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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (3 page)

El edecán se sintió obligado también a reír. En todo caso, no parecía abrigar la menor duda de que yo fuera Konstantin Ilich. El incidente comenzaba a despertar la curiosidad general. Los suboficiales y reclutas que nos rodeaban no sabían aún en qué terminaría la cosa, y en los palcos, donde se había advertido que el procedimiento no continuaba su curso, todo el mundo estiraba el cuello hacia nosotros.

—¿Y por qué quieres que te destine irremisiblemente a la infantería, hijo mío? —preguntó el gran duque—. Andar siempre a pie, siempre con la mochila al hombro. ¿Qué te has imaginado? ¿No te parece que es más bonito cabalgar? Y Dios sabe que andas a caballo bastante bien. ¿O será que eres perezoso para cuidar de los caballos? Pero no tendrás que cuidar tú mismo los caballitos. Ya encontraremos a alguien que lo haga por ti.

Desde luego, no estaba preparado para responder a todas esas preguntas. Advertí, eso sí, en qué peligros podemos dar cuando pretendemos representar a otro. Parece como si, de pronto, nos pudieran tomar también por un tercero o un cuarto. En tales circunstancias ya no sabe uno quién es en realidad. Me sobrecogió una especie de vértigo.

—Alteza Imperial —dije—, si me destina a la caballería, temo no llegar a tiempo al frente.

—¡Pero si estás en el frente! —replicó Nicolai riendo—. Precisamente llegas del frente. Sólo para gastarme esta bromita has venido de allá. ¡Y hasta adoptas una actitud patriótica, aunque, a decir verdad, no eres más que un escéptico y un gruñón! ¿O crees que no lo eres? Te conozco y estoy informado de todo. Pero dime, ¿adónde crees que no llegarías a tiempo?

—A la guerra.

—La tendrás aún por bastante tiempo. ¿O crees, tal vez, que la ganaremos muy pronto?

—No.

—¿No? Entonces, ¿qué?

—O quizá perderla.

Sólo Dios sabe quién me inspiró esta respuesta. Probablemente pensé que debía hablar así porque Konstantin Ilich era un “escéptico y un gruñón”, y porque a los príncipes, cuando están de buen humor, les gustan las observaciones de los escépticos. Los escépticos ocupan hoy, aproximadamente, el lugar de los bufones de las cortes. Pero, enseguida, comprendí que mi contestación era la menos inteligente que podía haber dado. Yo mismo debí de sorprenderme de haberla dejado escapar, y, en efecto, súbitamente, cambió la expresión del rostro del gran duque.

—¡Ah!, ¿eso crees? —gritó.

Yo no estaba en condición de replicar ya nada. Procuré decir que, como colono alemán, en realidad había querido decir que perderían la guerra las potencias centrales. Pero lo cierto es que no pude articular palabra. Sin embargo, mi opinión parecía haberle causado honda impresión. Quizá él mismo dudara ya del éxito de la causa rusa. Quizá todavía nadie se había atrevido a manifestar en su presencia esa opinión, ya entonces general. Sea lo que fuera, aproximó su rostro al mío y me dijo:

—¿Lo crees verdaderamente? ¿Es eso lo que todos creen en tu condenado regimiento? Y dime, ¿cuánto tiempo consideran ustedes que durará aún la guerra?

—Tal vez un año.

No me quedaba otro recurso que responder como lo hice, porque ya no me era posible volverme atrás. El gran duque se irguió. Por lo visto consideraba que la familiaridad con que me había tratado iba más allá de la medida.

—Entonces, hijo mío —me gritó en ruso—, no tienes ya tiempo que perder. ¡Y no lo perderás conmigo! ¡Vamos, vuelve a tu regimiento! Y, para comenzar, tendrás catorce días de arresto.

Al mismo tiempo, me dio un golpe en el pecho. El edecán, sin duda, no comprendía la lengua alemana, pero se creyó obligado a hacer notar que entendía el ruso. Sentí cómo, sin dejar de reír, escribía algo con su tiza en mi espalda. Por lo visto, consideraba lo que Nicolai Nicolaievich me había dicho como el coronamiento de la farsa a que había asistido, e inscribió verdaderamente el número del regimiento de Konstantin Ilich.

“Deje usted de reír tan idiotamente”, oí que Nicolai gritaba a su edecán. Pero también la actitud de algunos de los suboficiales hacia quienes fui empujado no me dejaba abrigar la menor duda de que me tomaban por un oficial de su regimiento. Fueron haciéndome pasar de uno a otro, con respetuosa consideración, hasta que llegué a la pared. Dirigiéndome a uno de los reclutas que se hallaban de pie junto a mí, le pregunté en un susurro:

—¿Qué han escrito en mi espalda?

El palurdo no sabía leer.

—Pero, diablos, ¿en qué regimiento estamos? —volví a preguntarle en voz baja.

—Los húsares de Grodno —respondió el soldado.

