Authors: José Luis Sampedro
¡Aquellos tiempos como de recién nacida, viviéndolo todo por primera vez pero con capacidad para recibirlo! Sorpresas a cada instante, descubrimiento de un mundo que me revelaba a mí misma, beber era un prodigio, por desgracia todo se vuelve costumbre, ellas también me descubrían, la Madre me habló, caqueteó con las otras en vista de mi silencio asombrado, me miró intensamente, ¡ah, sus miradas!, sus ojos de un gris claro, pocos así encontré luego en mujeres, menos en hombres, me tomó por la cintura mientras su boca emitía sonidos atrayentes, modulaciones persuasivas, así me condujo a lo que luego aprendí a llamar «casa».
¡Generosa, inolvidable Madre!, pero su primer don acabó en desengaño, me dolió que me llevara para luego negarse, así lo entendí entonces, no comprendí hasta más tarde, empezó dándome de comer, se repitió mi placer de la bebida, más intenso aún, del cuerpo llenándose me subía una sensación de beatitud, pero me angustiaba una carencia, vacío inexplicable, algo necesario faltándome, intuí lo que era cuando ella me llevó hasta una yacija y yo, en vez de tenderme, respondiendo a su abrazo que envolvía mis hombros, la estreché contra mí y caímos en el lecho, yo encima, abrazándola más fuerte, agitándome sobre ella como para penetrarnos mutuamente, así como los manjares y el agua habían entrado en mí, buscando oscuramente lo mismo, sus ojos me miraron extrañados mientras su cuerpo se negaba, pero sin violencia, clavados hondamente en los míos, porque ella nunca se asustó, siempre quería saber, cuando al fin me levanté confusa ella me abrazó, de otro modo, acarició mis cabellos, besó mi frente, fue sosegándome poco a poco, llenó en parte aquel vacío pero no todo, no era eso, me tranquilizó con la caricia, como a un potrillo inquieto, con la palabra suave que no entiende.
Así empiezan mis recuerdos, sin otra memoria, y ahora por qué vuelven, estaban olvidados, mi memoria era Domicia, así abrí los ojos en la playa, quizás por eso el mar siempre me fascina, ¡qué difícil comienzo!, aprendiendo lo que los demás olvidan haber aprendido sin darse cuenta, progresando con cautela, usos, costumbres, rituales, me llamaron Kilia porque aquel año fue el del milenario de Roma, ¿le gustaría a Ahram ese nombre más que Irenia?, ¿o el Falkis de Astafernes?, ¿o el Nur de Uruk? Todos tienen sólo un nombre pero yo sin raíces, por eso tantos, cualquiera, ¿qué me espera ahora?, me supusieron doce o trece años porque aunque me veían niña en seguida sangré como mujer, ¡qué susto aquel día…! Mis años anteriores ¿donde están? Mutilada de niñez, por eso viví tanto la de mi hija, fue gozar con ella la mía, por eso me conmueve ese muñeco de Malki, con él voy a vivir de nuevo, renaceré, ¡adorable Bashir, a ti te lo debo! ¿Cómo te fijaste en mí?, ¿también mi pelo? No, me conociste rapada, no fue eso, conozco bien a los hombres, fue otra cosa pero a ti te lo debo, el niño, mañana ofreceré papiro tierno a tu camella, su nombre Al-Lat me lo explicaste, el de una diosa entronizada en un pozo de tu país, la trajiste de tus desiertos, allí es la vida del hombre, como el niño es ya la mía, ¿y tú de dónde eres, Ahram?, ¿cómo iba a figurarme que tu anunciador Bashir también te me anunciaba a ti?, eres como dicen, ¡qué sorpresa tu llegada!, pero eres como dicen, si hasta en Bizancio, ahora que recuerdo, te nombraban algunos, el Navegante, el poderoso de los mares, pero lo había olvidado, qué secretas corrientes la memoria, llevan y traen el pasado, ¡ay, menos el