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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (28 page)

BOOK: La voz de los muertos
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—Entonces, ¿por qué fue a su casa?

—Supongo que para decirle algo desagradable. Tienes que admitir que es una mejora con respecto a su silencio.

—El diablo se disfraza haciendo aparentemente buenas acciones, y entonces…

—Quim, no me des lecciones de demonología. Llévame a la casa del Portavoz y yo trataré con él.

Recorrieron el sendero alrededor del lecho del río. Las culebras de agua estaban mudando y los fragmentos de piel podrida hacían que el terreno fuera resbaladizo. «Ése es mi próximo proyecto —pensó Novinha —. Tengo que averiguar qué es lo que hace que estos monstruos desagradables muden, y tal vez así encuentre algo útil que hacer con ellos. O, al menos, puede que consiga evitar que conviertan la orilla del río en un vertedero maloliente seis semanas al año.» Lo único positivo era que la piel de las culebras parecía fertilizar el terreno; la hierba crecía más allí donde las culebras cambiaban de piel. Era la única forma de vida nativa de Lusitania que resultaba agradable; durante todo el verano, la gente venía a tumbarse en la estrecha franja de hierba natural que se extendía entre los juncos y la áspera hierba de la pradera. El légamo de la piel de las culebras, pese a lo desagradable que era, aún prometía cosas buenas para el futuro.

Quim, aparentemente, estaba pensando lo mismo.

—Madre, ¿podremos plantar alguna vez hierba de ésta cerca de nuestra casa?

—Es una de las primeras cosas que intentaron tus abuelos hace años. Pero no pudieron averiguar la forma de hacerlo. La hierba del río poliniza, pero no lleva semilla, y cuando intentaron trasplantaría sólo vivió durante un tiempo y luego murió, y no volvió a crecer al año siguiente. Supongo que tiene que estar cerca del agua.

Quim hizo una mueca y caminó más rápido, obviamente un poco furioso. Novinha suspiró. Quim parecía tomarse como algo personal el hecho de que el universo no funcionara siempre tal como él deseaba.

Poco después, llegaron a la casa del Portavoz. Los niños, por supuesto, estaban jugando en la praça; hablaban a gritos para hacerse oír por encima del ruido.

—Aquí es —dijo Quim —. Creo que deberías sacar de ahí a Olhado y Quara cuanto antes.

—Gracias por mostrarme la casa.

—No estoy bromeando. Ésta es una seria confrontación entre el bien y el mal.

—Todo lo es —dijo Novinha —. Decidir cuál es cada uno es lo que cuesta tanto trabajo. No, no, Quim, sé que podrías contármelo con todo detalle, pero…

—No me subestimes, Madre.

—Pero Quim, parece tan natural, considerando que siempre me subestimas tú a mí.

La cara del niño se tensó de furia.

Ella alargó la mano y le tocó insegura, gentilmente; su hijo reaccionó a su contacto como si la mano fuera una araña venenosa.

—Quim, no intentes enseñarme lo que es el bien y el mal. Yo he estado allí y tú no has visto más que el mapa.

Él apartó su mano y se marchó. «Vaya, echo de menos los días en que pasábamos semanas sin hablarnos.»

Ella batió las manos fuertemente. Al momento, la puerta se abrió. Era Quara.

—Oi, Maezinha, também vei o jogar? —¿También vienes a jugar?

Olhado y el Portavoz estaban jugando un juego de guerra estelar en el terminal. El Portavoz tenía una máquina con una resolución holográfica más detallada que la mayoría, y los dos dirigían escuadrones de más de una docena de naves al mismo tiempo. Era muy complejo, y ninguno de los dos levantó la vista ni la saludó.

—Olhado me dijo que me callara o me arrancaría la lengua y haría que me la comiera en un bocadillo —dijo Quara —. Mejor que no digas nada hasta que el juego haya acabado.

—Por favor, siéntate —murmuró el Portavoz.

