Sin embargo, sólo porque los humanos lo hicieran, no parecía sensato. Además, el arresto y encarcelamiento de Miro y Ouanda, si alguna vez sucedía, tendría sentido si se viera a los humanos como a una sola comunidad y a los cerdis como a sus enemigos, si se pensara que cualquier cosa que ayudara a sobrevivir a los cerdis fuera de alguna manera una amenaza a la humanidad. Entonces el castigo de la gente que ampliaba la cultura de los cerdis se produciría no para proteger a los cerdis, sino para evitar que los cerdis se desarrollaran.
En ese momento Ender vio claramente que las reglas que legislaban el contacto humano con los cerdis no funcionaban realmente para proteger a los cerdis. Funcionaban para garantizar la superioridad y el poder humano. Desde ese punto de vista, al ejecutar aquellas Actividades Cuestionables, Miro y Ouanda eran traidores a los intereses de su propia especie.
—Renegados —dijo en voz alta.
—¿Qué? —preguntó Miro —. ¿Cómo dice?
—Renegados. Aquellos que niegan a su propia gente y aceptan al enemigo como suyo.
—Ah.
—No lo somos —dijo Ouanda.
—Sí que lo somos —dijo Miro.
—¡No he negado mi humanidad!
—Según la define el obispo Peregrino, hemos negado nuestra humanidad hace mucho tiempo.
—Pero como yo la defino…
—Según la defines tú —intervino Ender —, los cerdis son humanos también. Por eso eres una renegada.
—¡Creí que había dicho que tratamos a los cerdis como a animales!
—Cuando no les tenéis en cuenta, cuando no les hacéis preguntas directas, cuando intentáis engañarles, entonces les tratáis como animales.
—En otras palabras —dijo Miro —, cuando seguimos las reglas del comité.
—Si —dijo Ouanda —, sí, es verdad, somos renegados.
—¿Y usted? —preguntó Miro —. ¿Por qué es un renegado?
—Oh, la raza humana me dio la patada hace muchísimo tiempo. Por eso me convertí en Portavoz de los Muertos.
Con esto, llegaron al claro de los cerdis.
Madre no vino a cenar y tampoco lo hizo Miro. No había problemas para Ela. Cuando alguno de los dos estaba presente, Ela perdía su autoridad; no podía seguir controlando a los niños más pequeños. Y sin embargo ni Madre ni Miro tomaban su puesto. Nadie obedecía a Ela y nadie más intentaba mantener el orden. Así que era más fácil cuando no estaban.
No es que los pequeños se comportaran especialmente bien ahora. Simplemente se le resistían menos. Sólo tuvo que gritarle a Grego un par de veces para que dejara de pellizcar y dar patadas a Quara por debajo de la mesa. Y hoy Quim y Olhado estaban muy callados, sin los comentarios típicos.
Hasta que terminó la cena.
Quim se echó hacia atrás en la silla y miró maliciosamente a Olhado.
—Así que tú eres el que le enseñó a ese espía cómo entrar en los archivos de Madre.
Olhado se volvió hacia Ela.
—Has vuelto a dejar la boca de Quim abierta, Ela. Tendrías que ser más cuidadosa —era la forma que tenía Olhado, a través del humor, de pedir la intervención de Ela.
Quim no quería que recibiera ninguna ayuda.
—Esta vez Ela no está de tu parte, Olhado. Nadie está de tu parte. Ayudaste a ese repugnante espía a entrar en los archivos de Madre, y eso te hace tan culpable como él. Es un servidor del diablo, y lo mismo eres tú.
Ela vio la furia en el cuerpo de Olhado. Tuvo la visión momentánea de Olhado tirándole a Quim el plato a la cara. Pero el momento pasó. Olhado se calmó.
—Lo siento —dijo Olhado —. No quise hacerlo.
Estaba cediendo ante Quim. Estaba admitiendo que Quim tenía razón.
