Authors: José Luis Sampedro
—¿De dónde eres? —pregunta en egipcio.
—De la isla de Psyra, señor —responde ella también en egipcio, aunque torpemente. La voz es seductora sin proponérselo.
—¿Tu nombre? —continúa Amoptis en griego, orgulloso de sus conocimientos.
—Ahora me llamaban Irenia —responde la esclava. Y una punzada no perceptible hiere su corazón al recordar que fue Domicia quien le impuso ese nombre de paz cuando ella se unió a los cristianos errantes.
Al abonar su compra, Amoptis manda traer para la esclava una sandalias de papiro. No quiere estropear, con la larga hora de camino hasta Tanuris, los delicados pies que avaloran la mercancía.
Para asegurarse la sorpresa y como se ha hecho tarde para exhibir su hallazgo, dispone al llegar a la Villa que la esclava sea llevada a su propia alcoba, donde han de tenderle una estera y servirle comida. Por eso cuando, terminadas otras obligaciones, sube a su aposento, encuentra allí a la mujer. Preferiría estar solo pero decide aprovechar esa presencia para que le descalce y lave los pies con agua de natrón detergente, ordenándole antes que descubra la sorprendente cabellera.
La deja hacer, abstraído, cuando de pronto nota que los gestos femeninos son singularmente suaves al acariciarle en la jofaina. Inclinándose contempla en torno a sus tobillos unas manos delicadas, sin las asperezas propias de quien ha recorrido tierras con una banda terrorista. En la inclinada cabeza la cabellera despliega ondulaciones a cada movimiento. Amoptis acaricia esa seda y siente latir en sus maduras venas un deseo ya casi olvidado. Entre tanto ella ha acabado de secar los pies y retira la jofaina.
—Eres hábil. ¿Aprendiste las artes del masaje?
—Las he practicado, señor.
El hombre se levanta y la requiere para que le ayude a desnudarse. Luego se tiende de bruces sobre el lecho, mostrando la estrecha espalda de escriba con el espinazo algo desviado, las nalgas fláccidas, las piernas delgadas con rodillas nudosas. Señala un pomo de óleo en la repisa. Las manos femeninas comienzan a acariciar, presionar, estimular esas magras carnes. El hombre suspira, pensativo:
«Quién iba a imaginar… ¿Qué me ocurre, a mis años…? Si mi pequeña Yazila aprendiera estos masajes, seguro que el amo se encapricharía de su cuerpo flexible, de su piel de canela… Lo conseguiré, tendrá que ayudarme… ¡Ah, esta mujer, esta mujer…! ¡Tan fría y sabiendo tanto! Es un desollarme suavemente, un quitarme la piel para llegar más adentro… ¿Dónde habrá…?»
—¿Has trabajado en burdeles? ¡No mientas!
La mujer le mira estupefacta. ¿Por qué había de mentir?
—En Bizancio, señor.
«Bizancio… Dicen que allí los placeres… Seguro que…» Se vuelve de pronto boca arriba y, antes de pensarlo siquiera, su cuerpo ordena a su voz:
—¡Chúpame!
La esclava no replica. Arrodillada como está inclina su cabeza sobre el pubis masculino y su boca inicia sabiamente la caricia del miembro circunciso mientras los cabellos rozan los muslos entreabiertos… Lenta, lentamente… El hombre suspira, jadea, se agita, goza… Le queda el cuerpo descoyuntado, disperso, líquido: jamás conoció un diluirse tan febril… La mujer vuelve al rincón de la jofaina, regresa con ella, lava cuidadosamente el miembro empequeñecido.
—Apaga la lámpara —manda al fin el hombre—, pero deja encendida aquella lucerna.
Amoptis cierra los ojos, no tanto para dormirse como para hacer desaparecer a la causante de su desconcierto. ¡Él, tan seguro siempre! ¿Cómo le ha trastornado tanto esa mujer que parecía estar ignorándole?… Empieza a preguntarse si no habrá metido en la casa a un ser maligno. De pronto le aterra recordar que, según se dice, entre las gentes de mal vivir abundan las portadoras de esa extraña peste recrudecida últimamente… En cuanto se le corte el pelo, mañana mismo, la relegará a las cocinas. No, a los establos, donde ni él mismo la vea, donde no constituya un riesgo para nadie. Instintivamente lleva la mano a su sexo, como para protegerlo, y empieza a musitar la fórmula que apacigua a Sekhmet la poderosa, la destructora.
