Authors: José Luis Sampedro
Ella percibe el desdén en esa voz. Bashir teme haberse excedido y reconoce:
—La verdad es que Krito es muy sabio. Ahram le consulta, cuando nos reunimos, y siempre se le ocurre lo que ninguno habíamos pensado. ¡Y cómo habla! Convencería a cualquiera hasta de que el sol es negro… Así salvó a Ahram en un juicio, sólo con su palabra.
—¿Se ve el mar? —pregunta Irenia, comprendiendo que el tema no es grato para el hombre.
—¿El mar? ¿Desde dónde?
—¡Pareces tonto! —ríe—. ¡Todo hay que preguntártelo! Desde las habitaciones de las siervas, donde yo viviré, supongo.
—Estás nerviosa, muchacha; ya te lo he notado hace días. ¿Qué te pasa?… ¡Pues claro que se ve el mar! Se ve desde todas partes. Estamos en una isla, delante de Alejandría. Al frente el mar libre, a levante el faro: ¡te asombrará tan alto y tan blanco!, a poniente el puerto Eunostos y atrás la ciudad entera, la más hermosa del mundo, desde el palacio real hasta Rakhotis… ¿Cómo no se va a ver el mar? ¡Ahram se moriría!
—Y yo —murmura la esclava sin pensar—… A ti no te gusta ¿verdad?
—No, me azotaron demasiado en el banco de una trirreme imperial… No, lo mío es esto.
Hunde los pies descalzos en la arena. Su mano coge un puñado de granitos dorados y calientes y los suelta despacio. Caen a plomo, porque no sopla viento.
—¿Eres del desierto? —pregunta ella, sintiendo una punzada al recordar a Uruk.
—De los desiertos, los de arena y los de piedra. Mis gentes vienen de Arabia, pero no de la provincia romana sino de más allá, de donde el incienso. Hubo luchas, tuvieron que huir y en Petra nací yo, una ciudad rodeada de rocas. Los peñascos más rojos y más altos del mundo… No, lo mío no son los barcos.
—¿El camello?
—¡Claro! Los romanos se enamoran del caballo, los egipcios se conforman con el burro, ¡puaf!, pero el camello… El más noble, rápido y leal compañero de un hombre. Yo no podría vivir sin Al-Lat y espero morirme antes que ella, porque todavía es joven. Me la mandó traer Ahram cuando murió mi otra montura… Las mujeres no podéis comprender lo que es un buen camello.
La esclava no replica, aunque recuerda su penoso viaje en una cesta, a lomos del camello que la llevaba hacia Astafernes. Bashir, mientras tanto, sigue cantando las alabanzas de Al-Lat con un fuego que sorprende a Irenia. Al cabo el viejo vuelve a otro tema.
—En cambio Ahram es hombre de barcos. Los suyos, los verdipúrpuras, como los llama la gente. Ahora está construyendo el mayor de todos, porque para eso tiene ingenieros mejores que los de Roma. Filópator ha llegado a proyectar hasta una pentarreme; parece imposible que puedan no estorbarse los remeros puestos en cinco bancadas, pero lo he visto: Filópator ha construido un modelo en pequeño. Cabe entre mis brazos como un juguete; ahora lo guarda Ahram en su torre para que nadie lo vea… Algún día navegará, como navegan ya los navíos emparejados de Ahram, unidos sus dos cascos, para cargar grandes bloques de piedra destinados a templos o los troncos del Líbano para mástiles… ¡A lo mejor te lleva Ahram un día al sur, donde tiene su mejor campo de ingenieros y de sabios, el Campo de las Esmeraldas!
Calla súbitamente y se golpea la cabeza con el puño.
—Muchacha, contigo pierde el seso un viejo. Charlo demasiado.
La esclava reacciona casi solemnemente. Se inclina hacia el hombre, coge su mano:
—Bashir, no se de qué me hablas, ni quiero saberlo. Pero entérate: jamás traicionaría yo al amo. Ni a ti.
Bashir sonríe, aunque también su voz es algo solemne.
—Ya lo sé… Pero si lo usases contra él, yo te mataría.
—¿Usar? ¿Usar qué?
El hombre calla un momento. Luego, lentamente:
—Lo que eres. Lo que me ha hecho hablar tanto, sea lo que sea… Anda y arréglate el pañuelo, que te asoma ese pelo prohibido.
