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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (7 page)

Alguien habló, se sintió empujada, la hicieron rodear unos mirtos y se vio ante el estanque donde nadaban oscuras formas serpenteantes. Cerró los ojos y oyó unas risas. Cerca, reclinados en divanes y servidos por muchachas que les ofrecían frutas y vino, vio a cuatro viejos coronados de flores. La miraron bondadosamente.

—Es una lástima desperdiciarla —dijo uno.

—¿Acaso eres capaz de aprovecharla? —estallaron risas—… Vamos, vamos, que nos ofrezca el único placer que ya puede darnos. Anda, muchacha; date un bañito para nosotros. No temas. Mojarse no duele.

Alguien empujó su espalda y cayó al agua. No la cubría, pero ella se sumergió, abrió la boca y tragó cuanta pudo intentando ahogarse. El instinto, sin embargo, la hizo emerger tosiendo violentamente. Entonces sintió un suave resbalar contra su pierna, pero ningún mordisco. Atónita, miró abajo. Las morenas —eran tres— jugaban inofensivas entre sus piernas y en torno a sus caderas. Una asomó un instante la cabeza fuera del agua, junto a los pechos de Irenia, mostrando a un tiempo los agudísimos dientes y dos ojos de animal juguetón, tranquilo, satisfecho.

Un asombrado triunfo estalló, como un clamor silencioso, en el pecho de Irenia, mientras los viejos la miraban estupefactos. Uno de ellos se puso en pie y se dirigió al hombre que la había empujado:

—¿Qué es eso, Divisio? ¿Es que no las tenéis hambrientas?

—Señor, juro…

—No jures que tienen hambre, bellaco. Demuéstralo.

El viejo se levantó y avanzó hacia el estanque.

—¿Cómo, señor?… ¡No!

Comprendió tarde. El viejo ya le había dado un empujón para hacerle caer al agua. Quiso salir pero ya las morenas, velocísimas, le habían mordido un muslo y en la cintura. Salió con dos de ellas enganchadas, dando aullidos de dolor y espanto. Los animales se desprendieron, resbalaron por el borde, volvieron al agua y de nuevo jugaron en torno a Irenia, que veía diluirse la sangre formando un lindo color rosa. Entonces otro viejo lanzó un grito de espanto:

—¡Es una bruja, una bruja!

—¡Sí, los cristianos tienen brujas! —confirmó otro.

El amo palideció, gritó unas órdenes y acudieron esclavos, ayudando a salir a Irenia del agua. Los viejos huyeron a la carrera y a ella la llevaron a una estancia mientras el herido, tendido junto al estanque, seguía con sus alaridos.

