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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (31 page)

BOOK: La voz de los muertos
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—Sí, pero ¿protegerse de qué? Los cerdis son completamente selváticos: nunca cazan en la pradera. Fuera cual fuese el depredador que obligó a la cabra a desarrollar esa pauta de conducta, ha desaparecido. Y recientemente… tal vez en los últimos cien mil o en el último millón de años.

—No hay evidencia de que haya caído ningún meteoro hace menos de veinte millones de años —dijo el Portavoz.

—No. Ese tipo de desastre mataría a todos los animales grandes y a todas las plantas y dejaría a cientos de los pequeños, o tal vez matara toda la vida en la superficie y dejara con vida solamente al mar. Pero la tierra, el mar, todo fue arrasado, y sin embargo algunas criaturas grandes sobrevivieron. No, creo que fue una enfermedad. Una enfermedad que golpeó todas las especies, que podía adaptarse a cualquier cosa viva. Por supuesto, no advertimos esa enfermedad ahora porque todas las especies que quedaron vivas se han adaptado a ella. Será una parte de su modo de vida regular. La única manera en que podríamos notar la enfermedad…

—Es si la contrajéramos —dijo el Portavoz —. La Descolada.

—¿Ves? Todo se remonta a la Descolada. Mis abuelos encontraron un medio de hacer que dejara de matar a los humanos, pero tomó la mejor manipulación genética. La cabra, las culebras de agua también encontraron una manera de adaptarse, y —dudo que fuera con suplementos en la dieta. Creo que todo tiene relación. Las extrañas anomalías reproductoras, los huecos en el ecosistema, todo se relaciona con los agentes de la Descolada, y Madre no quiere dejarme examinarlos. No me deja estudiar qué son, cómo funcionan, cómo pueden estar relacionados con…

—Con los cerdis.

—Bueno, sí, pero no sólo con ellos, sino con todos los animales…

El Portavoz parecía querer contener la excitación. Como si ella hubiera explicado algo difícil.

—La noche que murió Pipo ella selló todos los ficheros relacionados con su trabajo, y cerró todos los archivos que contenían todas las investigaciones sobre la Descolada. Lo que le enseñó a Pipo tenía que ver con los agentes de la Descolada, y con los cerdis…

—¿Por eso cerró los archivos? —preguntó Ela.

—Sí. Sí.

—Entonces tengo razón, ¿no?

—Sí. Gracias. Me has ayudado más de lo que crees.

—¿Significa eso que Hablarás pronto de la muerte de Padre?

El Portavoz la miró con atención.

—La verdad es que no quieres que Hable de tu padre. Quieres que Hable de tu madre.

—No está muerta.

—Pero sabes que no puedo Hablar de Marcão sin explicar por qué se casó con Novinha, y por que continuaron casados tantos años.

—Eso es. Quiero que se desvelen todos los secretos. Quiero que se abran todos los archivos. No quiero que nada permanezca oculto.

—No sabes lo que pides. No sabes el dolor que causará descubrir todos los secretos.

—Mira a mi familia, Portavoz —contestó ella —. ¿Cómo puede causar más daño la verdad del que han causado ya los secretos?

Él le sonrió, pero no era una sonrisa jovial. Era afectiva, incluso compasiva.

—Tienes razón, pero cuando escuches toda la historia puede que tengas problemas para aceptarla.

—Conozco toda la historia.

—Eso es lo que cree todo el mundo, y nadie tiene razón.

—¿Cuándo Hablarás?

—En cuanto pueda.

—Entonces, ¿por qué no ahora? ¿Hoy? ¿A qué estás esperando?

—No puedo hacer nada hasta que hable con los cerdis.

—¿Estás bromeando? Nadie puede hablar con los cerdis excepto los zenadores. Es una Orden del Congreso. Nadie puede trasgredirla.

—Sí. Por eso va a ser difícil.

—Difícil no, imposible.