Lo dice ya sonriente y, mientras ella se quita el lienzo para cubrirse mejor, Bashir admira el indecible color de ágata y se asombra, sobre todo, de que forme ya casi una corta melena. Entre tanto, ella se pregunta por el significado de ese «usar». Recuerda cuando, donde ahora mismo están sentados, pareció como si Bashir la deseara, pero sabe muy bien que no es eso… ¿Qué ven en ella esos dos hombres, Bashir y su amo? ¿Qué creen poder averiguar? Por mucho que se escudriña a sí misma no encuentra nada oculto… Salvo la desazón de estos días, ese vacío interior, ese temblor oscuro…
Bashir continúa hablando, más superficialmente, de los proyectos de Ahram. Siempre tramando algo, siempre en acción. Ha reunido a hombres excepcionales como ese Filópator, que imaginan y que hacen. «El mundo va a cambiar», le repite a Bashir. Allá en el campo del sur, en un oasis próximo al mar, los tiene trabajando en cosas raras: un espejo que echa fuego, un agua que derrite hasta el oro, un tubo que ve muy lejos, un cristal que provoca llamas con el sol… Bashir ha estado allí y ha visto incluso máquinas extrañas para levantar enormes piedras o lanzarlas muy lejos. Ha visto también los serpentarios, los herbarios y los raros animales traídos de más allá de Nubia o de la otra orilla del mar Arábigo, porque esos hombres buscan drogas para curar o matar… También indagan en las bibliotecas de la ciudad, en el Serapion y en lo que quedó del Museo tras los incendios, en olvidadas obras de antiguos sabios. Y Ahram siempre impulsándolos a todos.
—Así no tiene tiempo para ocuparse de sus mujeres —bromea la esclava—. ¿Para qué tiene entonces un gineceo?
Bashir la mira sorprendido:
—Te lo repito, estás nerviosa. No piensas lo que dices. ¿Cómo no va a tener mujeres alguien tan importante? Se reiría toda la ciudad… Sería como si no invitase nunca a banquetes.
—¿Ofrece muchos?
—Por fuerza, con tantos grupos enfrentados en la ciudad. Tiene que cumplir con todos: los romanos, los griegos, los egipcios, los judíos y qué sé yo… Ya irás viendo, ya.
—No lo veré, pobre de mí. No soy más que una esclava.
Bashir la mira intensamente. Como antes, cuando pronunció las extrañas palabras. Pero sólo dice:
—Ahora he de volver a la ciudad… Queda en paz, muchacha, y no caviles.
Se levanta, mete sus pies en las sandalias, se acerca a Malki a hacerle unas carantoñas y se dispone a alejarse.
¿Qué súbito impulso le hace a Irenia preguntar, sin pensarlo siquiera?
—Bashir, ¿te casaste alguna vez?
Se arrepiente en el acto, bajo la viril mirada en ese rostro, petrificado de golpe.
—¿Pretendes saberlo todo, muchacha?
Y el hombre se aleja, ladera arriba, con su andar cojeante.
¿Cómo no voy a cavilar, con este desasosiego? ¿Germen, presagio?… ¡Imposible! ¿De qué?… Es el calor, los animales, los dioses… Todos están igual. La señora, el amo, Amoptis mirándome con miedo y con deseo, ¿será de los que tienen miedo a la peste, esa que dicen ataca más a los invertidos?, ¿será que le duran sus gustos en el templo, cuando era un escriba entre tantos?, y hasta Yazila, siempre ambiciosa, como cuando hace un momento se irritó contra Malki, le duele haberlo perdido, ¿qué culpa tengo yo?, no era capaz de educarle, supongo que me odia porque ya no es la reina de la fiesta, a veces se descubre, en medio de su frivolidad sus ojitos de mono se delatan, ayer cuando dormía el niño y yo le enseñaba masaje, como me ha mandado su padre, sus párpados se entrecerraron, fríos y quietos como los de un lagarto… ¡y su boca me estaba dando las gracias por la lección, quería serme agradable!, será peligrosa, como el padre, cobarde pero venenosa, ¡y duerme tan tranquila!, ¡si yo pudiera dormir como ella!, parece no tener alma que la inquiete, ninguna de las tres almas egipcias, ¿y yo qué tengo dentro?, ¿cómo llenar ese vacío, esa congoja?, menos mal que Malki, sus bracitos en mi cuello, pero se está volviendo como todos, además excitado por su ceremonia, al vestirlo por primera vez será persona, un hombre ya, ¡un machito!, como el bautismo en los neófitos de Porfiria, adultos ya y excitados por el rito, ¡Malki casi empieza a mirarme con superioridad!, imaginaciones mías, pero busca a Yazila, ya va oliendo a mujer esa cría, Malki