—Espero —dijo Ela —, que quieras decir que sientes haberlo hecho sin intención. Espero que no estés pidiendo disculpas por ayudar al Portavoz de los Muertos.
—Por supuesto que se está disculpando por ayudar al espía —dijo Quim.
—Porque todos deberíamos ayudar al Portavoz en lo que podamos —continuó Ela.
Quim se puso en pie de un salto y se apoyó en la mesa para gritarle a la cara.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Estaba violando la intimidad de Madre, estaba descubriendo sus secretos, estaba…!
Para su sorpresa, Ela descubrió que también se había puesto en pie y que le gritaba, y más fuerte.
—¡Los secretos de Madre son la causa de la mitad del veneno que hay en esta casa! ¡Los secretos de Madre nos están volviendo enfermos a todos, incluyéndola a ella! ¡Así que tal vez la única manera de arreglar las cosas sea robarle todos los secretos y airearlos para que podamos deshacernos de ellos!
Dejó de gritar. Quim y Olhado estaban de pie ante ella, apretándose contra la pared de enfrente como si sus palabras fueran balas y les estuviera ejecutando. Tranquila, intensamente, Ela continuó.
—En lo que a mí respecta, el Portavoz de los Muertos es la única oportunidad que tenemos de volver a ser una familia. Y los secretos de Madre son la única cosa que nos lo impide. Por eso hoy le dije todo lo que sé sobre los archivos de Madre, porque quiero ayudarle a descubrir la verdad en lo que pueda.
—Entonces eres más traidora que nadie —dijo Quim. Su voz temblaba. Estaba a punto de llorar.
—Digo que ayudar al Portavoz de los Muertos es un acto de lealtad —contestó Ela —. La única traición real es obedecer a Madre, porque lo que quiere, aquello para lo que ha trabajado durante toda su vida, es su autodestrucción y la destrucción de su familia.
Para sorpresa de Ela, no fue Quim; sino Olhado, quien se echó a llorar. Sus lagrimales no funcionaban, por supuesto, pues habían sido extirpados cuando le instalaron los ojos. Así que no hubo lágrimas que indicaran que estaba llorando. En cambio emitió un sollozo y se aplastó contra la pared hasta que se sentó en el suelo, con la cabeza entre las rodillas, sollozando y suspirando. Ela comprendió por qué. Porque le había dicho que su amor por el Portavoz no era desleal, que no había pecado, y él creía en lo que le había dicho, sabia que era verdad.
Entonces, al alzar la vista de Olhado, vio a Madre de pie en el umbral. Ela sintió que se debilitaba y se echó a temblar al advertir que Madre tenía que haberla oído.
Pero Madre no parecía enfadada. Sólo un poco triste, y muy cansada. Estaba mirando a Olhado.
Quim encontró la voz.
—¿Has oído lo que Ela estaba diciendo? —preguntó.
—Sí —contestó Madre, sin dejar de mirar a Olhado —. Y por lo que sé, puede que tenga razón.
Ela estaba tan nerviosa como Quim.
—Id a vuestras habitaciones, niños —dijo Madre suavemente —. Necesito hablar con Olhado.
Ela llamó a Grego y Quara, que se bajaron de sus sillas y se escurrieron a su lado, con los ojos abiertos de asombro ante aquellos sucesos inusitados. Después de todo, ni siquiera Padre había sido capaz de hacer llorar a Olhado nunca. Les sacó de la cocina, de vuelta a su dormitorio. Oyó a Quim recorrer el pasillo, entrar en su habitación, cerrar la puerta y meterse en la cama. Y en la cocina los sollozos de Olhado se difuminaron, se calmaron, terminaron cuando Madre, por primera vez desde que perdió los ojos, le abrazó y le consoló, secando con su pelo sus lágrimas inexistentes mientras le acunaba.
