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Authors: Alexander Lernet Holenia

Las Dos Sicilias (2 page)

Eran las siete y media cuando llamó a la puerta de la habitación de su hija.

A pesar de no recibir ninguna respuesta, entró en el cuarto, después de haberse quitado el sombrero, porque sabía que su hija no daba respuestas que consideraba obvias. Si la muchacha hubiera deseado que él no entrara, habría respondido.

Gabrielle Rochonville estaba ya casi vestida. Era pelirroja y poseía el encanto, pero también los defectos, de las pelirrojas; por ejemplo, las manos eran demasiado toscas, y los dientes, si bien regulares, parecían sin esmalte. A la incierta luz de la habitación le resplandecía el rostro con matices nacarados como a través de una sombra.

Gabrielle Rochonville ya había apagado las luces de su mesita de tocador. Diversas prendas de ropa se hallaban diseminadas por la habitación.

Aunque era una mujer hermosa, exhibía cierto aire de indiferencia, incluso de indolencia. El pelo, sin brillo, era de un rojo demasiado turbio para que llamara enseguida la atención y debajo del vestido no se adivinaban, a primera vista, las excelencias de sus formas. En general, éstas se hacían evidentes sólo después de cierto tiempo, pero entonces su belleza, de la que emanaba un hálito de animalidad, se imponía a los observadores tal como se impuso a los jueces la belleza de la pelirroja Friné cuando su abogado, valiéndose de un admirable recurso, la desnudó ante el tribunal para demostrar su inocencia, consiguiendo de ese modo la absolución. Y así como la condición singularmente áspera de la piel de la griega —que a causa de esto se la llamó Friné (que significa escuerzo)— contrastaba con el esplendor de sus formas, en la hija del coronel el contraste que había entre el aire indiferente con que se comportaba y su belleza física creaba un curioso encanto.

Aunque las relaciones entre padre e hija eran buenas, ambos se habían acostumbrado a entenderse sin palabras superfluas. Después de permanecer un instante frente a su hija, el coronel la ayudó a ponerse el abrigo. Luego Gabrielle tomó su bolso y los dos salieron del piso, cerraron la puerta y bajaron por la escalera.

La noche de primavera que, como una bóveda, cubría la plaza era de un esplendor tal que no alcanzaban a disminuirlo los escasos faroles de luz vacilante. La luna, en cuarto creciente, lanzaba cascadas de plata hacia abajo y, de cuando en cuando, se ocultaba tras blancas nubes, en cuyas aterciopeladas bahías resplandecían las estrellas.

Gabrielle y el coronel se quedaron un rato silenciosos e inmóviles y luego emprendieron su camino.

En el Ring tomaron el tranvía.

Los pasajeros, que hasta ese momento habían estado conversando entre sí, guardaron silencio mientras contemplaban a aquellas dos personas vestidas como para ir a una fiesta: al anciano, que dejaba ver por debajo de la solapa del abrigo la cinta de una orden, y a la pelirroja que, indiferente, miraba al frente.

Estaban ambos invitados a una velada en casa de un pariente, llamado Flesse von Seilbig, que había sido gobernador de Trieste.

Los Flesse continuaban pasando por ser gente de fortuna y frecuentemente recibían invitados en su casa.

Vivían en una casa de una de las calles que corren entre la Wiedener Hauptstrasse y la Favoritienstrasse, donde ocupaban la sección principal de un antiguo edificio. Las ventanas de la casa daban a un jardín. El piso era amplio y las habitaciones espaciosas, aunque de techo bajo. Como la señora von Flesse había considerado oportuno aquella noche iluminar las estancias sólo con velas, en toda la casa se sentía un calor excesivo. Además, por todas partes, molestaban las chimeneas abiertas con las que —medida por entero superflua— la señora von Flesse había hecho sustituir en toda la casa las habituales estufas. Los criados no conocían el funcionamiento de estos nuevos artefactos de calefacción, para ellos insólitos.

Pero, en general, la velada parecía desarrollarse bastante satisfactoriamente. Aquella noche habían comido en la casa diez personas y después de la comida se presentaron veinte o más convidados, entre los que se hallaba un ex oficial de Rochonville, Kaminek von Engelshausen, un joven que hacía la corte a Gabrielle.

Ya bien entrada la velada, Rochonville se vio envuelto en una larga conversación con un señor que hasta entonces no había visto nunca y cuyo nombre no entendió cuando se lo presentaron. El desconocido debía de tener de treinta y cinco a cuarenta años. Era de elevada estatura y esbelto, casi flaco. Al principio no prestó la menor atención a Rochonville. Se hallaba en el centro de un grupo de señores a los que se agregó el coronel, y hablaba sobre Rusia. Tenía un ligero acento extranjero, no muy definido, como el de las gentes que han viajado mucho.