juega con ella más que antes, al menos así hablo tranquila con Bashir, Tenuset extrañada, «¿de qué habláis en la playa Bashir y tú?», Bashir apenas hablaba antes con nadie salvo con ella, hoy se ha ido de la lengua, se ha disgustado por eso consigo mismo, ¿me crees capaz de traicionaros, grandísimo tonto?, buenísimo tonto, eres como el padre que no recuerdo, no te lo digo porque te ofendería, como te ofendió mi última pregunta, no fue ofensa sino otra cosa, ¿qué recuerdos removí al hablarte de boda?, ¡eres tan hombre!, yo creía que me hacías hablar para sacarme cosas, lo comprendo, una terrorista indultada de las fieras, ahora no es eso, sabes que no haré ningún daño, nunca lo hice, aunque a mí me maltrataron muchos, malditos piratas, también me han querido otros, todo eso es pasado, ¿por qué recuerdo a nuestro recadero en Bizancio?, Retilo, pobre eunuco enamorado, me protegía en el burdel, nunca se atrevió a decírmelo, ¡como las otras se reían de él!, ¿por qué no me lo dijo?, yo le hubiera complacido, igual que lo hacíamos entre nosotras, ¿cómo hubiesen sido sus caricias?, ¿con qué fuego o languidez, con qué suavidad o ardor?, ¡déjate de fantasías, muchacha!, olvídate, pero ese alejamiento de Malki, no se puede vivir sin caricias, niño mío, ya lo aprenderás, bueno, ya lo sabes, pero yo pienso ahora en otras caricias, las que aún ignoras, para qué si ya se acabaron, pero Bashir me hace pensar, ¿qué quiere saber?, «no hablamos de nada», le digo a Tenuset, pero claro que sí, hablamos de la Casa Grande y de Ahram, yo le pregunto, los amos siempre interesan, pueden amargarnos la vida, es natural querer conocerlos. Mucho hablarme de Ahram y no sé nada, que no descansa, que quiere cambiar el mundo, una tontería pero Ahram es incapaz de tonterías, que no le interesan las mujeres, no se ocupa de ellas, entonces, ¿aquella mirada suya?, y capté más de una, ¿acaso las interpreté mal?, ¿estaría sólo intrigado por la magia que me atribuyen?, eran miradas de otra clase, las conozco muy bien, ¿cómo no ha vuelto por aquí queriendo tanto a su nieto?, ahora lo sé por Bashir: sus viajes, ¿tendrá más nietos, hijos?, por fuerza ha de tenerlos, quizás pequeños, no es viejo todavía, más joven que Bashir, mucho más, ¿cuantos años tendrá?, ¡tanto hablarme y no averiguo gran cosa!, desconcertante, quiere cambiar el mundo y apenas necesita nada, come poco y muy sencillo, ofrece banquetes sólo por obligación, «es como un beduino, le bastan dátiles y agua», dice Bashir, como los cristianos de Porfiria, ¿para qué entonces cambiar el mundo?, ¿será de los siempre transgresores?, esos locos o tontos, tontos en su mayoría pero él no, como ese filósofo, Krito, a Bashir no le cae bien, sin embargo algo tendrá cuando Ahram le consulta, he conocido hombres haciéndose mujeres, vestían y gozaban siempre como nosotras, pero no alternaban de sexo, me interesará conocerle, y esa Casa Grande, ¡qué vida tan distinta en Alejandría!, a lo mejor eso me esperaba en Egipto, ¡qué cambio!, ¿y nunca entraré en la torre?, bien quisiera, sería conocerle, ¡naves con cinco bancos de remeros!, ¡qué cosas le interesan!, ¡qué más habrá en esa torre!, y Ushait le sirve, más joven que Tenuset, a lo mejor como Ahram, ¿y si por eso no le interesan otras?, nunca entraré allí, demasiado pedir, al menos que no me falte Malki, Bashir tampoco, otro hombre del desierto, como Uruk, «de los desiertos» ha dicho, también era distinto el desierto de Uruk, una llanura de hierba, cordilleras nevadas a lo lejos, se le iluminaban los ojos cuando me lo contaba, un desierto de hierbas, en primavera verde salpicado de color por florecillas, la paz de los caballos pastando, amarilla en verano, blanca de nieve en invierno, y las galopadas, las galopadas… ¡Uruk! ¡Tus brazos! ¡Me devolvieron el Vértigo de Narso, después de mis desiertos, que fueron los piratas, el burdel, Astafernes! No lo recobré hasta Domicia y era otro, sí, era otro éxtasis…
En la terraza, donde Irenia juega con Yazila y el niño, y la señora se lamenta del calor y el amago de jaqueca, Nufria interrumpe alarmada por la escalerilla del patio inferior:
—¡Señora, señora! ¡Los terroristas, una banda! ¡Vienen por el camino, están en la puerta exterior!