Ahora lo sé, esto es mi advenimiento, lo he pagado con esos azotes, vale la pena, he llegado a este mundo para eso, para esperar la venida a mí de Malki, al principio una cruz como decían los cristianos, insufrible, antipático, nadie se ha cuidado de educarle, Yazila nada más jugar con él, darle cuanto quiere, la madre consintiéndole con tal de quedarse tranquila, con sus jaquecas y su esperar al marido, el chiquillo un salvaje, ¡qué pataletas y chillidos al negarle algo!, ¡y cómo espían todos mi comportamiento!, Amoptis especialmente, ¿qué le he hecho yo?, ¿por qué me calumnia?, yo no le obligué a comprarme, fue mi pelo, claro, tampoco le forcé a poner su miembro en mi boca, luego le dio asco, me di cuenta, le gustan más los muchachitos, aquí me lo han confirmado, ha llegado a decir delante de un escriba que habrá que domarme porque se me han subido mucho los humos, por eso dio lugar a que me azotaran, dice que como soy una terrorista acabaré secuestrando o envenenando al niño, ¡qué canalla!, el escriba se lo oyó decir, me juró por Ma'at que habló así, comprendo que piense en su hija, desea que yo fracase con el niño, no lo logrará, ha estado a punto pero no me lo han quitado, la madre no se atreve a desobedecer a Ahram, gracias a Bashir, ¡bendito Bashir!, pero ¿sabrá también lo de las morenas?, ¿habrán tenido medios de informarse en Cirene?, entonces es cosa de Ahram, querrá saber a quién confía su nieto, «Ahram quiere que enseñes a Malki a ser hombre», me dice Bashir, pero ¿es necesario averiguar toda mi vida?, ¡ojalá me revelara él mi pasado antes de Psyra!, ¿qué importa?, lo que me salva no es aquello sino Malki, mi Mesías, tenía razón Domicia, ¡inolvidable Domicia!, envidié a Porfiria que murió en tus brazos, ahora comprendo, tú me has mandado este amor verdadero, lo que me esperaba en este nuevo mundo que es Egipto, la tierra exuberante, para mí ya ha llegado la crecida del Nilo, no he de esperar más, me llena los brazos esta maternidad, cuando ya me era imposible, durará lo que dure pero Malki es mío, la señora ha transigido, a pesar de Amoptis, a pesar de todos, ¿por qué me atacan?, ayer en la terraza con su amiga, la señora de la villa de enfrente, al otro lado del canal de Canope, las dos comiendo pistachos con miel, esas golosinas, se le quita la jaqueca en cuanto la entretiene alguien, la otra hablaba para que yo las oyese mientras cuidaba al niño, preguntaba por qué no estoy marcada con un hierro, como los esclavos deben estar, aquí en Egipto no porque hay pocos, pero en Cirenaica todos, especialmente los terroristas, ¡qué amenaza del orden, de la seguridad ciudadana!, mi señora le hizo señal de que callase, tiene miedo de mi supuesta magia, no me gusta pero por otro lado me conviene, además encontré el amuleto, ¡pero si lo podía haber encontrado cualquiera!, pues si supiese que ya fui marcada, al entrar en el harem, pero se me fue borrando la quemadura, seguro que aplicaron mal el hierro, o el marcador se apiadó de mí, si ella lo supiera me creería maga de verdad, y lo curioso es que los azotes casi no se me notan, mi cuerpo tan intacto como el del niño, ¡con todo lo que ha sido usado y más que usado!, intacto un cuerpo que ha conocido el látigo, las ataduras, las cadenas, los grilletes, y tantas manos, y lenguas y dientes y patadas, y penes, brutalidad y vicio, también caricias y éxtasis, penetrado por todas partes, arañado, acariciado, con todo eso intacto, piel como la del niño, de jazmín y de rosa, Uruk me lo decía, «una joya para un emperador», intacta como si no hubiese conocido ni hierro ni látigo, ni mujer ni hombre, como la del niño, ¡delicioso muñeco cuando corretea desnudo!, parece de barro, como todo en Egipto menos los templos, ese color de miel reciente, solo con su cordón a la cintura y su amuleto, mi amuleto, el ojo de Horus, mi niño, me quiere, aunque le regañe, no sabe aún que es por su bien, pero lo acepta porque sabe otra cosa, lo más importante, que yo le quiero, que es mi vida, se lo digo con palabras, sobre todo con mis manos, con mi cuerpo, como nos decíamos nuestro amor Domicia y yo, el amor se bebe por la piel, me mira de otro modo, me busca más que a nadie, se ríe conmigo, hasta con el cepillo que es ahora mi pelo, le divierte pasar la manita, y me besa luego, como si comprendiera que así me veo fea, al principio sólo sabía besar con la nariz, las cosas de Yazila criada en las cocinas, el viejo estilo egipcio, va aprendiendo conmigo, al principio su boquita chupaba mi mejilla, su lengua la lamía, ahora ya me besa, al señor no le ha parecido mal, aunque es muy antiguo también juega a moderno, la señora lo ve como una moda, así me besaría mi niña, ya tendría doble edad que Malki, pronto le pondrán su primer vestido, en el templo de Canope, para eso vendrá Ahram, estará contento, voy a hacer un hombre de su nieto, pero ¿le gustará mi idea de hombre?, ¡es un amo tan diferente!, pregunto a Bashir pero es muy reservado, conoce a Ahram de toda la vida y como si no supiera nada, qué le vamos a hacer, lo importante es que me apoye, ¡qué modo de mirarme cuando fui a pedirle, recién azotada, que me dejasen al niño!, con ojos de padre, pero doloridos, ¿de padre?, ayer en la playa volvió a acariciar mis cabellos cortados, su mano temblaba y no sé si eran los años, ¡cuántas manos fueron temblorosas otras veces para llevarme a una cama!, me removió su caricia, casi esperé su orden, casi empecé a desnudarme, pero guardó silencio, levanté los ojos, su rostro era sonrisa, ¿de padre?, ¿de hombre?, era pura sonrisa, y yo le di la mía y fue como un vértigo, bueno, su sombra, el vértigo en otro cielo, yo me comprendo, ¿qué hacer?, besé su mano, la retiró despacio negando con la cabeza, pero sonreía, fue una paz estremecida, entendernos sin palabras, abrazarnos sin manos, como la noche con Roteph en las prisiones del circo, aunque distinto, por eso Malki es mío, por ese comprendernos, ¡qué hombre tan extraordinario!, la misma raza de Ahram, la de Uruk, dicen de Ahram acusándole que quiere ser emperador, no puede ser tan tonto, ahora puede serlo cualquier soldadote, Ahram es mucho más, sangre de águila, de guepardo, tan importante en Roma como en Ctesifonte, tenías razón, Domicia, cuando me llamabas diferente, cuando me prometías algo después de darme tus éxtasis, ¡Domicia, mi amor!, ¡no haber podido morir a tu lado!, ahora lo comprendo, éste era mi destino, me necesitaba el niño, ¿acaso lo has dispuesto desde arriba?, ¿sabes ya si tu Cristo es mujer como nosotras?, tiene que serlo para darme tanto, tan generosamente, ahora estarás en su cielo, no es que hubiera de llegar algo a mí, como la inundación al delta, es que yo había de llegar a este niño, estaba marcada para él más que con hierro candente, por eso Ahram no me lo quitará, pero me preocupa acertar, ¿qué dirá Ahram cuando llegue?, hombre desconcertante, tiene los pies de Narso, la voz de Uruk, ese hombre que rema en su propia barquilla aunque manda a más marineros que nadie sobre la tierra, ese hombre habrá de comprenderme, sabrá lo que de verdad importa, se pondrá de mi parte, y Malki crecerá como él desea.