—Tal vez —dijo él. Se levantó y ella le imitó —. Ela, me has ayudado muchísimo al contarme todo lo que podría haber oído de ti. Igual que hizo Olhado. Pero a él no le gustó lo que hice con las cosas que me enseñó y ahora piensa que le he traicionado.

—Es un crío. Yo tengo dieciocho años.

El Portavoz asintió y le colocó una mano sobre los hombros.

—Entonces todo está bien. Somos amigos.

Ella estuvo casi segura de que había ironía en lo que decía. Ironía y, tal vez, una súplica.

—Sí —insistió ella —. Somos amigos. Para siempre.

Él volvió a asentir, se dio la vuelta, empujó el bote hasta el agua. En cuanto estuvo a flote, se sentó y extendió los remos, bogó y entonces alzó la vista y le sonrió. Ela le devolvió la sonrisa, pero la sonrisa no pudo ocultar el júbilo que sentía, el perfecto alivio. Él lo había escuchado todo, y haría que todo saliera bien. Creía aquello tan completamente que ni siquiera se daba cuenta de que era el motivo de su repentina felicidad. Sólo sabía que había pasado una hora con el Portavoz de los Muertos y ahora se sentía más viva de lo que había estado en los últimos diez años.

Cogió los zapatos, volvió a calzárselos y regresó a casa. Madre estaría aún en la Estación Biologista, pero Ela no quería trabajar esta tarde. Quería irse a

casa y preparar la cena, que siempre era un trabajo solitario. Esperaba que nadie le hablara. Esperaba que no hubiera ningún problema que tuviera que resolver. Que eso se acabara para siempre.

Sólo llevaba unos minutos en casa cuando Miro entró apresuradamente en la cocina.

—Ela —dijo —. ¿Has visto al Portavoz de los Muertos?

—Sí. En el río.

—¿En el río dónde?

Si le decía dónde se habían reunido, sabría que no habría sido por casualidad.

—¿Por qué? —preguntó.

—Escucha, Ela, por favor, no es momento de recelos. Tengo que encontrarle. Le hemos dejado mensajes y el ordenador no puede localizarlo…

—Remaba río abajo, camino de su casa. Probablemente estará a punto de llegar.

Miro salió corriendo de la cocina. Ela le oyó teclear en el terminal. Entonces regresó.

—Gracias —dijo —. No me esperes para cenar.

—¿Qué es tan urgente?

—Nada.

Era tan ridículo decir «nada» cuando Miro estaba tan agitado y sentía tanta prisa que los dos se echaron a reír a la vez.

—Muy bien —dijo Miro —, pasa algo, pero no puedo decírtelo, ¿vale?

—Vale. Pero pronto se sabrán todos los secretos, Miro.

—Lo que no comprendo es por qué no recibió nuestro mensaje. Quiero decir que el ordenador le estaba buscando. ¿No lleva un implante en el oído? Se supone que el ordenador puede localizarle. Aunque es posible que lo haya desconectado.

—No —dijo Ela —. La luz estaba encendida.

Miro giró la cabeza y la miró.

—¿Cómo pudiste ver la lucecita roja de su implante si estaba remando en medio del río?

—Vino a la orilla. Charlamos.

—¿De qué?

Ela sonrió.

—De nada.

Él le devolvió la sonrisa, pero pareció algo molesto. Ella comprendió:

—Está bien que tú no me digas tus secretos, pero no que yo te los oculte a ti, ¿no, Miro?

Sin embargo, él no discutió. Tenía demasiada prisa. Tenía que encontrar al Portavoz y hacerlo inmediatamente, y no vendría a cenar a casa.

Ela tuvo el presentimiento de que el Portavoz podría hablar con los cerdis antes de lo que pensaba. Durante un momento se sintió aliviada. La espera terminaría.

