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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (34 page)

BOOK: La voz de los muertos
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—¡No! —gritó un cerdi en el Lenguaje de los Machos —. ¡No puedes morir! ¡No! ¡No! —Miro vió, para su sorpresa, que era Come-hojas —. ¡No puedes morir!

Entonces Humano alzó una mano y tocó la cara del Portavoz. Inhaló profundamente y luego habló.

—¿Ves, Portavoz? Moriría por escalar la muralla que nos separa de las estrellas.

En todos los años que Miro había conocido a los cerdis, nunca habían hablado del viaje estelar, nunca le habían hecho una sola pregunta. Sin embargo, Miro advertía ahora que todas las preguntas que hacían estaban orientadas hacia el descubrimiento del secreto del vuelo estelar. Los xenólogos nunca se habían dado cuenta porque sabían —sabían sin preguntar —que los cerdis estaban tan lejos del nivel de cultura necesario para construir naves espaciales que pasarían mil años antes de que una cosa así pudiera estar a su alcance. Pero su ansia por conocer el metal, los motores, por volar sobre el suelo, era su manera de intentar averiguar el secreto del vuelo espacial.

Humano se puso lentamente en pie, agarrando la mano del Portavoz. Miro advirtió que nunca un solo cerdi le había tomado de la mano. Sintió una pena profunda. Y el agudo dolor de los celos.

Ahora que Humano estaba claramente ileso, los otros cerdis se apiñaron alrededor del Portavoz. No apretaban, pero querían estar cerca.

—Raíz dice que la reina colmena sabe construir naves —dijo Flecha.

—Raíz dice que la reina colmena nos lo enseñará todo —dijo Cuencos —. Metal, fuego hecho de rocas, casas hechas de agua negra, todo.

El Portavoz alzó las manos, deteniendo sus murmullos.

—Si todos tuvierais sed y vierais que yo tengo agua, me pediríais que os diera de beber. Pero ¿y si yo supiera que el agua está envenenada?

—No hay veneno en las naves que vuelan a las estrellas —dijo Humano.

—Hay muchas formas de volar —respondió el Portavoz —. Algunas mejores que otras. Os daré todo lo que pueda daros, siempre que no os destruya.

—¡La reina colmena promete! —dijo Humano.

—Y yo también.

Humano se echó hacia delante, cogió al Portavoz por el pelo y las orejas y así lo tuvo cara a cara. Miro nunca había visto un acto de violencia semejante; era esto lo que había temido, la decisión de asesinar…

—¡Si somos ramen —gritó Humano a la cara del Portavoz —, entonces la decisión es nuestra, no tuya! ¡Y si somos varelse entonces lo mismo da que nos mates ahora a todos de la misma forma en que mataste a todas las hermanas de la reina colmena!

Miro se quedó de una pieza. Una cosa era que los cerdis decidieran que éste era el Portavoz que había escrito el libro. Pero ¿cómo podían llegar a la increíble conclusión de que era culpable del Genocidio? ¿Quién creían que era, el monstruo Ender?

Y sin embargo allí estaba el Portavoz de los Muertos, con los ojos cerrados, las lágrimas resbalándole por las mejillas, como si la acusación de Humano tuviera la fuerza de la verdad.

Humano giró la cabeza para hablarle a Miro.

—¿Qué es este agua? —susurró. Entonces tocó las lágrimas del Portavoz.

—Es la forma en que mostramos dolor, o pena, o sufrimiento —contestó Miro.

Mandachuva de repente exhaló un grito, un grito lastimero que Miro nunca había oído antes, como la agonía de un animal.

—Es así cómo mostramos el dolor —susurró Humano.

—¡Ah! ¡Ah! —gimió Mandachuva —. ¡He visto ese agua antes! ¡En los ojos de Libo y Pipo he visto este agua!

Uno a uno, y luego todos a la vez, los demás cerdis exhalaron el mismo grito. Miro estaba aterrorizado, sorprendido, excitado al mismo tiempo. No tenía idea de lo que significaba, pero los cerdis estaban mostrando emociones que habían ocultado a los xenólogos durante cuarenta y siete años.