Era uno de los regimientos más elegantes. Por lo visto, yo estaba desempeñando el papel de un aristócrata de quien era amigo el gran duque, de manera que, por lo menos, yo era un
dvorianin,
un noble. Porque, en efecto, casi sólo oficiales de origen noble servían en la guardia. Cuando salimos de la pista respiré aliviado. Aquella misma noche (éramos alrededor de cien camaradas) nos metieron en un tren. También el comandante, a cuyo cargo estaban las tropas del tren, me tomaba evidentemente por un oficial. Me llamaba “excelencia” y “señor”, y parecía considerar una broma excéntrica el que yo quisiera hacerme pasar por un simple recluta. Llevábamos ya una noche y un día de camino cuando el tren se detuvo en una estación y oí rugir, con voz de trueno, al comandante que pronunciaba mi nombre o, mejor dicho, el del hijo del colono alemán a quien yo sustituía.

—¡Gagemann!, ¡Wilgelm Karlovich Gagemann!

Los rusos pronuncian muy mal la
h
alemana. Miré a través de la ventanilla del vagón. El comandante, rodeado del personal de la estación, se hallaba de pie en el andén; se pasaban unos a otros una hoja de papel que, evidentemente, era un despacho telegráfico. La impostura (si es lícito llamarla así) estaba descubierta. Sin pérdida de tiempo abandoné el tren por el lado opuesto y corrí con todas mis fuerzas para salvar la vida. Por no perder tiempo, sólo me volví una vez. Pude, sin embargo, advertir que me seguían. Luego, hasta oí el estampido de algunos disparos de revólver; las balas pasaron silbando sobre mí. Felizmente, parecía que mis perseguidores no habían encontrado a mano fusiles. Al cabo de una media hora perdí de vista a los que me perseguían. Me deje caer en una zanja seca y respiré ansiosamente. Apenas recuperé el aliento, volví a emprender la fuga. No tengo el propósito de entretener la atención de ustedes con la descripción de los detalles de esa fuga que, después de múltiples fatigas y peligros, hubo de llevarme por fin al otro lado del Cáucaso. Millares de intentos análogos de fuga obtuvieron éxito, pero muchos más fracasaron. Hay quien sostiene que es la vida real la que nos cuenta las historias más interesantes. Pero esta afirmación es una perogrullada, como toda afirmación general. Por mi parte, me parece más bien que lo que llamamos realidad, además de ser desagradable, carece por entero de interés. En general, la vida comienza a hacerse interesante en el momento en que se hace irreal; y las narraciones más perfectas son aquellas que, poseyendo la mayor verosimilitud que pueda darse, alcanzan el máximo grado de irrealidad. Sólo cierto tiempo después de la guerra tuve ocasión de dirigirme hasta el Ministerio de Guerra para estudiar las listas de los ejércitos rusos. Me remitieron a los archivos, establecidos en un cuartel desmantelado. La ceremonia de la pista Mijailovski se había desarrollado en el año 1916. Pedí el anuario correspondiente a esa fecha. Dicho sea de paso, ése era el último de la colección. En los húsares de Grodno había en aquella época sólo un oficial que se llamaba Konstantin Ilich. Era un cierto Konstantin von Pufendorf. Me quedé contemplando aquel nombre durante largo rato. Ése era, pues, el hombre que yo había sido. No lo conocía, ni siquiera sabía de su existencia. Sin embargo, yo había sido él, y él había sido yo, y él había hablado por mi boca. En efecto, cuando uno es realmente otro, según me parece, uno mismo nunca lo sabe. Quizá alguna vez Nicolai Nicolaievich hubiera hablado con Pufendorf sobre la posibilidad de disfrazarse de modo tal que nadie lo reconociera, y tal vez el gran duque hubiera afirmado que podría reconocer a Konstantin Ilich bajo cualquier disfraz. La inestabilidad, ya creciente en aquella época, pudo haber dado motivo a esa conversación. También pudo haber contribuido a ella una especie de manía persecutoria; lo cierto es que los miembros de las familias reinantes siempre creen que su mirada es certera e infalible. Creen poder leer en el rostro de las masas como en libros abiertos. En suma, cuando me presenté ante el gran duque, éste, a causa de mi evidente parecido con Konstantin Ilich, me confundió con él. Pero si el gran duque no hubiera hablado con Pufendorf de tales cosas, lo más probable es que nunca hubiera caído en tal confusión. Sumido en mis pensamientos, continué hojeando las listas. Al cabo de un rato quedaba aún un punto que no me parecía del todo claro. No comprendía cómo se había descubierto tan pronto la impostura. Pero enseguida se me ocurrió la explicación. Pedí las listas de las bajas del ejército ruso. Y, en efecto, después de recorrer unas cuantas páginas encontré lo que buscaba. Konstantin Ilich había caído en acción, y su muerte se había producido sólo pocos días antes de mi aventura en la pista de Mijailovski. Así pude inferirlo de las fechas consignadas en las respectivas listas. La noticia debía de haberle llegado al gran duque entre el momento en que mantuve aquella conversación con él y aquel en que me introdujeron en el tren, ya fuera a causa de que Nicolai Nicolaievich hiciera telegrafiar a mi regimiento para aumentar el castigo de Konstantin Ilich y le hubieran respondido entonces que éste había muerto, ya fuera porque la noticia de la muerte de von Pufendorf hubiera llegado independientemente de eso. También podía haber ocurrido que el gran duque se quejara al viejo Elias von Pufendorf (quien debía de ser, a su vez, tan parecido a mi padre, y por ende también al gran duque, como yo a su hijo) por la insolencia de Konstantin Ilich y se enterara así de que éste ya no vivía. Sólo de este modo, o de uno parecido, pudo haberse desarrollado la historia. No podía haber ocurrido de otra manera. Y, sin embargo (me parecía), aquella confusión daba al asunto su verdadero sentido. Me complacía imaginando qué había ocurrido en el alma del gran duque una vez que se hubo enterado de mi desaparición del frente. En efecto, inmediatamente debía de haber ordenado que se interrogara al padre del colono a quien yo sustituía; esto me parece seguro. Y allí, por segunda vez, volvieron a encontrarme, es decir, creyeron haberme encontrado verdaderamente a
mí.
Pero mi aspecto ya no era el mismo; yo era otro enteramente distinto de aquel que se había presentado en el picadero. Lo cierto es que cada vez que quiere uno probar la identidad de un hombre se encuentra con que el terreno cede bajo sus pies. ¿Es que alguna vez sabemos nosotros mismos a quién representamos en verdad? ¡Pobre Wilhelm Hagemann! ¡Pobre comandante de los húsares de Grodno, que no consiguió atraparme! ¿Y Nicolai Nicolaievich? No pudo sino haber quedado persuadido de que había estado hablando con el espíritu de Konstantin Ilich, muerto hacía unos días antes, y que aún después de la muerte, y en su condición de escéptico y gruñón, había vaticinado la derrota de Rusia. En efecto, los signos que nos da el destino tienen mayor o menor significación en la medida en que nosotros mismos seamos capaces de dársela... En todo caso, seguramente el gran duque quedó convencido de que la catástrofe era inevitable, pues quizá pueda dudarse de la palabra de un soldado, pero no de la palabra de un soldado muerto.»

