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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

La voz de los muertos (39 page)

BOOK: La voz de los muertos
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Ender estaba solo en la praça. Todos se habían marchado mientras Bosquinha le hablaba. Ender se sintió como debe sentirse un viejo soldado cuando camina sobre los plácidos campos donde mucho antes se ha celebrado una batalla, oyendo los ecos de la matanza, en la brisa, sobre la hierba susurrante.

—No les dejes cortar la conexión del ansible.

La voz en su oído le sorprendió, pero la reconoció de inmediato.

—Jane.

—Puedo hacerles creer que habéis desconectado el ansible, pero si lo hacéis realmente no podré ayudarte.

—Jane —dijo él —, has hecho esto, ¿no? ¿Cómo, si no, iban a darse cuenta de lo que Libo y Ouanda han estado haciendo, si no hubieras llamado su atención?

Ella no respondió.

—Jane, lamento haberte desconectado, nunca… Él sabía que Jane sabía lo que iba a decir; nunca tenía que terminar las frases con ella. Pero no contesto.

—Nunca volveré a desconectar…

¿Para qué servía terminar las frases, si sabía que ella comprendía? No le había perdonado aún, eso era todo, o ya le habría respondido, diciéndole que dejara de malgastar el tiempo. Sin embargo, no pudo evitar intentarlo una vez más.

—Te echo de menos, Jane. Realmente te echo de menos.

Ella siguió sin contestar. Había dicho lo que tenía que decir, que mantuviera la conexión del ansible, y eso era todo. Por ahora. A Ender no le importaba esperar. Le bastaba con saber que ella estaba allí, escuchando. No se encontraba solo. Ender se sorprendió al hallar lágrimas en sus mejillas. Lágrimas de alivio. Catarsis. Una alocución, una crisis, la vida de la gente en juego, el futuro de la colonia en duda. Y yo lloro de alivio porque un programa de ordenador me habla.

Ela le estaba esperando en la puerta de su casa. Sus ojos estaban rojos por el llanto.

—Hola —dijo.

—¿Hice lo que querías? —preguntó él.

—Nunca había imaginado que no era nuestro padre. Debí haberlo sabido.

—No veo cómo.

—¿Qué he hecho? Llamarte para que Hablaras de la muerte de mi padre… de Marcão —empezó a llorar de nuevo —. Los secretos de Madre… pensaba que sabía cuáles eran. Pensaba que eran sólo sus archivos… pensaba que odiaba a Libo.

—Todo lo que hice fue abrir las ventanas y dejar que entrara el aire.

—Díselo a Miro y Ouanda.

—Piensa un momento, Ela. Lo habrían descubierto tarde o temprano. Lo cruel fue que no lo supieran durante tantos años. Ahora que tienen la verdad, pueden encontrar su propia salida.

—¿Como hizo Madre? ¿Sólo que ahora es algo mucho peor que el adulterio?

Ender le acarició el pelo. Ella aceptó su contacto, su consuelo. Él no podía recordar si su padre o su madre le habían tocado alguna vez con un gesto así. Seguramente. ¿Cómo si no lo habría aprendido?

—Ela, ¿me ayudarás?

—¿Ayudarte a qué? Ya has hecho tu trabajo, ¿no?

—Esto no tiene nada que ver con lo otro. Necesito saber, dentro de una hora, cómo funciona la Descolada.

—Tendrás que preguntárselo a Madre… ella es la que lo sabe.

—No creo que le alegre verme esta noche.

—¿Y se supone que soy yo quien tiene que pedírselo? Buenas noches, Mamáe, acabas de ser descubierta ante todo Milagro como una adúltera que ha estado mintiendo a sus hijos durante toda su vida, así que, si no te importa, me gustaría hacerte un par de preguntas científicas.

—Ela, está en juego la supervivencia de Lusitania. Por no mencionar a tu hermano Miro —se dio la vuelta y conectó el terminal —. Identifícate.