Así fue comprada la esclava Irenia para el Excelso Señor Neferhotep, de la Villa de Tanuris, en las calendas de mayo del año 1010 de la fundación de Roma, cuarto del reinado del cesar Cayo Publio Licinio Valeriano, mes que los escribas egipcios llaman Mesore y el pueblo conoce como cuarto de la estación Chemu, antes de que las lágrimas de Isis, allá en el remoto sur, provocasen la crecida del Nilo y su desbordamiento sobre la milenaria tierra de los faraones.
¿Qué me ocurre, qué me trastorna? Ese pomposo personaje que me ha comprado y que no acaba de dormirse creerá quizás que él me ha quitado el sueño, o que me inquietan estos nuevos amos, pero no es eso, es todo desde que me trajeron, es esta tierra, Egipto… Apenas tres semanas que llegué y sólo de mirar por el camino, de escuchar en el patio, de comer diferente, de oler el aire y de sentir la noche, envuelta estoy en un mundo insospechado… ¡Egipto!, antes sólo era un nombre para mí, como Siria, Armenia, Sogdiana, Cirenaica, cuando íbamos con Uruk, Fakumit me ponderaba su grandeza, me hablaba de sus dioses, tuve que aprender algo su lengua para entenderla, según ella no había tierra mejor, imperio más grande, me parecían exageraciones de su nostalgia, pero eran verdades, esto es otro mundo, ¡qué catarata de vidas y misterios! No cesa mi estupor, aunque nada me importa ya en la vida, aunque no espero nada, me arrastra esa abundancia, así nacería el mundo, preñado, rebosando, pariendo a cada instante, aguas, seres, dioses, ayer mismo, al salir de la casa de esclavos, en el rincón del patio, aquel jacinto, anteayer no estaba, brotado en sólo una noche, con su tierna arrogancia, frágil y poderoso, su tallo, sus flores, sus hojas espigadas, lanzando su perfume como el canto de un gallo, anteayer aún no estaba, esta tierra no descansa, pariendo lotos, cocodrilos, papiros, ibis, pájaros, palmeras, sierpes, toros, hipopótamos, y el verdor ofuscante, incluso aquí en esta villa junto al mar, todo vibra caliente, los penachos de las palmas, el aire movedizo, este mundo me anega, me penetra, engendrador, multiplicador, derrochador de vidas, ¡qué contraste con Cirenaica!, no sólo aquella cárcel, sus adobes resudados, su bazofia y su mugre, incluso libre en los oasis era todo precario, palmeras asediadas por la arena, el agua en una charca o encerrada en un pozo, aquí amplios canales y los brazos del delta, allí apenas adelfas junto a la rambla seca, Egipto creando vidas, y además todas dioses, Sobek el cocodrilo sagrado, Bast la gata, Udjit la cobra, Hapi el Nilo, Nefertum el loto, Hathor madre de Osiris… No, su hija, me confundo, Seth que es malo y es bueno, todo divino, el agua, el trigo, la cerveza, porque todo da vida, «Vida» es la palabra clave, así tanta esperanza, así sonríe la gente aunque desnuda y sin bienes, hasta los muertos viven en sus tumbas, tan sólo yo sin alma, cómo seguir viviendo después de mi catástrofe, muerta en el circo aunque no me devorasen las morenas, me mató la muerte de Domicia, en todo silencio está su voz, ahora mismo, aquel susurro, su sabiduría en la serenidad, y su mano, su mano, nadie me acarició jamás así, ni Narso en la isla, ningún hombre en Bizancio, ni en el harem, no, ni siquiera Uruk, él era otra cosa, el fuego quemante pero agotable, la mano de Domicia era el calor oscuro, el roce interminable, ninguno así, ni recordado ni olvidado, ante mi éxtasis ella sonreía, me lo explicaba: «Ningún hombre comprende la carne de mujer sino otra mujer», sabía lo que yo sentía, sintiéndose conmigo al mismo tiempo, ¡cómo creaba el placer!, ¡cómo encendían sus dedos y su lengua!, era un mundo de mujeres aunque también siguieran hombres a la Madre, yo había oído hablar antes de Cristo, cuando Uruk me llevaba Orontes abajo por Antioquía, bien me acuerdo, pero ellas declaraban mujer al Mesías, su vestir masculino fue sólo un disfraz, el llamado Cristo nació niña, cuerpo de niña y alma de niña, creció mujer, esa nueva diosa me atrajo, y el amor