4. A bordo del Jemsu

Dos días después el Jemsu dobla el promontorio occidental viniendo de Alejandría y fondea en la caleta, arriando las velas y desprendiendo de sí el chinchorro como una ballena dejaría alejarse a su cría. De él desembarca Ahram, esta vez solo, y recibe la bienvenida de otro numeroso grupo, en el que tiene la alegría de encontrar a su nieto. Soltándose de la mano de la esclava, Malki corre hacia su abuelo, empeñado en hacerle admirar inmediatamente un maravilloso objeto que alza en sus manitas.

Ahram abrevia cuanto puede la recepción de Amoptis y sus gentes y se adentra en el jardín, por la puerta pequeña, con la esclava y el niño. Se sienta a la sombra de un oloroso sicomoro y admira como es debido al rechoncho hipopótamo que abre y cierra la boca cuando Malki se lo ordena.

—¡Magnífico! ¿Quién te lo ha dado? ¿Tu madre?

—¡Bashir! ¡Bashir!

—Ah, ¿juegas con él? ¿Le quieres?

—Mucho. Sabe jugar.

—Me alegro —se dirige a la esclava, de pie a poca distancia—. Sí, llévale a Bashir con frecuencia. Es un buen maestro. Y recurre a él, como si fuera yo mismo, si tienes un apuro.

—Ya lo hice, señor. Y me salvó.

—¿De qué? No fue de aquellos azotes.

—Fueron soportables. Lo que me importaba era que no me quitaran al niño… Mi corazón te da las gracias, señor.

—¿Está bien tu espalda?

Ella adivina que el hombre siente deseo de pedirle que se la muestre. ¿Por qué no lo hace, siendo el amo? Un hombre sorprendente, piensa, mientras contesta que ya está curada.

