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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (36 page)

BOOK: La voz de los muertos
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Bosquinha estaba agradablemente sorprendida. Había temido que el obispo insistiera en copiar todos sus archivos antes de permitir continuar a los Hijos de la Mente, sólo un intento más por afirmar la supremacía del obispado sobre el monasterio.

—Gracias —dijo Dom Cristão, besando la mano que Peregrino le había extendido.

El obispo miró a Bosquinha fríamente.

—No tiene por qué sorprenderse, alcaldesa Bosquinha. Los Hijos de la Mente trabajan con el conocimiento del mundo, así que dependen más de las máquinas del mundo. La Madre Iglesia trabaja con las cosas del espíritu, así que nuestro uso de la memoria pública es meramente administrativa. Y en cuanto a la Biblia, somos tan anticuados que aún conservamos docenas de copias encuadernadas en piel en la Catedral. El Congreso Estelar no puede robarnos las copias del trabajo de Dios de ninguna manera —sonrió maliciosamente —, por supuesto.

Bosquinha le devolvió la sonrisa bastante alegremente.

—Una pequeña pega —dijo Dom Cristão. Después de que destruyan nuestros archivos y volvamos a copiarlos de los archivos del Portavoz, ¿qué le impide al Congreso hacerlo otra vez? ¿Y otra, y otra?

—Eso es lo difícil —dijo Bosquinha —. Lo que hacemos depende de lo que el Congreso intente hacer. Tal vez no quieren destruir realmente nuestros archivos. Tal vez restauren inmediatamente los más vitales después de esta demostración de poder. Si no tengo idea de por qué nos castigan así, ¿cómo puedo suponer hasta dónde llegarán las cosas? Si nos dejan algún camino para continuar siendo leales, entonces naturalmente tenemos que ser vulnerables para que puedan aplicar otros castigos.

—Pero ¿y si, por alguna razón, han decidido tratarnos como rebeldes?

—Bueno, si llegamos a lo peor, podríamos volver a copiarlo todo en la memoria local y luego… desconectar el ansible.

—Dios nos ayude —dijo Dona Cristá —. Estaríamos completamente solos.

El obispo pareció molestarse.

—Qué idea tan absurda, Hermana Detestai o Pecado. ¿O es que piensa que Cristo depende del ansible? ¿Que el Congreso tiene poder para silenciar al Espíritu Santo?

Dona Cristã se sonrojó y volvió a su trabajo en el terminal.

El secretario del obispo le tendió un papel con una lista de archivos.

—Puede quitar de la lista mi correspondencia personal —dijo el obispo —. Ya he enviado mis mensajes. Bien, dejemos que la Iglesia decida cuáles de mis cartas merecen ser conservadas. No tienen valor para mi.

—El obispo está preparado —dijo Dom Cristão. Inmediatamente, su esposa se levantó y el secretario tomó su puesto.

—Por cierto, pensé que querría saberlo —dijo Bosquinha —. El Portavoz ha anunciado —que esta noche, en la praça, Hablará de la muerte de Marcos Maria Ribeira —miró su reloj —. Ya falta muy poco, en realidad.

—¿Por qué piensa que me importa eso? —preguntó el obispo secamente.

—Pensé que querría enviar un representante.

—Gracias por decírnoslo —dijo Dom Cristão —. Creo que asistiré. Me gustaría oír una alocución del hombre que Habló de la muerte de San Ángelo —se volvió hacia el obispo —. Le informaré, si quiere, de todo lo que diga.

El obispo se echó hacia atrás y sonrió tenso.

—Gracias, pero enviaré a uno de los míos.

Bosquinha salió de las oficinas del obispo y se marchó de la catedral. Tenía que regresar a sus habitaciones, porque fuera lo que fuese lo que el Congreso planeaba, sería Bosquinha quien recibiría sus mensajes.