—¿Se están lamentando por Papá? —susurro Ouanda. Sus ojos, también, brillaban por la excitación, y su cabello estaba empapado del sudor del miedo.

Miro lo dijo en el momento en que se le ocurrió.

—No han sabido hasta ahora que Pipo y Libo lloraban cuando murieron.

Entonces Miro no supo qué pensamientos atravesaron la mente de Ouanda; sólo supo que ella se dio la vuelta, dio unos cuantos pasos vacilantes, cayó de rodillas y lloró amargamente.

Después de todo, la llegada del Portavoz había agitado un poco las cosas.

Miro se arrodilló junto al Portavoz, que tenía la cabeza inclinada, la barbilla apretada contra el pecho.

—Portavoz, Como pode ser? ¿Cómo puede ser que seas el primer Portavoz y a la vez seas también Ender? Não pode ser.

—Les ha contado más de lo que pensé —susurró él.

—Pero el Portavoz de los Muertos, el que escribió este libro, es el hombre más sabio que ha vivido. Mientras que Ender fue un asesino, mató a un pueblo entero, a una maravillosa raza de ramen que podrían habérnoslo enseñado todo…

—Los dos eran humanos, sin embargo —susurró el Portavoz.

Humano se les acercó y recitó un par de líneas del Hegemón.

—«La enfermedad y la cura están en cada corazón. La muerte y la entrega están en cada mano.»

—Humano —dijo el Portavoz —, dile a tu gente que no lamente lo que hicieron por ignorancia.

—Fue una cosa terrible —dijo Humano —. Fue nuestro mayor regalo.

—Dile a tu gente que se tranquilice, y que me escuche.

Humano gritó unas cuantas palabras, no en el Lenguaje de los Machos, sino en el Lenguaje de las Esposas, el de la autoridad. Todos se callaron y se sentaron para oír lo que el Portavoz tenía que decirles.

—Haré todo lo que pueda, pero primero tengo que conoceros, pues ¿cómo si no podré contar vuestra historia? Tengo que conoceros, pues ¿cómo puedo saber si la bebida es venenosa o no? Y aún así, el mayor problema de todos continuará. La raza humana puede amar a los insectores porque piensa que todos están muertos. Vosotros estáis aún vivos, y por eso aún tiene miedo de vosotros.

Humano se puso en pie y señaló su cuerpo, como si fuera una cosa débil y enfermiza.

—¡De nosotros!

—Tienen miedo de la misma forma que vosotros lo tenéis cuando miráis al cielo y veis a las estrellas llenas de humanos. Tienen miedo de que algún día lleguen a un mundo y descubran que habéis llegado primero.

—No queremos ser los primeros —dijo Humano —. Queremos estar allí también.

—Entonces dadme tiempo. Enseñadme quién sois para que yo pueda enseñarles a ellos.

—Todo —dijo Humano. Miró a los otros —. Te lo enseñaremos todo.

Come-hojas se levantó. Habló en el Lenguaje de los Machos, pero Miro lo entendió.

—Hay algunas cosas que tú no puedes decidir.

Humano le contestó bruscamente, y en stark.

—Lo que Pipo y Libo y Miro y Ouanda nos han enseñado tampoco podían decidirlo, pero nos lo enseñaron.

—Su locura no tiene por qué ser nuestra —Come-hojas continuó hablando en el Lenguaje de los Machos.

—Ni su sabiduría se aplica necesariamente a nosotros —replicó Humano.

Entonces Come-hojas dijo algo en el Lenguaje de los Árboles que Miro no pudo comprender. Humano no contestó, y Come-hojas se marchó.

Entonces Ouanda regresó, con los ojos rojos por el llanto.

Humano se volvió al Portavoz.

—¿Qué quieres saber? Te lo diremos, te lo mostraremos, si podemos.

El Portavoz en cambio se volvió a Miro y Ouanda.