Miro no sabía qué pensar del Portavoz de los Muertos. De alguna manera siempre había imaginado que un Portavoz sería muy parecido a un sacerdote… o al menos, a lo que se supone que es un sacerdote. Tranquilo, contemplativo, apartado del mundo, siempre dejando la acción y la decisión a otros. Miro había esperado que fuera sabio.
No había previsto que fuera tan entrometido, tan peligroso. Sí, era sabio, de acuerdo, veía más allá de lo aparente, hacía o decía cosas sorprendentes que, cuando se pensaba bien, eran exactamente las adecuadas. Era como si estuviera tan familiarizado con la mente humana que pudiera ver, directamente por la expresión de tu cara, los deseos profundos, las verdades tan bien disfrazadas que ni siquiera uno mismo sabe que tiene en su interior.
Cuántas veces se había quedado Miro con Ouanda así, mirando a Libo tratar a los cerdis. Pero con Libo siempre habían comprendido lo que hacía; conocían su técnica, conocían su propósito. El Portavoz, sin embargo, seguía unas pautas de pensamiento que eran completamente extrañas para él.
Aunque tenía aspecto humano, Miro llegó a preguntarse si no sería realmente un framling: podía ser tan enigmático como los cerdis. Era tan ramen con ellos, extraño pero sin ser un animal.
¿Qué advertía el Portavoz? ¿Qué veía? ¿El arco que llevaba Flecha? ¿Los cuencos en los que la raíz de merdona se secaba? ¿Cuántas Actividades Cuestionables reconocía, y cuántas pensaba que eran prácticas nativas?
Los cerdis sacaron la Reina Colmena y el Hegemon.
—Tú —dijo Flecha —. ¿Tú escribiste esto?
—Sí —respondió el Portavoz de los Muertos.
Miro observó a Ouanda, cuyos ojos brillaron de indignación. Así que el Portavoz era un mentiroso.
Humano interrumpió.
—Miro y Ouanda, piensan que eres un mentiroso.
Miro inmediatamente volvió la vista hacia el Portavoz, pero él no les miró.
—Por supuesto que lo creen —dijo —. Nunca se les ha ocurrido pensar que Raíz podría haberos dicho la verdad.
Las tranquilas palabras del Portavoz molestaron a Miro. ¿Podría ser verdad? Después de todo, la gente que viajaba entre las estrellas se saltaba décadas, a menudo siglos, al ir de un sistema a otro. A veces hasta medio milenio. No harían falta muchos viajes para que una persona sobreviviera tres mil años. Pero que el Portavoz de los Muertos original viniera aquí sería una coincidencia demasiado increíble. Excepto que el Portavoz original era el que había escrito la Reina Colmena y el Hegemón y, por ello, estaría interesado en la primera raza de ramen que conocían desde los insectores. «No lo creo», se dijo Miro, pero tenía que admitir la posibilidad de que pudiera ser cierto.
—¿Por qué son tan estúpidos? —preguntó Humano —. ¿No reconocen la verdad cuando la oyen?
—No son estúpidos —respondió el Portavoz —. Es así como son los humanos: cuestionamos todas nuestras creencias, excepto aquellas en las que realmente creemos, y aquellas otras en las que nunca pensamos. Nunca se han planteado la idea de que el Portavoz de los Muertos original no muriera hace tres mil años, aunque saben hasta qué punto el vuelo interestelar prolonga la vida.
—Pero se lo dijimos.
—No… les dijisteis que la reina colmena le había dicho a Raíz que yo escribí este libro.
—Por eso tendrían que haber sabido que era verdad —dijo Humano —. Raíz es sabio, es un padre; nunca cometería un error.
Miro no sonrió, pero quiso hacerlo. El Portavoz se creía muy listo, pero aquí estaba ahora, donde todas las preguntas importantes terminaban, frustrado por la insistencia de los cerdis de que sus árboles tótem podían hablarles.