El grito acaba de golpe con la lasitud de Sinuit, que se incorpora todo lo aprisa que puede y empieza a gritar:
—¡Yazila, el niño!… ¡Isis bienaventurada, sálvanos! ¡Y mi Neferhotep en Alejandría, como siempre! ¡Han de caerme a mí todos los males! ¡Llamad a Amoptis, tenía que estar aquí! ¡Que prepare la defensa!, ¿no hay hombres en esta casa? Ven amor mío, Malki querido, tu madre te protege… Toma el niño, Irenia, escóndete con él en algún sitio… ¡No, espera, que se quede conmigo, quizás esos malvados se apiaden de una madre!… Alguien a Alejandría, corriendo, que vengan los soldados…
Al fin, agarrando a su hijo y llorando desesperadamente, desaparece en el interior de la casa. Sus gritos han atraído a todas las mujeres próximas y abajo, en el patio, también a algunos siervos que no se atreven a subir a la terraza… Irenia procura saber algo más. Al parecer la banda errante no es muy numerosa, ni está armada, y sólo pide ser oída. Amoptis, por desgracia, se encuentra al otro extremo de la propiedad, revisando con el escriba mayor los planes para las plantaciones después de la cosecha y algunas reformas en la canalización. Pero el capataz de los siervos ya ha decidido por su cuenta la resistencia y distribuye hoces y horcas entre los hombres de la casa, además de haber enviado recado a la aldea pidiendo ayuda.
Irenia se alarma. El capataz, el mismo que le administró los azotes cuando fue castigada, es hombre iracundo y autoritario, muy pagado de su fuerza física. Ha de encantarle esta oportunidad para demostrar a su amo su fidelidad, mediante un fácil escarmiento de los recién llegados. Irenia está segura de que esos terroristas serán cristianos pues, cuando no lo son, se les suele llamar bandidos o desertores, e incluso reciben el nombre oficial de anacoretas, si andan errantes para eludir los impuestos o el cumplimiento de los trabajos forzosos que los complementan. Por eso decide evitar en lo posible la violencia; no tanto por solidaridad con esos cristianos cuanto por evitar a la casa males futuros: un rechazo sangriento podría provocar la venganza de otras bandas más agresivas, como la que capitaneaba Roteph.
La esclava sale corriendo de la villa, deja atrás los jardines circundantes y avanza por el camino hasta encontrar al grupo. El guarda exterior se precipita a ella repitiendo sus disculpas por no haber podido evitar la invasión. Irenia cuenta como un medio centenar de hombres y mujeres pobremente vestidos y descalzos en su mayoría. Hay viejos entre ellos y algunas madres aprietan contra sus flancos o llevan en brazos a sus hijos. Al frente se encuentra un viejo con un largo cayado en la mano; a su lado una mujer joven. La paz se lee en las miradas de todos, en su actitud sumisa y a la vez esperanzadamente utópica. Sí, esperanzada, como las femineras de Porfiria. Irenia se transporta mentalmente a Cirenaica y vuelve a vivir (incluso a envidiar, según reconoce interiormente) la fuerza inmensa que infunde a los seres humanos su posesión de una fe absoluta. Esos ojos en los rostros desnutridos no miran el presente sino el futuro y, convencidos de ser sus dueños, se convierten en unos poderosos de la tierra. Al lado de aquellos necesitados el Excelso Neferhotep rodeado de riqueza y servidores resulta un ser angustiado, corroído por ambiciones frustradas.