—Ahora sí que estás perdido, Portavoz —aulló Olhado.

Más de la mitad de la flota del Portavoz desapareció en una serie de explosiones simuladas. Novinha se sentó en un taburete.

Quara se sentó en el suelo junto a ella.

—Te oí hablar con Quim afuera —Estabais gritando y pudimos oírlo todo.

Novinha sintió que se ruborizaba. Le molestaba que el Portavoz la hubiera oído discutiendo con su hijo. No era asunto suyo. Nada en su familia lo era. Y ciertamente no aprobaba que ésta participara en juegos de guerra. Era algo arcaico y pasado de moda. No se habían producido batallas en el espacio desde hacía cientos de años, a menos que se contaran las escaramuzas con contrabandistas. Milagro era un lugar tan apacible que nadie tenía un arma más peligrosa que la porra del policía. Olhado no vería nunca una batalla en su vida. Y aquí estaba, envuelto en un juego de guerra. Tal vez era algo que la evolución había introducido en los machos de las especies, el deseo de aplastar a los rivales o reducirles a pedazos. O tal vez la violencia que veía en su casa le había hecho refugiarse en este juego. «Mi culpa. Una vez más, mi culpa.»

De repente, Olhado dio un grito de frustración y su flota desapareció en una serie de explosiones.

—¡No lo vi! ¡No puedo creer que hicieras eso! ¡No lo vi venir!

—Entonces no te quejes —dijo el Portavoz —. Revisa el juego y ve cómo lo hice para que puedas tenerlo en cuenta la próxima vez.

—Creía que los Portavoces eran una especie de sacerdotes o algo parecido. ¿Cómo aprendiste a ser un estratega tan bueno?

Portavoz sonrió y señaló a Novinha al contestar.

—A veces hacer que la gente te diga la verdad es casi como una batalla.

Olhado se apoyó contra la pared, con los ojos cerrados, y empezó a repasar lo que había visto del juego.

—Ha estado usted husmeando —dijo Novinha —. Y no fue muy listo. ¿A eso lo considera una «táctica»?

—Estás aquí, ¿no? —sonrió el Portavoz.

—¿Qué estaba buscando en mis archivos?

—Vine a Hablar de la muerte de Pipo.

—Yo no lo maté. Mis archivos no son asunto suyo.

—Me llamaste.

—Cambié de opinión. Lo siento. Aun así, eso no le da derecho para…

La voz de él, de repente, se volvió suave, y se arrodilló delante de ella para que pudiera oír sus palabras.

—Pipo aprendió algo de ti, y fuera lo que fuera, los cerdis le mataron por ello. Así que sellaste tus ficheros para que nadie pudiera nunca averiguarlo. Incluso rehusaste casarte con Libo sólo para que no tuviera acceso a lo que vio Pipo. Has torcido y deformado tu vida y las vidas de todos los que amabas para evitar que Libo y ahora Miro conozcan ese secreto y mueran.

Novinha sintió frío de repente, y sus manos y pies empezaron a temblar. Llevaba aquí tres días y ya sabía más de lo que nadie, excepto Libo, hubiera podido suponer.

—Son todo mentiras

—Escúchame, Dona Ivanova. No salió bien.

Libo murió de todas formas, ¿no? Sea cual sea tu secreto, guardártelo para ti sola no le salvó la vida. Y no salvará tampoco a Miro. La ignorancia y la mentira no pueden salvar a nadie. El conocimiento lo hace.

—Nunca —susurró ella.

—Puedo comprender que quisieras ocultarlo a Libo y a Miro, pero, ¿qué soy yo para ti? No soy nada, ¿qué importa si conozco el secreto y eso me mata?

—No me importa si vive o muere, pero nunca tendrá acceso a esos archivos.

