaba como antes y, sin embargo, presentaba un aspecto completamente distinto y parecía abandonado. La soledad estival de la gran ciudad se mezclaba en Marschall con la tristeza de sus recuerdos. Engelshausen, Fonseca, Rochonville, Silverstolpe, habían muerto. Lukavski continuaba aún postrado en un hospital de Hungría. Se decía que su brazo quedaría paralizado. Su mujer había ido a hacerle compañía. A Marschall le parecía que ya nadie habitaba aquella ciudad. Los muchos seres humanos que en ella vivían no hacían sino acentuar el vacío. Por su modo de ser, Marschall nunca había mantenido relaciones muy sentimentales con su regimiento y menos aún después de la guerra; pero ahora, y sobre todo en ese momento en que se hallaba contemplando fijamente la plaza, sintió de pronto nostalgia por ese regimiento que ya no existía. El recuerdo lo transfiguraba y transfiguraba hasta a aquel rey, convertido en leyenda, cuya identidad nadie recordaba, lo que en el fondo redundaba en su beneficio, pues aquel Borbón de gigantesca nariz en modo alguno se había comportado como un auténtico soberano, y su pueblo nunca le había querido. En lugar de procurar la felicidad de sus súbditos, aquel rey se había limitado a dar serenatas a las damas de su corte, al pie de balcones dorados, y a pescar, en el golfo de Nápoles, pescados que luego, vestido como un
lazzarone,
vendía a las mujeres del mercado después de largos regateos. Y estas eran las distracciones más inocentes de aquel singular sucesor de Roberto Guiscardo y de Federico, «el Anticristo». Porque lo cierto es que Sicilia siempre fue una tierra extraña. Parece haber poseído siempre la facultad, si no de engendrar al demonio, por lo menos sí de atraerlo. Según se dice, Pilatos tenía posesiones en Sicilia. Entre los descendientes de Roberto Guiscardo hubo un verdadero demonio, Roberto el Diablo, que, entre otras cosas, inventó las casas de banca o, por lo menos, impulsó su desarrollo. Federico II, que había otorgado a la familia de Marschall el lugar de Sera, era considerado por sus contemporáneos como una encarnación del príncipe de los infiernos, tal vez porque él mismo se tenía por un dios, o por lo menos por una maravilla del mundo; o tal vez también porque los hombres sólo reconocen al genio en la magnitud de sus debilidades. Por otra parte, hacía más de doscientos años había nacido en Palermo Joseph Balsamo, a quien igualmente se consideró una especie de Anticristo. Y, es más, según se profetizó, el verdadero Anticristo ha de proceder de África... Y los soberanos de Sicilia se llamaron a sí mismos, desde la época de los normandos, «reyes de África».

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