No lo había discutido con los líderes religiosos porque realmente no era asunto de su incumbencia, pero sabía perfectamente bien, al menos en un sentido general, por qué el Congreso hacía esto. Los párrafos que daban al Congreso derecho para tratar a Lusitania como a una colonia rebelde estaban todos relacionados con las reglas referidas al contacto con los cerdis.

Obviamente los xenólogos habían hecho algo malo. Ya que Bosquinha no conocía ninguna de las violaciones, tenía que ser algo muy grande cuya evidencia se mostraba por los satélites, los únicos aparatos registradores que informaban directamente al comité sin pasar por las manos de Bosquinha. Había intentado imaginar lo que podrían haber hecho Miro y Ouanda… ¿Iniciar un incendio en el bosque? ¿Talar árboles? ¿Dirigir una guerra entre las tribus cerdis? Todo le parecía absurdo.

Intentó llamarles para preguntarles, pero no estaban, naturalmente. Se encontraban al otro lado de la verja, en el bosque, para continuar llevando a cabo, sin duda, las mismas actividades que habían traído a la colonia Lusitania la posibilidad de destrucción. Bosquinha se recordaba a sí misma que eran jóvenes, que todo podía deberse a un ridículo error juvenil.

Pero no eran tan jóvenes, y además eran dos de las mentes más brillantes de una colonia que contenía a mucha gente muy inteligente. Menos mal que los gobiernos bajo el Código Estelar tenían prohibida la posesión de cualquier instrumento de castigo que pudiera ser utilizado como tortura. Por primera vez en su vida, Bosquinha sentía tanta furia que podría haber hecho uso de esos instrumentos si los hubiera tenido. «No sé qué es lo que pensáis que estáis haciendo, Miro y Ouanda, y no sé lo que habéis hecho, pero cual fuese vuestro propósito, esta comunidad entera pagará el precio. Y si hubiera justicia, os lo haría pagar a vosotros.»

Mucha gente había dicho que no asistiría a ninguna alocución; eran buenos católicos, ¿no? ¿No les había dicho el obispo que el Portavoz hablaba con la voz de Satán?

Pero se habían también susurrado otras cosas desde la llegada del Portavoz. Rumores, en su mayoría, pero Milagro era un lugar pequeño, donde los rumores eran la salsa de la vida; y los rumores no tenían ningún valor hasta que se creía en ellos. Así que se había corrido la voz de que la niña pequeña de Marcão, Quara, que no había hablado desde que éste había muerto, se había vuelto ahora tan charlatana que tenían problemas con ella en el colegio. Y Olhado, aquel chiquillo melancólico con sus repulsivos ojos de metal, se decía que de pronto parecía alegre y excitado. Tal vez maníaco. Tal vez poseído. Los rumores empezaban a implicar que, de alguna manera, el Portavoz tenía habilidad para curar, que tenía un mal de ojo, que sus bendiciones sanaban, que sus maldiciones podían matarte, que sus palabras podían hacer un encantamiento al que era inevitable obedecer. No todo el mundo oyó esto, por supuesto, y no todo el mundo que lo había oído lo creía. Pero en los cuatro días que habían pasado entre la llegada del Portavoz y la noche de su intervención para Hablar de la muerte de Marcos Maria Ribeira, la comunidad de Milagro decidió, sin ningún anuncio formal, que iría a la alocución y oiría lo que el Portavoz tuviera que decir, por mucho que el obispo dijera que no.

Era culpa del obispo. Al acusar al Portavoz de satánico, le había colocado en el extremo más lejano de sí mismo y de todos los buenos católicos: el Portavoz es lo opuesto a nosotros. Pero para aquellos que no eran sofisticados teológicamente, si Satán era poderoso y les daba miedo, lo mismo sucedía con Dios. Comprendían bastante bien la pugna entre el bien y el mal a la que el obispo se refería, pero les interesaba mucho más la lucha entre el fuerte y el débil, eso era con lo que vivían día tras día. Y en esa lucha ellos eran débiles, y Dios y Satán y el obispo eran fuertes. El obispo había elevado al Portavoz a su mismo rango de hombre poderoso. Ahora, la gente estaba preparada para creer en milagros.