Entonces el alivio pasó y algo tomó su lugar. Un miedo enfermizo. Una pesadilla sobre el papai de China, el querido Libo, muerto en la colina, despedazado por los cerdis. Sólo que no era Libo. Era Miro. No, no, no era Miro. Era el Portavoz. Era el Portavoz a quien torturarían hasta la muerte.

—No —susurro.

Entonces tiritó y la alucinación se apartó de su mente; volvió a intentar sazonar la pasta para que supiera a algo más que a goma de amaranto.

Renegados

COME-HOJAS: Humano dice que cuando mueren vuestros hermanos los enterráis en el suelo y que construís vuestras casas encima. (Risas).

MIRO: No. Nunca cavamos donde hay gente enterrada.

COME-HOJAS (rígido por la excitación): ¡Entonces vuestros muertos no os sirven para nada!

 

Ouanda Quenhatta Figueira Mucumbi,

Transcripciones de diálogos,

103:0:1969:4:13:11.

Ender había pensado que podrían tener problemas para hacerle atravesar la verja, pero Ouanda palmeó la caja, Miro abrió la puerta y los tres la atravesaron. Ningún desafío. Tenía que ser como Ela había dado a entender: nadie quería salir del complejo, y por eso no se necesitaba ninguna medida seria de seguridad. Ender no podía saber si aquello significaba que la gente estaba contenta de vivir en Milagro, si temían a los cerdis o si odiaban su prisión tanto que tenían que pretender que la verja no estaba allí.

Pero Ouanda y Miro estaban muy tensos, casi asustados. Eso era comprensible, naturalmente, porque estaban quebrantando las leyes del Congreso al dejarle entrar. Pero Ender sospechaba que había algo más. La tensión de Miro se completaba con la prisa; tal vez estaba asustado, pero quería ver lo que iba a suceder, quería seguir adelante. Ouanda se quedó atrás, caminando a ritmo mesurado, y su frialdad no se debía sólo al miedo, sino también a la hostilidad. No confiaba en él.

Así que Ender no se sorprendió cuando ella se encaminó al gran árbol que crecía cerca de la verja y esperó a que Miro y Ender la siguieran. Ender vio cómo Miro se molestaba por un momento y luego se controlaba. Su expresión era todo lo fría que podría esperar un ser humano. Ender le comparó con los niños que había conocido en la Escuela de Batalla, sus camaradas de armas, y pensó que Miro podría haber sido uno de ellos. También Ouanda, pero por diferentes razones. Se consideraba responsable de lo que estaba pasando, aunque Ender era un adulto y ella mucho más joven. No se remitía a él en absoluto. Temiera lo que temiera, no era a la autoridad.

—¿Aquí? —preguntó Miro.

—O en ningún sitio —dijo Ouanda.

Ender se sentó al pie del árbol.

—Éste es el árbol de Raíz, ¿no?

Ellos se lo tomaron con calma —naturalmente —, pero su pausa momentánea le dijo que sí, que les había sorprendido al conocer algo sobre un pasado que seguramente consideraban propio. «Puede que aquí sea un framling, —se dijo Ender —, pero no tengo por qué ser también un ignorante.»

—Sí —respondió Ouanda —. Es el tótem del que parecen recibir más directrices últimamente, en los últimos siete u ocho años. Nunca nos dejan presenciar los rituales en los que hablan a sus antepasados, pero parece que tiene que ver con tocar el tambor sobre los árboles con unos palos muy pulimentados. Algunas veces les oímos tocar toda la noche.

—¿Palos? ¿Hechos de madera caída?

—Eso suponemos. ¿Por qué?

—Porque no tienen herramientas de piedra o de metal con las que cortar madera, ¿no es así? Además, si adoran a los árboles no es lógico que los corten.

—No creemos que adoren a los árboles. Es algo totémico. Están ahí en representación de los antepasados muertos. Ellos… los plantan. Dentro de los cuerpos.