—¿Y a ella, la quieres? —pregunta Ahram al niño.

—Sí. Encontró mi amuleto… ¡Pero me pega! —añade enfurruñado.

—Porque te quiere. Yo también te pegaré si te veo buscando alacranes que pueden matarte.

—¿Qué es «matarme»?

—Que te duermes para siempre y ya no comes, ni te mueves, ni oyes, ni nada.

—¿Ni puedo jugar?

—Tampoco. Por eso yo te hubiese pegado lo mismo… Hiciste bien —concluye, mirando a la esclava—. Ya sabes que quiero un hombre, no un… niño consentido.

¿Piensa en Neferhotep?, se le ocurre a la esclava. Pero él corta sus pensamientos.

—¿Te llamas, me dijiste?

—Irenia. El niño me llama Nenia —sonríe ella.

—No me gusta. Te buscaré otro nombre.

Habla todavía un rato con Malki antes de dirigirse a la entrada de la casa para despachar los asuntos presentados por Amoptis; luego almuerza con su hija que, después, se retira a un aposento interior refrescado por el surtidor de un patinillo adyacente. Un depósito, en lo alto de la casa, es alimentado con agua del pozo por una máquina movida por un asno dando vueltas, instalada para Ahram por su ingeniero Filópator. Ahram prefiere quedarse en la terraza frente al mar, de un gris plateado a su llegada y ahora de un azul intenso, animado por ondulaciones que a veces se encrespan en un latigazo de espuma. El mar… En un impulso, el hombre se calza sus sandalias, baja al patio y sale al jardín por un postigo. Sus pisadas sobre la grava hacen volver la mirada a la esclava, que ahora juega a las tabas con Malki, enfadado cuando no gana.

—¿Quieres pasear en mi barco un rato? —pregunta Ahram.

No se le escapa al hombre la mirada interrogativa que Malki dirige a la esclava antes de contestar afirmativamente. Ahram mira a la mujer:

—¿Te mareas?

—Nunca en mi vida. —La idea la hace sonreír.

—¿Ni aunque aumente el viento?

—No aumentará —afirma ella tras una rápida mirada al mar.

¡Qué segura lo dice! El hombre alza sus cejas sorprendido. Ya Bashir le ha contado que ella anunció días atrás un aguacero. ¿Qué viento ha llevado esa mujer hasta su casa? ¿De buen o de mal cuadrante?

Les deja en el jardín mientras él va a dar órdenes a sus marineros. Mientras tanto anuncia el paseo a su hija, a la que disgusta que su padre embarque al niño, pero no es capaz de oponerse: hace demasiado calor. ¡Qué suerte tiene ella al haberse casado con un hombre tan poco navegante como su Neferhotep! «Es como su madre, Damira —piensa entre tanto Ahram—. Odiaba mis navíos: ¡mi fuerza!» Y se siente orgulloso de su poder en los mares de Chipre, de Fenicia, de Creta, de Egipto.

No tardan en instalarse los tres a popa del velero, mientras los dos marineros y el grumete cobran el ancla e izan la mayor. Ahram, aferrando los remos timoneros, observa cómo se hincha la vela y cómo empieza a deslizarse el agua por los costados. A su lado la esclava sujeta al niño, que palmotea entusiasmado. Tomado el rumbo, con el viento de través, Ahram orza ligeramente para desviarse del promontorio. A poco lo han rebasado y se deslizan mar adentro por la ancha libertad azul.

La esclava mira furtivamente al hombre que les gobierna. Aferrado al remo, con el viento que mueve la punta del turbante afilándole aún más el rostro, sus pies de recias uñas y firmes tobillos parecen adheridos a la cubierta. La mujer le ve transformado. La curva de los labios, sin llegar a sonrisa, ha olvidado ser imperiosa y expresa esa beatitud frecuente en los niños absorbidos por un juego apasionante. Hay otra luz en sus ojos que, furtivamente, dirigen miradas a la cabeza femenina, donde el pañuelo anudado no logra impedir a los dedos del viento acariciar el casco de oro cobrizo.

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