Parecía haber estado prisionero en un campo ruso, del que luego se evadió. En todo caso, en el momento en que el coronel se sumó al grupo, el extraño contaba que había vivido un largo período junto al Volga en la casa de un colono que, por lo visto, lo había ocultado:

«Aquel hombre —contaba— tenía un hijo de aproximadamente mi misma edad que había prestado ya el servicio militar ordinario y volvía a ser reclutado como soldado. Inmediatamente me ofrecí a presentarme por él a las autoridades militares. En efecto, no abrigaba la menor duda de que, una vez enviado al frente, no dejaría de encontrar ocasión propicia para desertar y reunirme con los nuestros. Pero, a causa de mi elevada estatura, no me incorporaron a uno de los regimientos del gobierno local, sino que me destinaron al servicio de la guardia. Siempre sostuve la opinión de que el ser más alto que el término medio de las gentes no acarrea sino desventajas. Un hombre de gran talla llama siempre la atención; no encuentra a su medida ningún caballo, ningún coche, ninguna cama; cuando se le desgarran los pantalones no puede sustituirlos por otros ya hechos; y si, por añadidura, es un poquito más inteligente que sus semejantes, ya no tiene manera de entenderse con ellos. Y lo cierto es que, en mi caso, no tuve más que disgustos cuando se me destinó al servicio de la guardia. Si me hubieran asignado a un regimiento de infantería de línea, lo más probable es que, después de un período de instrucción de no más de seis u ocho semanas, me hubiesen enviado al frente, donde habría podido llevar a cabo mi proyectada fuga. Pero, en la guardia, el período de instrucción era mucho más largo; en la caballería de la guardia (sobre todo a causa de las superfluas maniobras que había que realizar con las lanzas) y en la artillería de la guardia era imposible prever cuánto tiempo duraría la instrucción. Al principio, durante varias semanas, nada ocurrió entre los que estábamos destinados a ese servicio; se nos tenía reservados para una ceremonia que anualmente se realizaba en la capital y que causaba profunda sensación. El gran duque Nicolai en persona se encargaba de distribuir a los reclutas en los distintos regimientos de la guardia; asistían a la ceremonia los oficiales de ésta y sus esposas, de manera que el acontecimiento alcanzaba las proporciones de una festividad militar. También en aquel año, y a pesar de la guerra, el gran duque fue a la capital para distribuir personalmente a los reclutas asignados a cada regimiento. La ceremonia se desarrolló en la pista llamada Mijailovski, un enorme picadero de dimensiones tales que, según se decía, dos baterías podían maniobrar simultáneamente en él. El mundo elegante llenaba los palcos; se sirvió champán y refrescos; dos bandas militares tocaban alternativamente y sin interrupción y, en el centro del enorme circo, se hallaba el gran duque eligiendo los reclutas para cada regimiento. Había mozos provenientes de todas las comarcas del inmenso imperio: pastores de los Urales, cazadores de las tundras siberianas, campesinos de la Rusia Blanca y nómadas de las costas del mar Amarillo. Sólo se les exigía que fueran de elevada estatura y de buen aspecto. Pero, como eran gentes sencillas que se aturullaban fácilmente por el ruido, la música y el brillo de los uniformes y condecoraciones, se habían adoptado medidas para que con su atolondramiento no turbaran el curso normal de la ceremonia. Desde el centro mismo de la pista, esto es, el lugar donde se hallaba de pie Nicolai Nicolaievich, hasta las paredes exteriores, se extendían las treinta y una filas de suboficiales correspondientes a los treinta y un regimientos de la guardia, y esto sin contar la división de cosacos de la guardia. El conjunto ofrecía, pues, el aspecto de una estrella de múltiples rayos. El recluta se presentaba ante el gran duque, éste lo examinaba y lo designaba para uno de los regimientos. El oficial ayudante escribía con tiza en la espalda del recluta el nombre o el número del regimiento y empujaba al soldado hasta la fila correspondiente de suboficiales. El primero de éstos lo recibía y, a su vez, lo echaba en brazos del segundo, que lo llevaba hacia el tercero, hasta que el soldado llegaba junto a la pared donde se hallaban de pie sus otros camaradas. Mientras tanto, ya se presentaba el siguiente ante el gran duque. La distribución de los reclutas en los distintos regimientos se llevaba a cabo según principios bien determinados. Por ejemplo, existía el regimiento Pavlovski, cuyos miembros debían tener pelo rubio claro, estar picados de viruela y poseer una nariz roma; todo esto, en recuerdo del aspecto del zar Pablo I, asesinado en 1801. En otro regimiento todos los soldados debían tener ojos azules y barba negra. Y cada vez que el gran duque asignaba un recluta a un regimiento, los oficiales y señoras relacionados con él aplaudían con entusiasmo. La ceremonia se desarrollaba relativamente rápido, porque había que clasificar a cientos y hasta a millares de reclutas. Nicolai Nicolaievich, vestido con el uniforme de húsares y fumando continuamente cigarrillos de larga boquilla de cartón que ni siquiera al hablar se quitaba de la boca, examinaba a los hombres con gran seguridad. Pronunciaba sus decisiones en rápida sucesión: «¡Coraceros amarillos, Ismailovski! ¡Cuerpo de húsares, Coraceros azules! ¡Preobraschenski,
Chevaux légers,
Ulanos de Su Majestad!». Se refería así al regimiento de ulanos del zar, porque también había un cuerpo de ulanos de la zarina, llamado Ulanos de su majestad la Zarina. El ayudante iba escribiendo con su trozo de tiza en la espalda de los reclutas y éstos desaparecían en todas las direcciones de la rosa de los vientos. Cuando vi cómo se procedía en la ceremonia, enseguida me dije que, por supuesto, mi adjudicación a alguno de los regimientos no duraría sino un instante. Pensaba que cuando me presentara ante el generalísimo, éste se limitaría a rozarme con rápida mirada y que, a causa de mi relativa delgadez, me destinaría a los dragones, a los húsares o a la artillería, pero no a los coraceros (lo que, en el fondo, no presentaba ninguna diferencia en cuanto al período de instrucción) y, con toda seguridad, tampoco a la infantería, porque para pertenecer a ella era preciso ser un ganapán bien macizo. Pero todo ocurrió de modo bien distinto del que yo suponía. Cuando el destino comienza realmente a regir nuestra vida, todo sucede de modo por entero diferente de lo que habíamos imaginado. Me había devanado los sesos pensando en cómo podría zafarme de todo aquel asunto, pero no se me había ocurrido nada. En la fila de los reclutas me veía empujado, paso a paso, hacia el gran duque, como si me llevara hacia él algo inevitable que, además, paralizara mis pensamientos. De pronto descubrí que Nicolai Nicolaievich me hacía recordar a mi padre y, cuanto más me fui aproximando a él, tanto mayor me pareció esa semejanza. Llevaba la barba cortada como la de mi padre y, asimismo, debajo de los ojos exhibía la misma hinchazón de los párpados. Hasta sus manos, sin guantes, me parecían exactamente iguales a las suyas. Eran manos, si bien robustas y grandes, de hermosa forma, un poco rojizas, de dedos que iban afinándose hacia las puntas, y de uñas un tanto arqueadas. Me encontraba ya tan cerca de él que pude observar con toda precisión esos detalles. Nicolai Nicolaievich me rozó también a mí con la mirada y, según pensé, inmediatamente pronunciaría el nombre de algún regimiento de artillería o caballería donde yo tendría que pasar un período desesperadamente largo de instrucción. Pero, en lugar de hacer lo que yo esperaba, el gran duque abrió desmesuradamente sus ojos (por lo demás, como solía hacer mi padre), que exhibieron una expresión un tanto burlona, hasta se quitó el cigarrillo de la boca (con una mano que, en cierto modo, podría ser la de mi padre) y, por fin, estalló en una carcajada.