Ella estaba sorprendida, pero lo hizo. El ordenador no reconocía su nombre.

—Me han borrado —le miró alarmada —. ¿Por qué?

—No eres tú sola. Es todo el mundo.

—No es una avería. Alguien ha borrado el fichero de usuarios.

—El Congreso Estelar ha borrado toda la memoria local. Todo se ha perdido. Consideran que estamos en estado de rebelión. Miro y Ouanda van a ser arrestados y enviados a Trondheim para que les juzguen allí. A menos que yo pueda persuadir al obispo y a Bosquinha para que encabecen una rebelión real. ¿Comprendes? Si tu madre no te dice lo que necesito saber, Miro y Ouanda serán enviados a veintidós años-luz de distancia. La pena por traición es la muerte. Pero sólo acudir a juicio es ya como una cadena perpetua. Todos estaremos muertos o seremos muy viejos para cuando regresen.

Ela miró a la pared sin apenas comprender.

—¿Qué necesitas saber?

—Lo que encontrará el Comité cuando abra sus archivos. Cómo funciona la Descolada.

—Sí. Lo hará por el bien de Miro —le miró desafiante —. Nos quiere, ¿sabes? Por uno de sus hijos, hablará.

—Bien. Sería mejor si viniera en persona. Al despacho del obispo, dentro de una hora.

—Sí —dijo Ela.

Por un momento permaneció inmóvil. Entonces algo pareció conectarse en algún lugar de su mente, se incorporó y corrió hacia la puerta. Se detuvo. Volvió sobre sus pasos, le abrazó, le besó en la mejilla.

—Me alegra que lo dijeras todo. Me alegra saberlo.

Él la besó en la frente y cuando la puerta se cerró tras ella, se tendió en la cama y miró al techo. Pensó en Novinha y trató de imaginar lo que estaría sintiendo ahora. No importa lo terrible que sea, Novinha, tu hija corre a casa, segura de que a pesar del dolor y la humillación que estás atravesando, te olvidarás completamente de ti y harás lo que sea necesario para salvar a tu hijo. Cambiaría todo tu sufrimiento, Novinha, sólo porque un niño confiara en mí de esa manera.

La Verja

Un gran predicador está enseñando en la plaza del mercado. Y resulta que un marido encuentra pruebas esa mañana del adulterio de su esposa, y la muchedumbre la lleva a la plaza para lapidarla hasta la muerte. (Hay una versión familiar de esta historia, pero un amigo mío, un Portavoz de los Muertos, me ha hablado de otros dos predicadores que se encontraron en la misma situación. De éstos es de quienes voy a hablaros).

El predicador se adelanta y se coloca junto a la mujer. Por respeto a él la muchedumbre se detiene y espera con las piedras en la mano. «¿Hay alguien aquí que no haya deseado a la esposa de otro hombre, al marido de otra mujer?», les dice. Ellos murmuran y dicen: «Todos conocemos el deseo. Pero, Maestro, ninguno de nosotros ha cometido el acto.» El predicador dice: «Entonces arrodillaos y dad gracias a Dios porque os hizo fuertes.» Toma a la mujer de la mano y la saca del mercado, y justo antes de que ella se marche, le susurra: «Dile al señor magistrado quién fue el que salvó a su amante. Dile que soy su siervo leal.»

Así que la mujer vive, porque la comunidad está demasiado corrupta para protegerse del desorden.

Otro predicador, otra ciudad. Se acerca a la mujer y detiene a la multitud, como en la otra historia, y dice: «¿Quién de vosotros está libre de pecado? El que lo esté, que tire la primera piedra.» La gente se avergüenza y olvidan la unidad de su propósito al recordar sus pecados individuales. «Algún día —piensan —, puedo ser como esta mujer, y esperaré el perdón y otra oportunidad. Debo de tratarla como me gustaría que me tratasen.» Y cuando abren las manos y dejan que las piedras caigan al suelo, el predicador recoge una de ellas, la alza sobre la cabeza de la mujer y golpea con todas sus fuerzas. Aplasta su cráneo y esparce sus sesos por el suelo. —Yo tampoco estoy libre de pecado —le dice a la multitud —. Pero si dejamos que sólo la gente perfecta cumpla la ley, pronto la ley morirá, y nuestra ciudad con ella. Así que la mujer muere porque su comunidad era demasiado rígida para soportar su desviación.