2

Y así el hombre terminó su relato. Sobrevino un momento de silencio durante el cual sólo se escuchó el murmullo de la conversación de los demás invitados, que se hallaban sentados más lejos; luego, Flesse dijo:

—Si no nos hubieras explicado que sólo las historias irreales merecen contarse... diría que la tuya es verdadera.

El desconocido se encogió de hombros, sonriendo.

—Nunca hay que destruir la ilusión de nadie —dijo—; por lo menos revelándole que se trata de una verdad.

—¿Y por qué —intervino el coronel—, por qué crees que es más digna de crédito la palabra de un soldado muerto que la de uno vivo?

El desconocido se volvió y clavó sus ojos en los del coronel.

—Podría replicarte —manifestó— que los muertos no mienten, sólo que, en primer lugar, esto sería demasiado fácil y, en segundo lugar, no es cosa que esté probada. ¿Cómo se dice en un proverbio? «Un perro vivo es mejor que un león muerto»... O algo parecido. Pero me parece que un soldado muerto vale más que un soldado vivo.

—¿Cómo dices? —preguntó el coronel—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Los muertos —replicó el desconocido—, desde luego, ya no hablan. Pero si un soldado muerto pudiera hablar sólo entonces sabríamos lo que es en realidad un soldado.

—¿Por qué? —preguntó el coronel—. ¿Por qué tendría que estar primero muerto?

—Porque el hombre que se convierte en soldado debe estar dispuesto a morir, porque un soldado que no ha caído en acción no ha realizado todo lo que estaba determinado a cumplir. Y el soldado está determinado a morir.

—Pero en modo alguno jura morir a toda costa —dijo el coronel—. Sólo jura que sacrificará su vida. Si verdaderamente la pierde, ¿a quién beneficiaría esto? Evidentemente, sólo al enemigo. ¿O crees tal vez que el honor de un ejército se cifra en el número de sus sacrificios? El honor de un ejército se mide por sus victorias.

—Veo que no nos entendemos del todo —replicó el desconocido—. Yo hablo de los guerreros en sí; tú, en cambio, del oficio militar.

Al decir esto, como invadido de una especie de distracción, aproximó la punta de su dedo a la condecoración del coronel, como si quisiera tocarla.

—Tú hablas del aspecto práctico de la cuestión —agregó—, y yo, del espíritu militar. Porque una victoria depende (aparte de la valentía de las tropas) de la habilidad del estado mayor y de la suerte general de la guerra. Pero el comportamiento honroso de un soldado sólo depende de sí mismo. Y el honor supremo en la vida del soldado es la muerte. De cualquier manera que haya terminado una guerra, el pueblo venera, de todos modos, a sus muertos. En general, nunca se comprende el sentido de una guerra mientras ésta dura, sino después, cuando se convierte en historia. Puede que esto que digo suponga conceder demasiada relevancia a los historiadores, pero, ¿importa verdaderamente establecer cómo ocurrieron las cosas, los acontecimientos? Lo que importa es establecer cómo son. No existe nada del pasado que no esté en el presente, y nada acaeció realmente salvo lo que todavía es. Como fue carece de importancia. Sólo importa lo que representa para nosotros.

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