—¡Mira, si es Konstantin Ilich! —exclamó—. ¿Realmente creíste que no iba a reconocerte?

Yo ya había vivido bastante tiempo en Rusia para comprender el ruso, aunque apenas pudiera hablarlo. Sin embargo, en modo alguno comprendía lo que el gran duque quería decir.

—¡Y hasta te has dejado crecer la barba! —dijo luego el gran duque—. O, por lo menos, un bozo, sí, un verdadero proyecto de barba. —A todo esto, se me acercó y, de nuevo con las manos de mi padre, me tiró de la barbita que me había crecido. En aquel momento, experimenté la misma sensación que siempre sentía cuando mi padre me tiraba de una oreja—. Sólo que el porte te traiciona, hijito Konstantinuschka —dijo riendo—. ¡El porte! ¿No te decía yo que, por más que te presentaras como campesino, cochero, o cartero, el porte había de traicionarte? Porque, hijito, no puede uno desembarazarse de su porte, así como tampoco puede librarse de su piel. Uno sigue siendo lo que es.

Reflexioné lo más rápidamente que pude, por ver adónde podría conducirme esa evidente confusión. Se imponía que replicara cualquier cosa. Ese Konstantin Ilich, cuya existencia yo no sospechaba, pero por el cual se me tomaba, tenía que decir inmediatamente algo para evitar que Nicolai Nicolaievich tomara a mal la mascarada de Konstantin Ilich. Era evidente que no debía hablar en mi mal ruso. Responder en alemán me parecía poco pertinente y hasta peligroso. Elegí, pues, el francés, aunque, por lo demás, no dejaba de parecerme bastante arriesgado.

—Alteza imperial —dije—, no soy Konstantin Ilich. Soy el hijo de un colono del gobierno de Saratov, y ruego a su alteza que me destine a un regimiento de infantería.

—¿Sí? —exclamó riendo, y luego, para admiración mía, agregó en buen alemán—: ¿Pretendes ser un colono, un campesino genuino, y hablas en francés, como un cortesano?

—Fui a la escuela en Astrakan —repliqué yo, también en alemán. Esta vez le tocó a él sorprenderse.

—No sabía que también hablaras alemán —me dijo—. Me lo habías ocultado, ¿eh, pequeño? —y entonces, volviéndose a sus ayudantes, preguntó—: ¿Qué les parece? Konstantin Ilich habla todas las lenguas y pretende ser un campesino.

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