mío!, eres como decían, mis ojos vieron hoy tus pies, uñas fuertes, bien formados como los de Narso, firmes, prensores, de pisar libres tablas flotantes o arenas, seguro que en la planta una piel recia, como ellos, los pescadores, gracias por tus palabras mientras los miraba, gracias por el niño, ¡qué hermoso todo!, ahora pasado el miedo veo al perro magnífico, fuerte en su libertad, mañana empiezo con Malki, ¡oh Malki en mis brazos!, pensarlo me quita el sueño, la alegría me levanta el pecho, sudoroso, a ver si acaba por fin esta pesadez del aire, este olor a marjales medio desecados, a hierbajos pudriéndose, a ver si revienta el Nilo, se alivia la hinchazón del mundo, cuando asomará esa estrella, Sopdit, justo antes del sol amaneciendo, cuenta Tenuset que entonces la tierra quedará bajo las aguas, todo Egipto a lo largo del río, una mar entre desiertos, aquí en seco sólo la villa y la aldea, y el santuario porque están construidos en alto, el diluvio decían los cristianos, pero aquí cada año, en los Montes Divinos Isis llora a su Osiris, el mar de Alejandría se vuelve amarillo por el limo, el Nilo arrastra la tierra y la repone nueva, más fértil, renacida, ya todos esperándolo, ¿renaceré yo?, este niño me salva, ¿arribaré a otra playa como en Psyra? Desde hace horas lo pienso, ese perro enviado del destino, y ahora mismo otro signo, este silencio súbito por dentro, me sobrecoge, lo conozco, no es corazonada sino anuncio, no se de qué, todo puede pasar en este Egipto, gracias Ahram por tu regalo, tu nieto, la vida.
Asomó por fin en el horizonte antes que el sol la estrella Sopdit y comenzó el año con el mes de Toth: la crecida no puede ya tardar. Ahram lo sabrá el primero en Alejandría gracias a sus palomas mensajeras. Bashir asegura que pronto en el gran nilómetro se conocerá si la próxima cosecha será buena o mala. El calor se hace cada día más exasperante; el aire se estanca sobre las tierras del Menhit, ese vasto abanico de las siete bocas del delta, por cuyos canales y marismas no circulan ya en sus barcas de papiro los pescadores y los cazadores de aves.
En la terraza la señora es constantemente abanicada por una sierva, se queja de jaqueca y quiere aliviarla con refrescos, perfumes y masajes en las sienes, mientras compadece a su pobre esposo, que está a punto de regresar de la ciudad. «¡Cómo sudará en ese horno, pobrecito mío!»
En la playa, bajo la oscilante sombra de las palmeras, la brisa ofrece algún alivio a Irenia que, con el niño y Yazila, baja a diario a la arena desde que la señora empezó a confiar en ella, gracias al hallazgo del amuleto. Malki lo había perdido en el estanque y la madre lo consideró un mal agüero. Por fortuna Irenia encontró el udjat en el agua, bajo los lotos, y eso demostró su buena suerte; por eso le permiten llevar el niño al mar. Apenas pisa la arena la esclava se quita las sandalias a que ahora tiene derecho, como guardiana del Pequeño Amo. Entra en el agua con el niño mientras Yazila, tras mojarse los pies y la cara con mucho aspaviento, retorna a sentarse a la sombra, observando con ojos suspicaces a la mujer que le ha quitado el puesto. Malki juega con la espuma de las mansas olas y no llora ni cuando alguna le salpica la cara. Le encanta tirar de la túnica que ahora viste Irenia, a diferencia de las otras siervas, para derribarla. Ella se deja caer advirtiendo, complacida, que Malki se tiende a su lado y empieza a manotear intentando nadar solo. ¡Qué sorpresa se llevará Ahram cuando encuentre tan marinero a su nieto!