—Ah —dijo el Portavoz —. Hay tanto que no comprendemos. Y tanto que vosotros no comprendéis. Deberíamos enseñarnos más cosas.
Humano se sentó junto a Flecha, compartiendo con él la posición de honor. Flecha no hizo gesto de que le importara.
—Portavoz de los Muertos —dijo Humano —, ¿nos traerás a la reina colmena?
—No lo he decidido todavía.
Una vez más, Miro volvió la vista a Ouanda. ¿Estaba loco el Portavoz, dando a entender que podía entregar lo que no podía ser entregado?
Entonces recordó lo que había dicho el Portavoz sobre cuestionarse todas las creencias excepto aquellas en las que realmente se cree. Miro siempre había aceptado lo que todo el mundo sabía: que todos los insectores habían sido destruidos. Pero, ¿y si hubiera sobrevivido una reina colmena? ¿Y si era por eso que el Portavoz había podido escribir su libro? ¿Por qué tenía un insector con el que hablar? Era improbable en extremo, pero no imposible. Miro no sabía con seguridad que hubiera muerto hasta el último insector. Sólo sabía que todo el mundo lo creía y que nadie en tres mil años había dado la más mínima evidencia de lo contrario.
Pero incluso si era verdad, ¿cómo podía saberlo Humano? La explicación más simple era que los cerdis habían incorporado la poderosa historia de la Reina Colmena y el Hegemón a su religión, y eran incapaces de comprender que había muchos Portavoces de los Muertos, y que ninguno de ellos era el autor del libro; que todos los insectores estaban muertos, y que ninguna reina colmena podía venir. Ésa era la explicación más simple, la más fácil de aceptar. Cualquier otra le obligaría a admitir la posibilidad de que el árbol tótem de Raíz, de alguna manera, podía hablarles a los cerdis.
—¿Qué te hará decidir? —preguntó Humano —. Les hacemos regalos a las esposas, para ganar su honor, pero tú eres el más sabio de todos los humanos, y no tenemos nada que necesites.
—Tenéis muchas cosas que necesito.
—¿Qué? ¿No puedes hacer cuencos mejores que éstos? ¿Flechas más certeras? La capa que llevo está hecha de lana de cabra… pero tu ropa es mejor.
—No necesito cosas así —dijo el Portavoz —. Lo que necesito son historias verdaderas.
Humano se acercó más, y entonces dejó que su cuerpo se pusiera rígido de excitación, de anticipación.
—¡Oh, Portavoz! —dijo, y su voz sonó poderosa, por la importancia de sus palabras —. ¿Añadirás nuestra historia a la Reina Colmena y el Hegemón?
—No conozco vuestra historia.
—¡Pregúntanos! ¡Pregúntanos cualquier cosa!
—¿Cómo puedo contar vuestra historia? Sólo cuento las historias de los muertos.
—¡Estamos muertos! —gritó Humano. Miro nunca le había visto tan agitado —. Nos están asesinando cada día. Los humanos llenan todos los mundos. Las naves viajan de estrella a estrella, a través de la negrura de la noche, llenando todos los huecos. Nosotros estamos aquí, en nuestro mundo único, mirando cómo el cielo se llena de humanos. Los humanos construyeron esa estúpida verja para mantenernos aparte, pero eso no es nada. ¡El cielo es nuestra verja! —Humano saltó hacia arriba, muy alto, pues sus piernas eran poderosas —. ¡Mira cómo la verja me devuelve al suelo!
Corrió hacia el árbol más cercano y subió por el tronco, más alto de lo que Miro le había visto nunca escalar. Dio una especie de zambullida y se arrojó al aire. Colgó allí un momento, y luego la gravedad le hizo caer contra el duro suelo.
Miro pudo oír la respiración escapársele por la fuerza del golpe. El Portavoz corrió inmediatamente hacia Humano; Miro le siguió de cerca. Humano no respiraba.
—¿Humano está muerto? —preguntó a su espalda Ouanda.