—¿Qué debo preguntarles? Sé tan poco que no sé qué necesitamos conocer.

Miro dejó que Ouanda contestara.

—No tenéis herramientas de metal o piedra —dijo —. Pero vuestra casa está hecha de madera, igual que vuestros arcos y flechas.

Humano permanecía de pie, esperando. El silencio se hizo mayor.

—Pero ¿cuál es vuestra pregunta? —dijo finalmente.

—Los humanos usamos herramientas de metal o piedra para cortar los árboles cuando queremos darle forma de casa, o flechas, o bastones como los que hemos visto que lleváis —contestó el Portavoz.

Las palabras del Portavoz tardaron un instante en calar hondo. Entonces, de repente, todos los cerdis se pusieron en pie. Empezaron a correr locamente, sin propósito, a veces tropezando mutuamente, o contra los árboles, o las casas de madera. La mayoría guardaba silencio, pero de vez en cuando alguno aullaba, exactamente como habían hecho unos minutos antes. La locura casi silenciosa de los cerdis era extraña, como si hubieran perdido repentinamente el control de sus cuerpos. Todos aquellos años de cuidadosa no —comunicación, evitando decirle nada a los cerdis, y ahora el Portavoz rompía la política y el resultado era esta locura.

Humano emergió del caos y se arrojó al suelo delante del Portavoz.

—¡Oh, Portavoz! —exclamó —. ¡Prométeme que nunca cortaréis a mi padre Raíz con vuestras herramientas de piedra y metal! ¡Si queréis matar a alguno, hay hermanos antiguos que se entregarán, o yo mismo moriré alegremente, pero no les dejes que maten a mi padre! ¡a mi padre! —gritaron los otros cerdis —. ¡O al mío!

—Nunca habríamos plantado a Raíz tan cerca de la verja —dijo Mandachuva —si hubiéramos sabido que erais… varelse.

El Portavoz volvió a alzar las manos.

—¿Ha cortado algún humano un solo árbol en Lusitania? Nunca. La ley lo prohíbe. No tenéis nada que temer de nosotros.

El silencio se fue haciendo a medida que los cerdis se tranquilizaban. Finalmente, Humano se incorporó del suelo.

—Nos has hecho temer a los humanos más que nunca —le dijo al Portavoz —. Ojalá no hubieras venido nunca a nuestro bosque.

La voz de Ouanda replicó desde detrás.

—¿Cómo puedes decir eso después de la forma en que asesinasteis a mi padre?

Humano la miró con perplejidad, incapaz de responder nada. Miro le pasó a Ouanda el brazo por encima de los hombros.

Y el Portavoz de los Muertos rompió el silencio.

—Me prometiste que responderíais a todas mis preguntas. Te pregunto ahora: ¿Cómo construís una casa de madera, y los arcos y las flechas y los bastones? Te hemos dicho la única manera que conocemos. Dime la otra forma. Dime cómo lo hacéis.

—El hermano se da a sí mismo —respondió Humano —. Te lo he dicho. Le decimos al hermano antiguo nuestra necesidad, y le mostramos la forma, y él se da.

—¿Podemos ver cómo se hace? —dijo Ender.

Humano miró a los demás cerdis.

—¿Quieres que le pidamos a un hermano que se dé, sólo para que podáis verlo? No necesitamos una casa nueva, ni la necesitaremos hasta dentro de muchos años, y tenemos todas las flechas que nos hacen falta…

—¡Muéstraselo!

Miro se volvió, igual que los demás, para ver a Come-hojas salir del bosque. Caminó decididamente hasta la mitad del claro; no les miró, y habló como si fuera un heraldo, un pregonero, sin importarle si alguien le estaba escuchando o no. Habló en el Lenguaje de las Esposas, y Miro sólo pudo comprender fragmentos.

—¿Qué está diciendo? —susurró el Portavoz.

Miro, aún arrodillado a su lado, tradujo lo mejor que pudo.