Así pasan la mañana, construyendo pirámides de arena, cauces que se inundan como el Nilo, murallas que la espuma derriba poco a poco. Al ver una caña flotante Irenia decide encargar un barquito de juguete al carpintero de la aldea. Mejor aún a alguno de los artesanos funerarios venidos de Canope para adornar la tumba en construcción de Neferhotep, que inspecciona frecuentemente los trabajos en la colina del santuario y se complace admirando las pinturas y relieves de su última morada, los vasos canópicos para sus vísceras, los pertrechos para seguir viviendo el largo viaje de su alma. El tallista del mobiliario labrará fácilmente una perfecta miniatura del Jemsu de Ahram, con su afilado casco, sus velas verde-púrpura y hasta unos diminutos tripulantes.
Con el sol en lo alto regresan a la casa. El niño se demora persiguiendo a las gallinas, a pesar de su miedo a las ocas; pero al fin es entregado con Yazila a la señora, a quien le gusta ufanarse de vigilar el almuerzo de su hijo. Irenia aprovecha para bajar al sombrajo de cañas junto a la cocina, donde encuentra a Bashir con Tenuset, que acaricia su gata mientras el hombre mordisquea entre frase y frase un tallo de papiro, ya que se le acabó la provisión de quem de su país, renovada de vez en cuando por algún piloto de Ahram.
—Bienvenida, Irenia —la recibe el viejo mirándola con sus ojos semicerrados—. Mi amiga acaba de contarme cómo encontraste el amuleto.
—Te lo digo, Bashir, esta muchacha es mágica. A través de las aguas, de las hojas de loto y hasta del fango consiguió ver el udjat de mi pequeño.
Tenuset fue niñera de Sinuit y trata a Malki como si fuese suyo. La esclava protesta, risueña:
—¡Nada de magia! Fue que las siervas no buscaron bien. El estanque no es tan hondo.
—Pero tú no buscaste. Fuiste derecha a meter la mano bajo los lotos.
—Como no estaba a la vista y había caído al estanque, tenía que aparecer allí. ¿Dónde está la magia?
A la esclava no le gusta que le atribuyan esos poderes pues provocan recelos y bastantes despierta ya su procedencia. Pero no se sorprende: ya le ocurrió entre los cristianos, y Uruk la llamaba «maga» porque a veces anunciaba una tormenta que ella sentía en el aire cuando aún nadie la preveía. Ahora prefiere desviar la conversación preguntando a Bashir si había hablado al amo de ella.
—¿Al amo? ¿Cuándo? —responde fingiendo ignorancia.
—Antes de que él me viese aquí.
—Bueno, podría ser… Por culpa de esta vieja charlatana. Me dijo que tú eras distinta. Además, me sorprendió tu pelo.
—¡Pues ahora está en Alejandría, en casa del peluquero! —ríe Tenuset con su desdentada boca.
—No importa; le crece deprisa.
Bashir señala la cabeza ya cubierta como por un casco de luciente cobre y añade, sorprendiendo a la esclava:
—¿Te ha dado penas o goces, tu pelo?
—Es una larga historia… —suspira la esclava.
—No es cabellera griega. Ni de terrorista cristiana.
—No soy cristiana.
—Pues te condenaron a las fieras por serlo. ¿Cómo te salvaste?
—¿Lo ves? ¡Su magia! —insiste Tenuset.
—Por favor, no digas eso, van a tenerme miedo y a quitarme el niño.
—Tú no puedes inspirar miedo —afirma Bashir gravemente.
La esclava calla, pensativa. ¿Cómo sabe Bashir lo del circo? El vendedor de esclavos lo ignoraba y no pudo decírselo a Amoptis. Investigan su vida. ¿Acaso saben también que no la quisieron devorar las hambrientas morenas? Inquiere con cautela y Bashir le responde:
—Me lo dijo Ahram. Los del circo… Ahram sabe todo lo que pasa, hasta en Cirenaica o en Roma. Y lo que él no sabe lo averigua Krito.
—¿Quién es Krito?
—Un amigo de Ahram. Vive en la Casa Grande… Bueno, en una cabaña del parque.
El ambiguo tono de voz sorprende a Irenia. Tenuset reacciona:
—A ti no te gusta Krito, pero es buen amigo del amo.
—No, no me gusta, aunque lo sea. Va con hombres y no con mujeres.