Así, a pesar de que el anuncio había llegado sólo una hora antes de la alocución, la praça estaba llena, y la gente se había congregado en las casas que rodeaban la plaza y se apiñaba en las verdes avenidas y calles. Como la ley requería, la alcaldesa Bosquinha había proporcionado al Portavoz el sencillo micrófono que utilizaba para los raros encuentros públicos. La gente se orientó hacia la plataforma en la que aparecería; luego miraron alrededor para ver quién había allí. Todo el mundo. Por supuesto, la familia de Marcão. Por supuesto, la alcaldesa. Pero también Dom Cristão y Dona Cristã y muchos sacerdotes de la catedral. El doctor Navio. La viuda de Pipo, la vieja Conceiçao, la archivera. La viuda de Libo, Bruxinha, y sus hijos. Se rumoreaba que el Portavoz también tenía intención de Hablar algún día de las muertes de Pipo y de Libo.

Y, por fin, cuando el Portavoz subía a la plataforma, el rumor barrió la praça: el obispo Peregrino estaba allí. No con sus vestiduras, sino con la simple sotana de sacerdote. ¡Allí mismo, para oír la blasfemia del Portavoz! Muchos ciudadanos de Milagro sintieron un delicioso escalofrío de excitación. ¿Se levantaría el obispo y derribaría milagrosamente a Satán? ¿Habría una batalla como no las había habido fuera de la visión del Apocalipsis de San Juan?

Entonces el Portavoz se plantó ante el micrófono y esperó a que se hiciera el silencio. Era bastante alto, aún joven, pero su piel blanca le hacía parecer enfermizo, fantasmal, comparado con los mil tonos amarronados de los lusos. Se callaron y él empezó a Hablar.

—Se le conoció por tres nombres. Los archivos oficiales tienen el primero: Marcos Maria Ribeira. Y sus datos oficiales. Nacido en 1929. Muerto en 1970. Trabajaba en la fundición de acero. Registro de seguridad perfecto. Ningún arresto. Esposa, seis hijos. Un ciudadano modelo, porque nunca hizo nada suficientemente malo para quedar registrado en los archivos públicos.

Muchos de los que escuchaban sintieron un vago resquemor. Habían esperado un elocuente discurso, y en cambio la voz de este hombre no era nada notable. Y sus palabras no tenían la formalidad de un sermón religioso. Su tono era sencillo, llano, casi coloquial. Sólo unos cuantos advirtieron que esta misma simplicidad hacía que su voz, sus palabras, fueran completamente creíbles. No estaba contando la Verdad, con trompetas; estaba simplemente contando la verdad, la historia de la que nadie piensa dudar porque se da por garantizada. El obispo Peregrino fue uno de los que lo advirtieron, y esto le hizo sentirse intranquilo. Este Portavoz sería un enemigo formidable, uno al que no se podría destruir con fuego ante el altar.

—El segundo nombre que tuvo fue Marcão. El Gran Marcos, porque era un gigante. Alcanzó su tamaño adulto muy pronto. ¿Qué edad tenía cuando llegó a medir dos metros? ¿Once años? Definitivamente, tenía doce. Su tamaño y su fuerza le hicieron valioso en la fundición, donde los lotes de acero son tan pequeños que gran parte del trabajo se controla directamente a mano, y la fuerza cuenta. La vida de la gente dependió de la fuerza de Marcão.

En la praça, la gente de la fundición asintió. Todos se habían jurado que nunca le hablarían al framling ateo. Obviamente uno de ellos lo había hecho, pero ahora les pareció bien que el Portavoz comprendiera lo que recordaban de Marcão. Cada uno de ellos deseó haber sido el que le había hablado de Marcão al Portavoz. No se les ocurrió pensar que el Portavoz ni siquiera había intentado hablar con ellos. Después de tantos años, había muchas cosas que Andrew Wiggin conocía sin necesidad de preguntar.