—Aparentemente ha ido a ver a las esposas, y ellas le han dicho que hagan todo lo que pidas. Pero no es tan simple. Les está diciendo algo sobre que todos van a morir. No conozco esas palabras. Algo de hermanos muriendo, de todas formas. Míralos. No tienen miedo. Ninguno.

—No sé cómo es su miedo —dijo el Porta —voz —. No conozco a esta gente en absoluto.

—Yo tampoco —contestó Miro —. Tengo que reconocerlo, has causado más excitación aquí en media hora de lo que he visto en los años que llevo viniendo.

—Es un don con el que nací. Te propongo un trato. No le digo a nadie lo de vuestras Actividades Cuestionables y tú no le dices a nadie quién soy.

—Eso es fácil. No lo creo de todas maneras…

El discurso de Come-hojas terminó. Inmediatamente se dirigió a la casa y entró en ella.

—Pediremos el regalo de un antiguo hermano —dijo Humano —. Las esposas así lo han dicho.

Miro, con el brazo alrededor de Ouanda, y con el Portavoz al otro lado, contempló cómo los cerdis ejecutaban un milagro mucho más convincente que aquellos que habían ganado a Gusto y Cida su título de Os Venerados.

Los cerdis formaron un círculo en torno a un grueso árbol en el borde del claro. Entonces, uno a uno, cada cerdi escaló el árbol y empezó a golpearlo con su bastón. Pronto estuvieron en todo el árbol, cantando y golpeando al son de un ritmo complejo.

—Lenguaje de los Árboles —susurró Ouanda.

Unos pocos minutos después el árbol se inclinó apreciablemente. De inmediato, la mitad de los cerdis saltaron y empezaron a empujarlo para que cayera al terreno abierto del claro. El resto empezó a golpear más furiosamente y a cantar con más fuerza. Una a una, las grandes ramas del árbol empezaron a caer. Inmediatamente los cerdis corrieron a recogerlas y las apartaron del lugar donde iba a caer el árbol. Humano le llevó una al Portavoz, quien la cogió con cuidado, y la mostró a Miro y Ouanda. El extremo que había estado unido al árbol era absolutamente liso. No era plano: la superficie estaba ligeramente ondulada bajo un ángulo oblicuo. Pero no había aspereza, ni savia, nada que implicara la menor violencia en su separación del árbol. Miro la tocó con el dedo y notó que estaba fría y tan lisa como el mármol.

Finalmente, el árbol quedó convertido en un tronco liso, desnudo y majestuoso: los parches donde habían crecido las ramas brillaban bajo la luz del sol de la tarde. La canción alcanzó un clímax y entonces se detuvo. El árbol se ladeó y empezó a caer lenta y graciosamente a tierra. El suelo tembló y se sacudió cuando golpeó, y entonces todo quedó en silencio.

Humano caminó hasta el árbol caído y empezó a frotar su superficie, cantando suavemente. La corteza se abrió gradualmente bajo sus manos: la grieta se extendió por toda la longitud del árbol hasta que se dividió completamente en dos. Entonces muchos cerdis la cogieron y la separaron del tronco, de un lado y de otro.

—¿Les habéis visto alguna vez usar la corteza? —le preguntó el Portavoz a Miro.

Miro negó con la cabeza. No encontraba palabras.

Flecha dio un paso adelante, cantando suavemente. Recorrió con los dedos el tronco, como si trazara exactamente la longitud y la anchura de un arco. Miro vio cómo aparecían las líneas, cómo la madera desnuda se abría, se curvaba, hasta que sólo quedaba el arco, perfecto, pulido y liso, dentro de un gran agujero en la madera.

Otros cerdis se adelantaron, dibujando formas sobre el tronco y cantando. Se marcharon con bastones, con arcos y flechas, con cuchillos de fina hoja, y miles de finas virutas. Finalmente, cuando la mitad del tronco había desaparecido ya, todos dieron un paso atrás y cantaron juntos. El árbol tembló y se dividió en media docena de largos palos. Había sido usado por completo.

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