de Domicia me retuvo, su absoluta certeza, vivía a salvo de todo, así me llevó a otra altura, diferente del hombre, no volveré a gozar tales instantes, revelación de la vida, el alma desprendiéndose, antes fueron pasiones, caricias o excitaciones, recovecos de la carne, pero Domicia era maestra de todo, incluso del espíritu, ¡cómo empezó a ilustrarme!, las letras, ¡el latín entre besos!, ¡qué geometría en la piel!, había estudiado en Siracusa, de una rica familia, por eso diaconisa de la Madre, ¡estoy muerta sin ella!, ¡lo fue todo!, devastador recuerdo, me atormenta el vacío, la falta de sus labios en mi sexo, en mis pezones, no la suplen mis manos imitando, no recordar, no recordar, pero imposible olvido, la llevo en mi piel, desde que me tocó su mano, posándola en mi brazo, en aquella mazmorra en tinieblas, su voz acariciante, «¿cuáles son tus penas, hermana?», yo gemía por Uruk, habían pasado meses y aún lloraba por él, fue la primera vez que me llamó hermana, a mí: la nacida sin nadie, la inexplicablemente aparecida en una playa, me acercó a la claridad del ventanuco, advertí en su mejilla el verdugón violáceo, un látigo cruzándole la cara, pero en sus ojos la serenidad, inmutable, su certeza en la fe, me confié, por primera vez pude hablar a alguien de Uruk asesinado ante mis ojos, le transferí mi desesperación, desde entonces ya no nos separamos, me infundió su sosiego, me mostró que el amor de mujer no está en los juegos de burdel y harem, sino en poner el alma en la carne, y la carne en el alma, me sacó de mi dolor, sin hacerme olvidar a Uruk porque ella lo abrazó también, había conocido antes el amor de hombre, pedía comprenderme, ¿por qué recuerdo, si me duele tanto?, nuestros abrazos en la noche, el oasis, oscura isla de plata lunar de las arenas, nuestras andanzas cogidas de la mano, envidiadas pero también admiradas, y censuradas, por los hombres del grupo sobre todo, codiciadas las dos, sé que entristecí al diácono, enamorado de mí sin confesarlo, yo hubiera sido suya, ella lo hubiera comprendido, pero él se lo prohibía a sí mismo, me quería extrañamente, sólo para la fe, para la salvación en la otra vida, ¡qué rechazo de ésta!, imposible comprenderle, aunque quizás el secreto en su pasado, quizás como yo ahora indiferente a todo, muerta Domicia se me acabó el mundo, ella me cambió el nombre, otro nombre en mi vida, como reencarnaciones, pero esta vez la última, estoy acabada, hubiese querido cortarme el pelo allí mismo, ante su cuerpo asaeteado, el pelo que ella adoraba, tantas veces deslizándose sobre sus muslos, sus pechos, sus nalgas, un placer de escalofrío, pero me lo impidieron, me hace más valiosa, después de devorarme las morenas me hubiesen rapado ellos para venderlo, como el viejo este, seguro, es lo que ha pensado, qué más da, nada me importa nada, y sin embargo, también se me hundió el mundo cuando mataron a Uruk, también antes cuando mi pobre hija, mi pequeña Nira, acuchillada por los piratas, destrozos de mi vida pero seguí viviendo, ¡cómo resiste la vida!, ¡cómo nos retiene ella!, y más en este Egipto, hormiguero de seres, fecundación del Nilo… Nada me importa nada, y sin embargo… ¡cómo nos droga la vida!, ya he sentido otras muertes como ahora, pero no me maté siendo tan fácil, ¡cuánto puede, contra el dolor, la sangre!, ¿se repetirá todo?, me parece imposible, entonces ¿por qué sigo respirando en el ahogo?, jadeo atormentada pero sigo, sin poder olvidar aquellas horas, aquella eternidad junto a Domicia, en la Iglesia de la Mujer Divina, entre las «femineras», como nos decían…