—¡Ni que fuera el único!
—Que le gusten los muchachos es natural, pero no sirviendo él de hembra a veces… Hace de todo y además ¡se viste de mujer!… Puaf.
Pero en el acto se arrepiente y continúa con respeto.
—Pero es verdad, sirve bien al amo. Y le quiere… Ha de estar un poco loco… Quizás por eso habla como nadie. Y tiene talento… Pero ¡vestirse de mujer en público! —concluye volviendo a su tono despectivo.
Irrumpe Malki seguido por Yazila y se echa en los brazos de Bashir. «El niño se da cuenta de que ese hombre es como su abuelo», piensa Irenia. El viejo saca de su bolsa de correo un rechoncho hipopótamo de madera de sicomoro cuya mandíbula inferior articulada permite abrirle y cerrarle la bocaza mediante un hilo metido entre las orejas. Malki tiende las manos al juguete chillando de alegría, pero Tenuset se anticipa y lo arrebata. Vuelve boca arriba la figura y coge un cuchillo. Malki la golpea furioso en los muslos, protestando a gritos.
—¿Qué pretendes? —pregunta asombrado Bashir.
—Hacerlo hembra —responde ella mientras practica una incisión entre las patas traseras—. El macho sirve a Seth, el destructor; en cambio la hembra es Thueris, la diosa fecunda.
—¡Tonterías! —ríe Bashir, mientras Irenia añade otro animal egipcio divinizado a su catálogo—. Además nuestro Malki ya va siendo un hombre. Le conviene la fuerza.
—Tonto tú, que eres un bárbaro de esas tierras ignorantes —las palabras son ofensivas pero la voz está henchida de cariño.
Malki recupera su juguete y se lo lleva para manejarlo a gusto. Bashir se levanta para marcharse, se despide de Irenia y besa en la nariz a Tenuset, al viejo estilo egipcio que él remeda en una broma cariñosa.
En la terraza la señora celebra la llegada de su marido. Neferhotep acomoda en una silla su obesidad, retira su peluca y, mientras una sierva le abanica el cráneo afeitado, lee un papiro con ojillos maliciosos. La señora respeta esa tarea mientras piensa con gusto en la inmediata siesta, pues el Excelso es sensual y olvida en la cama sus indolencias.
Otra sirvienta desplaza silenciosamente por la estancia su dorado cuerpo y retira los platos, las copas y el aguamanil que han utilizado los esposos.
—¿Cómo va tu cabeza, querida? —pregunta meloso el señor. —Mejor, mejor —se apresura Sinuit, deseosa de retirarse a la alcoba.
Pero a Neferhotep le encanta hacerla esperar y propone una partida de senet. Nufria aporta el tablero y las varillas utilizadas en Tanuris para contar los puntos, en vez de los dados griegos. El Excelso, que en Alejandría se comporta a lo helenístico y progresista, en el campo impone el respeto a las tradiciones egipcias, para hacerse grato al clero de Canope.
Mientras juegan hablan de su traslado a la casa alejandrina de Ahram en cuanto lleguen las aguas, pues con las tierras anegadas cesa toda labor. Según Bashir, Ahram ya tiene dispuesta la embarcación que les llevará a la ciudad con toda la servidumbre e impedimenta y, aunque el Excelso no ha intervenido para nada en esos preparativos, su esposa le atribuye el mérito. De repente estalla en el jardín el llanto desesperado de Malki.
—¡Hathor, señora de las turquesas, salva a mi hijo! —grita la señora llevándose las manos a las sienes—. ¡Se habrá caído, se habrá roto algo!… ¡Corre, Nefer mío, corre a evitar la desdicha!
El Excelso se levanta con dificultades y recomienda calma a su histérica esposa. Antes de que dé un paso los chillidos se acercan por la escalerilla y aparece Amoptis llevando de la mano al niño. Detrás camina Irenia con la cabeza alta y los ojos desafiantes. La madre arrebata a Malki, que lanza a la esclava miradas oblicuas.