—Parece que no comprendes que no tienes derecho a colocar vendas delante de los ojos de otras personas. Tu hijo y su hermana salen todos los días a reunirse con los cerdis y, gracias a ti, no saben si su próxima palabra o su próximo acto será una sentencia de muerte. Mañana voy a ir con ellos, porque no puedo Hablar de la muerte de Pipo sin hablar antes con los cerdis.

—No quiero que Hable de la muerte de Pipo.

—No me importa lo que quieras. No lo hago por ti. Pero te suplico que me dejes saber lo que Pipo sabía.

—Nunca lo sabrá, porque él era una persona amable y cariñosa que…

—Que tomó a una niñita solitaria y asustada y sanó las heridas de su corazón —mientras lo decía, su mano descansó sobre el hombro de Quara.

Fue más de lo que Novinha pudo soportar.

—¡No se atreva a compararse con él! Quara no es huérfana, ¿me oye? ¡Tiene una madre, yo, no le necesita, ninguno de nosotros le necesitamos, ninguno!

Y entonces, inexplicablemente, empezó a llorar. No quería hacerlo delante de él. No quería estar aquí. Él lo estaba confundiendo todo. Avanzó tambaleándose hacia la puerta y la cerró de un portazo tras ella. Quim tenía razón. Era el diablo. Sabía demasiado, pedía demasiado, daba demasiado, y ya todos ellos le necesitaban demasiado. ¿Cómo podía haber adquirido tanto poder sobre ella en tan poco tiempo?

Entonces recordó algo que le hizo dejar de llorar de inmediato y la llenó de terror. Había dicho que Miro y su hermana salían a ver a los cerdis cada día. Lo sabía. Sabía todos los secretos.

Todos, excepto el secreto que ella misma desconocía, el que Pipo había descubierto en su simulación. Si él llegaba a conseguirlo, tendría todo lo que ella había ocultado durante todos estos años. Cuando llamó al Portavoz de los Muertos, quería que descubriera la verdad sobre Pipo; en cambio, había venido a descubrir la verdad sobre ella.

La puerta se cerró. Ender se apoyó en el taburete donde ella se había sentado y se llevó las manos a la cabeza.

Oyó a Olhado levantarse y cruzar lentamente la habitación hacia él.

—Intentaste acceder a los archivos de Madre —dijo suavemente.

—Sí —contestó Ender.

—Me hiciste que te enseñara a hacer las exploraciones para poder espiar a mi propia madre. Me has convertido en un traidor.

No había respuesta que pudiera satisfacer a Olhado en ese momento. Ender no lo intentó. Esperó en silencio mientras Olhado caminaba hacia la puerta y salía.

La agitación que sentía, sin embargo, no pasó desapercibida para la reina colmena. La sintió revolverse en su mente, sacudida por su angustia.

«No —le dijo en silencio —. No hay nada que puedas hacer, nada que yo pueda explicar. Seres humanos, eso es todo, problemas humanos extraños que están más allá de tu comprensión.»

«Ah.»

Y él sintió su contacto en su interior, como la brisa en las hojas de un árbol; sintió la fuerza y el vigor de la maleza, la firme tenaza de las raíces en la tierra, el amable juego de la luz del sol sobre las hojas.

«Mira lo que hemos aprendido de él, Ender, la paz que ha encontrado.»

El sentimiento se desvanecía a medida que la reina colmena se retiraba de su mente. La fuerza del árbol permaneció con él, la calma de su quietud reemplazó su silencio torturado.

Había sido sólo un momento.

El portazo de Olhado aún resonaba en la habitación. Junto a él, Quara se puso en pie y se acercó a su cama. Se subió a ella de un salto y empezó a saltar encima.

—Sólo has durado un par de días —dijo alegremente —. Ahora todo el mundo te odia.

Ender se rió secamente y se volvió para mirarla.

—¿Tú también?

—Oh, sí. Te odié antes que ningún otro, excepto Quim —se bajó de la cama y se acercó al terminal.

Pulsando una tecla cada vez, lo conectó cuidadosamente.

