Read La voz de los muertos Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (53 page)

—He jugado en esta historia un papel más grande de lo que me hubiera gustado —dijo Ender —. Pero has cumplido tu sueño, Ivanova. Fue tu trabajo el que condujo a ese libro. Y tú y tus hijos quienes me hicisteis capaz de escribirlo.

Lo firmó como había firmado los otros: Portavoz de los Muertos.

Jane tomó el libro y lo transmitió por ansible a los Cien Mundos. Con él, incluyó el texto de la Alianza y las imágenes que Olhado había captado de su firma y del paso de Humano a la luz. Lo situó aquí y allá, en una docena de lugares en cada uno de los Cien Mundos, dándoselo a la gente que pudiera leerlo y comprender lo que significaba. Las copias se enviaron como mensajes de ordenador en ordenador. Cuando el Congreso Estelar supo de su existencia, ya había sido distribuido demasiado ampliamente como para suprimirlo.

Intentaron desacreditarlo como una falsificación. Las imágenes eran una cruda simulación. Análisis del texto revelaron que no era posible que el autor fuera el mismo de los otros dos libros. Los registros del ansible demostraron que no era posible que hubiera venido de Lusitania, puesto que no tenía ansible. Algunos les creyeron. A la mayoría no le importó. Muchos que no se atrevieron a leer la Vida de Humano, no tuvieron valor para aceptar a los cerdis como ramen.

Algunos les aceptaron, leyeron la acusación que Demóstenes había escrito unos pocos meses antes y empezaron a llamar a la flota que ya iba de camino a Lusitania «El Segundo Genocidio». Era un nombre deleznable. No hubo cárceles suficientes en los Cien Mundos donde encerrar a todos los que lo usaron. El Congreso Estelar había pensado que la guerra empezaría cuando las naves llegaran a Lusitania dentro de cuarenta años. Pero la guerra ya había empezado, y sería fiera. Mucha gente creyó lo que el Portavoz de los Muertos había escrito. Y muchos estaban dispuestos a aceptar a los cerdis como ramen, y a pensar en los que querían sus muertes como asesinos.

Luego, un día de otoño, Ender cogió la crisálida cuidadosamente envuelta y junto con Novinha, Olhado, Quim y Ela recorrieron kilómetros de capim hasta que llegaron a la colina junto al río. Las margaritas que habían plantado allí habían florecido, el invierno sería suave y la reina colmena estaría a salvo de la Descolada.

Ender llevó a la reina colmena cautelosamente a la ribera del río, y la dejó en la cámara que él y Olhado habían preparado. Dejaron el cadáver de una cabra recién sacrificada en el suelo, ante la cámara.

Y luego Olhado se retiró. Ender lloró con el éxtasis vasto, incontrolable, que la reina colmena depositó en su mente, pues su regocijo era demasiado fuerte para que un corazón humano lo soportara. Novinha le sostuvo, Quim rezó en silencio y Ela cantó una canción que una vez había oído en las colinas de Minas Gérais, entre los cazpiras y mineiros del antiguo Brasil. Era un buen momento, un buen lugar, mejor de lo que Ender había soñado para sí mismo en los estériles corredores de la Escuela de Batalla, cuando luchaba por su vida.

—Ahora ya puedo morir —dijo Ender —. El trabajo de mi vida está hecho.

—El mío también —dijo Novinha —. Pero creo que eso significa que ahora es el momento de empezar a vivir.

Tras ellos, en el aire húmedo de una caverna excavada junto al río, unas fuertes mandíbulas rasgaron el capullo, y un miembro y un cuerpo empezaron a salir. Sus alas se desplegaron gradualmente y se secaron a la luz; se arrastró débilmente al lecho del río y roció de humedad y fuerza su cuerpo reseco. Se alimentó de la carne de la cabra. Los huevos que llevaba con ella gritaban deseando ser liberados. Puso la primera docena en el cadáver de la cabra y luego comió las margaritas más cercanas, intentando sentir los cambios en su cuerpo mientras por fin recobraba la vida.

Sentía la luz del sol a la espalda, la brisa contra sus alas, el agua fría bajo sus pies, los huevos calentándose y madurando en la carne de la cabra: sentía la vida, tan largamente esperada. Y ahora pudo estar segura de que sería, no la última de su tribu, sino la primera.

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