Antes que el de Irenia, la esclava llevó el nombre de Nur, recibido de Uruk y mantenido por los pescadores de coral que la recogieron en las costas sirias cuando ella huía, temerosa de los asesinos. Navegaban rumbo a poniente, hacia las Columnas de Hércules y el jardín donde las Hespérides guardan sus manzanas de oro, para vender su coral del Egeo en Puteoli y en Cartago Nova, donde cargarían en cambio el famoso garu codiciado por los sibaritas de todo el Mare Nostrum. Nur vivió con ellos a gusto, recobrando sus costumbres de Psyra, de su vida con Narso el pescador. Los vientos y las olas, las velas y la tablazón del falucho le eran familiares, y los pescadores estaban encantados de aquella compañera que, además, les ofrecía un cuerpo deleitoso en la concavidad del batel o en las nocturnas arenas, todavía tibias, de las calas donde sacaban a tierra la embarcación. De pronto ella les sorprendía con conocimientos inesperados o con relatos asombrosos, pues había corrido más tierras y tenía más experiencia de la vida. A cambio, el susurro de la brisa y el olor salino, la soledad entre aquellos hombres elementales, eran lo más que ella podía soportar del mundo tras haber perdido a Uruk. Ser gozada por ellos no la afectaba nada; formaba parte de sus tareas, como en Bizancio. Ya el médico de Astafernes le había asegurado que no volvería a ser madre, sin duda a consecuencia de las brutalidades infligidas por los piratas aunque ella, semiinconsciente, sólo recordara luego dolores y sangre.
La vida en la mar con los coraleros resultó así una larga calma, un sedante paréntesis. La mala suerte fue aquella recalada en Leptis Magna, donde los hombres la aguardaron bebiendo en el puerto mientras ella subía al mercado para comprar vituallas. Sí, la mala suerte fue aquel disturbio callejero en cuyo torbellino se vio de pronto acorralada con un grupo de transeúntes por la caballería del prefecto y conducida con ellos a la cárcel. La buena suerte fue, en cambio, que en el seno de la mazmorra una mano se posara en su brazo y una voz acariciante pronunciase las palabras: «¿cuáles son tus penas, hermana?». Y que esa misma mano, cuando todas las mujeres capturadas fueron puestas en libertad, la guiase hasta el grupo de la Madre Porfiria; uno de los muchos que, predicando de diversos modos el mensaje galileo, recorrían la Cirenaica en esos tiempos de alumbramientos y desplomes. La enseñanza de Cristo, a base de múltiples evangelios, adoptaba formas contradictorias que los respectivos fieles defendían encarnizadamente, empezando por discutir la naturaleza misma del Mesías. Para unos era humana, con la divinidad injertada en la carne mortal; para otros al contrario: un dios revestido de figura corporal; mientras algunos armonizaban ambas esencias. Para Nur, la nueva Irenia, carecían de sentido tales discusiones y por eso se resistía al bautismo, sin que la apremiase su amiga Domicia porque aceptaba el natural fluir de las cosas y la lenta maduración de las decisiones dentro del corazón.
Los creyentes también discrepaban en su manera de vivir. Unos veían la virtud en aplicar su credo a la vida cotidiana, sometiéndose a las leyes del Imperio romano. Otros rechazaban esa organización y vivían en comunidad de bienes, con supresión de lujos e igualdad entre todos. Algunos pretendían extender estos principios a la sociedad entera, propugnando la distribución de las riquezas, la sustitución de toda autoridad y poder por la fraternal solidaridad y la supresión de armamentos y soldados a fin de instaurar una paz definitiva; no vacilando en perseguir tales objetivos —era el caso de los llamados «terroristas»— mediante la misma violencia utilizada por sus perseguidores, con tal de destruir el orden social del imperio. Por último, los menos, se refugiaban en desiertos o retiros para resolver individualmente la contradicción entre sus principios y el sistema establecido, fundando los primeros eremitorios donde imperaban el ascético silencio y las mortificaciones que, junto con el ardor espiritual, reducían el cuerpo de aquellos hombres al nivel de la más frágil subsistencia. Cada doctrina esgrimía frente a las demás sus argumentos teológicos, proclamando su verdad frente a las opuestas herejías, y los odios eran terribles: se aborrecía más al hermano discrepante que al romano, judío o egipcio todavía no tocado por la luz de algún evangelio.