—Su tercer nombre fue Cão. El perro.

«Ah, sí —pensaron los lusos —. Esto es lo que hemos oído de los Portavoces de los Muertos. No tienen respeto hacía el muerto, no tienen ningún sentido del decoro.»

—Ése era el nombre con que os referíais a él cuando os enterabais de que su esposa, Novinha, tenía otro ojo morado, que caminaba cojeando, que tenía cardenales en la cara. Era un animal por hacerle aquello.

¿Cómo se atreve a decir eso? ¡El hombre está muerto! Pero bajo su furia los lusos se sentían incómodos por una razón completamente diferente. Casi todos recordaron haber dicho u oído exactamente esas palabras. La indiscreción del Portavoz consistía en repetir en público las palabras que hacían referencia a Marcão y que habían pronunciado cuando estaba vivo.

—Y no es que a alguno os gustara Novinha, esa fría mujer que nunca os dio ni los buenos días. Pero era más pequeña que él, y era la madre de sus hijos, y cuando la golpeaba merecía el nombre de Cão.

Se sintieron cohibidos; se hablaron mutuamente en murmullos. Los que estaban sentados en la hierba, cerca de Novinha, la miraron, deseosos de ver cómo reaccionaba, dolorosamente conscientes del hecho de que el Portavoz tenía razón, de que no les gustaba, de que al mismo tiempo la temían y sentían lástima por ella.

—Decidme, ¿es éste el hombre que conocisteis? Pasaba más horas que nadie en los bares, y sin embargo nunca hizo amigos allí, nunca tuvo la camaradería del alcohol. Ni siquiera podíais decir cuánto había estado bebiendo. Estaba arisco y enfadado antes de tomar un trago, y arisco y enfadado justo antes de morir… nadie pudo ver la diferencia. Nunca oísteis que tuviera un amigo, y ninguno de vosotros se alegraba al verle entrar en donde estabais. Ése es el hombre que la mayoría de vosotros conoció. Cão. Apenas un hombre.

Sí, pensaron. Ése era. Ahora el shock inicial de su falta de decoro había remitido. Se estaban acostumbrando al hecho de que el Portavoz no tenía intención de suavizar nada. Sin embargo, aún se sentían incómodos. Pues había una nota de ironía, no en su voz, sino inherente a sus palabras. Apenas un hombre, había dicho, pero naturalmente que era un hombre, y vagamente fueron conscientes de que mientras el Portavoz comprendía lo que pensaban de Marcão, no coincidía con ellos necesariamente.

—Unos pocos, los hombres de la fundición en el Bairro das Fabricadoras, le conocían como un brazo fuerte en el que podían confiar. Sabían que nunca decía que podía hacer más de lo que realmente podía, y siempre hacía lo que decía que iba a hacer. Se podía contar con él. Así que dentro de la fundición era respetado. Pero cuando salíais por la puerta le tratabais como todo el mundo, le ignorabais, no pensabais en él.

La ironía era evidente ahora. Aunque no había ninguna inflexión en la voz —seguía siendo el mismo discurso llano y sencillo del principio —, los hombres que trabajaron con Marcão la sintieron en su interior: «No deberíamos haberle ignorado como lo hicimos. Si era valioso dentro de la fundición, tal vez podríamos haberle valorado también fuera.»

—Algunos también sabéis algo más, en lo que nunca habéis pensado mucho. Sabéis que le disteis el nombre de Cão mucho antes de que se lo ganara. Teníais diez, once, doce años. Erais niños pequeños. ¡Y él creció tanto! Sentíais vergüenza de estar cerca de él. Y miedo, porque os hacía sentiros indefensos.

—Vinieron en busca de chismorreo y les está dando responsabilidad —murmuró Dom Cristão a su esposa.

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