La versión más famosa de esa historia es notable porque es rara en nuestra experiencia. La mayoría de las comunidades se encuentran a caballo entre la podredumbre y el rigor mortis, y cuando se desvían demasiado, mueren. Sólo un predicador se atrevió a esperar de nosotros un equilibrio tan perfecto que pudiéramos cumplir la ley y perdonar la desviación. Por eso, naturalmente, le matamos.

 

San Angelo,

Cartas a un Hereje Incipiente,

trad. Amai a Tudomundo Para Que Deus Vos Ame Cristao.

103:72:54:2.

Minha irmã. Mi hermana. Las palabras resonaban aún en la cabeza de Miro aunque ya no las oía. A Ouanda é minha irmã. Sus pies le llevaban, por hábito, de la praça a los campos de juegos y a la cima de la colina.

La cima del pico más alto albergaba la catedral y el monasterio, que siempre se alzaban sobre la Estación Zenador, como si fueran una fortaleza vigilando la verja.

¿Recorría Libo este camino cuando iba a reunirse con mi madre?

¿O Se encontraban en la Estación Xenobiológica? lo hacían más discretamente, yaciendo en la hierba como los cerdos de las fazendas?

Se detuvo ante la puerta de la Estación Zenador y trató de encontrar alguna razón para entrar. No tenía nada que hacer allí.

No había escrito un informe sobre lo que había sucedido hoy pero, de todas formas, no sabía cómo escribirlo.

Poderes mágicos, eso es lo que era. Los cerdis les cantaban a los árboles y los árboles se partían y formaban herramientas. Mucho mejor que la carpintería. Los aborígenes eran mucho más sofisticados de lo que se suponía previamente.

Múltiples usos para todo. Cada árbol es a la vez un tótem, una lápida y un pequeño aserradero. Hermana. Hay algo que tengo que hacer, pero no lo recuerdo.

Los cerdis son los más sensatos. Viven sólo como hermanos, y no se preocupan por las mujeres. Habría sido mejor para ti, Libo, y ésa es la verdad… No, debo llamarte Papai, no Libo. Lástima que Madre no te lo dijera nunca o me habrías acunado en tus rodillas. Tus dos hijos mayores, Ouanda en una rodilla y Miro en la otra, ¿no estamos orgullosos de nuestros dos hijos? Nacidos el mismo año, con sólo dos meses de diferencia. Qué ocupado estaba Papai entonces, recorriendo la verja para encontrarse con Mamáe en su propio patio trasero. Todo el mundo sentía lástima por ti porque no tenias más que hijas. No quedará nadie para preservar el apellido de la familia, decían. Su simpatía no merecía la pena. Tenias hijos de sobra. Y yo tengo más hermanas de lo que pensaba. Una hermana más de lo que querría.

Se detuvo en la puerta de la verja, mirando hacia los árboles que coronaban la colina de los cerdis. No hay ningún propósito científico al que servir viniendo de noche. Así que supongo que servirá un despropósito nada científico y veré si tienen espacio para otro hermano en la tribu. Probablemente soy demasiado grande para encontrar sitio en la casa de troncos, así que dormiré fuera, y aunque no sea muy bueno escalando árboles, sé una o dos cosas sobre tecnología, y ahora no siento ninguna inhibición particular para contaros todo lo que queráis saber.

Colocó la mano derecha en la placa de identificación y extendió la izquierda para empujar la puerta. Durante una décima de segundo no advirtió lo que pasaba. Entonces notó como si la mano le ardiera, como si se la cortaran con una sierra oxidada, y gritó y apartó la mano de la puerta. Nunca desde que había sido construida había permanecido caliente después de que la placa fuera tocada por la mano del Zenador.