Ouanda había querido detenerle, hablarle o interrogarle, pero Ender no tenía intención de dejar que creyera (ni ella ni Miro, por otro lado) que estaba a cargo de la expedición. Ender intentaba hablar con los cerdis por sí mismo. Nunca dejaba que nadie determinara sus planes cuando se preparaba para Hablar, y no iba a empezar ahora. Además, él tenía información que los otros no tenían. Conocía la teoría de Ela.

—¿Y en algún otro sitio? —preguntó —. ¿Hay alguna ocasión en la que planten árboles?

Ellos se miraron mutuamente.

—No que hayamos visto —respondió Miro.

Ender no sentía simplemente curiosidad. Aún pensaba lo que Ela le había dicho sobre las anomalías en la reproducción.

—¿Y los árboles también crecen solos? ¿Están los retoños esparcidos por el bosque?

Ouanda negó con la cabeza.

—Realmente no tenemos ninguna evidencia de que se planten en ningún otro lugar diferente de los cadáveres de los muertos. Al menos, todos los árboles que conocemos son bastante viejos, excepto estos tres de aquí.

—Cuatro, si no nos damos prisa —dijo Miro.

¡Ah! Aquí estaba la tensión entre ellos. La urgencia de Miro se debía a que quería salvar a un cerdi de ser plantado en la base de otro árbol. Aunque Ouanda estaba preocupada por algo distinto. Le habían revelado bastante de sí mismos; ahora podía dejar que ella le interrogase. Se enderezó y echó la cabeza hacia atrás para mirar las hojas del árbol, las ramas extendidas, el pálido verdor de la fotosíntesis que confirmaba la convergencia, la inevitabilidad de la evolución en cada mundo. Aquí estaba el centro de todas las paradojas de Ela: la evolución de este mundo cuadraba con el modelo que los xenobiólogos habían visto en los Cien Mundos y, sin embargo, en algún lugar el modelo se había roto, colapsado. Los cerdis eran una de las pocas docenas de especies que habían sobrevivido al colapso. ¿Qué era la Descolada, y cómo se habían adaptado los cerdis a ella?

Su intención era cambiar de conversación para preguntar por qué estaban en ese árbol. Eso invitaría a Ouanda a hacer preguntas. Pero en ese momento, con la cabeza hacia atrás, las hojas verdes moviéndose suavemente bajo una brisa casi imperceptible, tuvo una poderosa sensación de déja vu. Había visto esas hojas antes. Recientemente. Pero eso era imposible. No había grandes árboles en Trondheim, y dentro del complejo de Milagro no crecía ninguno. ¿Por qué la luz a través de aquellas hojas le parecía tan familiar?

—Portavoz —dijo Miro.

—Si —contestó, saliendo de aquel lapsus momentáneo.

—No queríamos traerle aquí —Miro lo dijo con firmeza, y con el cuerpo orientado hacia Ouanda para que Ender comprendiera que, de hecho, Miro había querido traerle, pero que se incluía en la reluctancia de Ouanda para mostrarle que estaba con ella. «Estáis enamorados —pensó Ender —. Y esta noche, si Hablo de la muerte de Marcão, tendré que deciros que sois hermanos. Tendré que colocar entre vosotros el tabú del incesto. Y seguramente me odiaréis.»

—Va a ver… —Ouanda no era capaz de decirlo. Miro sonrió.

—Las llamamos Actividades Cuestionables. Empezaron accidentalmente con Pipo. Pero Libo las hizo deliberadamente, y nosotros continuamos su trabajo. Lo hacemos gradualmente, con cuidado. No hemos descartado simplemente las reglas del Congreso sobre esto. Pero hubo crisis, y tuvimos que ayudar. Hace unos pocos años, por ejemplo, los cerdis sufrieron una escasez de macios, los gusanos de la corteza de los árboles de los que se alimentan principalmente.

—¿Vas a decirle eso primero? —preguntó Ouanda.

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