Un grupo de problemas de suma, a doble columna, apareció en el aire.

—¿Quieres verme practicando aritmética?

Ender se levantó y se unió a ella en el terminal.

—Claro. Aunque estos problemas parecen difíciles.

—Para mí no —fanfarroneó ella —. Los hago más rápido que nadie.

Ela

MIRO: Los cerdis se autoproclaman machos, pero la verdad es que sólo estamos aceptando su palabra.

OUANDA: ¿Por qué iban a mentir?

MIRO: Sé que eres joven e ingenua, pero hay algo que falta.

OUANDA: Aprobé antropología física. ¿Quién dice que lo hacen como nosotros?

MIRO: Obviamente no lo hacen. (Y, por cierto, NOSOTROS no lo hacemos en absoluto). Creo que he descubierto dónde están sus genitales. En esos bultitos que tienen en el vientre, donde el pelo es ligero y fino.

OUANDA: Pezones residuales. Incluso tú los tienes.

MIRO: Vi a Come-hojas y a Cuencos ayer, a unos diez metros de distancia. No los vi BIEN, pero Cuencos estaba frotando el vientre de Come-hojas, y creo que esos bultitos del vientre podían estar erectos.

OUANDA: O tal vez no.

MIRO: Una cosa es segura. El vientre de Come-hojas estaba húmedo, el sol lo iluminaba, y le estaba gustando.

OUANDA: Eso es una aberración.

MIRO: ¿Y por qué no? Son todos solterones, ¿no? Son adultos, pero sus esposas no les han hecho disfrutar de ninguno de los goces de la paternidad.

OUANDA: Creo que un zenador sediento de sexo está proyectando sus propias frustraciones en sus sujetos de estudio.

 

Marcos Vladimir «Miro» Ribeira von Hesse y Ouanda Quenhatta Figueira Mucumbi,

Notas de Trabajo,

1970:1:4:30.

El claro estaba muy tranquilo. Miro vio de inmediato que algo iba mal. Los cerdis no estaban haciendo nada. Sólo estaban de pie o sentados aquí y allá. Y tranquilos; apenas respiraban. Miraban al suelo. Excepto Humano, que salió del bosque tras ellos. Caminó lentamente, estirado. Miro sintió el codazo de Ouanda, pero no la miró. Pensó que estaba pensando lo mismo que él. ¿Es éste el momento en que nos van a matar como mataron a Pipo y Libo?

Humano les miró fijamente durante varios minutos. Era enervante tener que esperar tanto tiempo. Pero Miro y Ouanda guardaron la disciplina. No dijeron nada, ni siquiera dejaron que sus caras abandonaran la expresión relajada y sin significado que habían practicado durante tantos años. El arte de la no comunicación fue la primera cosa que tuvieron que aprender antes de que Libo les dejara acompañarles. Hasta que sus caras no mostraron nada, hasta que ni siquiera transpiraron visiblemente bajo un esfuerzo emocional, no vieron a ningún cerdi. Como si sirviera para algo… Humano era muy capaz de convertir las evasivas en respuestas, las frases vacías en hechos brillantes. Sin duda, incluso su absoluta tranquilidad comunicaba su miedo. Y de ese círculo no había escapatoria. Todo comunicaba algo.

—Nos has mentido —dijo Humano.

«No respondas», dijo Miro en silencio, y Ouanda permaneció tan callada como si le hubiera oído. Sin duda, también estaba pensando lo mismo.

—Raíz dice que el Portavoz de los Muertos quiere venir a vernos.

Era lo más enervante de los cerdis. Cada vez que tenían que decir algo sorprendente, siempre responsabilizaban a algún cerdi muerto que no podría haberlo dicho. Sin duda había algún ritual religioso relacionado con ello: ir al árbol tótem, preguntarle, y quedarse allí contemplando las hojas o la corteza o algo hasta conseguir exactamente la respuesta deseada.

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