—Marcos Vladimir Ribeira von Hesse, su permiso para atravesar la verja ha sido revocado por orden del Comité de Evacuación Lusitano.

Nunca la voz había desafiado a un Zenador. A Miro le llevó un instante comprender lo que estaba diciendo.

—Junto con Ouanda Quenhatta Figueira Mucumbi se presentarán al Comisario Jefe de Policía Faria Lima Maria do Bosque, quien les arrestará en nombre del Congreso Estelar y les enviará a Trondheim para juicio.

Por un momento sintió que la cabeza le daba vueltas y que tenía el estómago pesado y enfermo.

«Lo saben. Esta noche precisamente. Todo se acabó. Pierdo a Ouanda, pierdo a los cerdis, pierdo mi trabajo, todo perdido. Todo. Arrestado. Trondheim. De donde vino el Portavoz, veintidós años de viaje, todo el mundo desaparece excepto Ouanda, la única que queda y es mi hermana.»

Intentó empujar la puerta de nuevo; una vez más el dolor recorrió su brazo, alterando todos sus nervios, encendiéndolos a la vez.

«No puedo desaparecer. Cerrarán la verja para todo el mundo. Nadie visitará a los cerdis, nadie les dirá nada, los cerdis esperarán a que vayamos y nadie volverá a atravesar la cerca. Ni yo, ni Ouanda, ni el Portavoz, nadie, y sin explicación.

»Comité de Evacuación. Nos evacuarán y borrarán todo rastro de nuestra estancia aquí. Son las reglas, ¿no? ¿Pero qué vieron? ¿Cómo lo averiguaron? ¿Se lo dijo el Portavoz? Está tan apegado a la verdad. Tengo que explicarle a los cerdis por qué no volveremos, tengo que decírselo.»

Un cerdi siempre les vigilaba, les seguía desde el momento en que entraban en el bosque. ¿Estaría observando ahora? Miro hizo señas con la mano. Estaba demasiado oscuro. Posiblemente no podrían verle. O tal vez sí; nadie sabía cómo era la visión nocturna de los cerdis. Le hubieran visto o no, no vinieron. Y pronto sería demasiado tarde; si los framlings estaban vigilando la verja, sin duda ya lo habrían notificado a Bosquinha, y ella estaría de camino, surcando la hierba con su vehículo. Ella lamentaría arrestarle, pero haría su trabajo, y no merecía la pena discutir con ella el hecho de si mantener esta loca separación era bueno para los cerdis o para los humanos. Ella no era quién para cuestionar la ley, sólo hacía lo que le decían. Y él se entregaría, no habría razón para luchar, ¿dónde podría esconderse dentro de la verja, entre los rebaños de cabras? Pero antes de rendirse, hablaría con los cerdis, tenía que decírselo.

Caminó a lo largo de la verja, lejos de la puerta, hacia el terreno abierto que había directamente bajando la colina desde la catedral, donde no vivía nadie cerca que pudiera oír su voz. Mientras andaba, llamaba. No palabras, sino un sonido alto y ululante, el grito que él y Ouanda solían usar para llamar su atención, cuando estaban separados entre los cerdis. Ellos le oirían, tenían que oírle, tenían que acudir a él porque no podía atravesar la verja. «Así que venid, Humano, Mandachuva, Flecha, Cuencos, Calendario, cualquiera, todos, venid y dejadme que os diga que ya no puedo deciros nada más.»

Quim estaba sentado tristemente en el despacho del obispo.

—Estêvao —dijo el obispo suavemente —, dentro de unos pocos minutos habrá una reunión aquí, pero quiero hablar contigo primero.

—No hay nada de qué hablar —dijo Quim —. Usted nos avisó y sucedió. Es el diablo.

—Estêvao, hablemos un minuto y luego vete a casa y duerme.

—Nunca volveré a ese lugar.

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