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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (44 page)

Ahram la descarta:

—Bashir no está herido, y jamás se hubiera suicidado. Y menos sin hablarme… No, estaba enfermo, ya sabes, últimamente. Murió y… de esa muerte murió ella.

Glauka empieza a comprender la relación entre los dos viejos, la razón de que Bashir pasara tantos días en Tanuris en los últimos tiempos. De pronto siente una presencia tras ellos. No vuelve la cabeza pero sabe que es Krito, que se les acerca sin ponerse a su lado.

Al fin Ahram yergue la cabeza, emite un sonido desgarrado. Krito se le acerca.

—Hay que hacerlo pronto, con este calor… No querrás embalsamarlo.

—Eso se queda para el excelso de mi yerno y sus paisanos —replica Ahram estremecido al pensar en las manipulaciones de los embalsamadores—. Bashir era un hombre del desierto y así lo enterraré.

—¿Aquí o en la Villa, con Tenuset?

«De modo que también Krito ha pensado en ellos dos», reflexiona Glauka.

—Ni aquí ni allí. Ya lo verás.

—¿Y Tenuset?

—La han enterrado ya, me ha dicho el hombre. En cuanto la encontraron… ¡Si llegan a hacer lo mismo con Bashir…!

La amenaza en la voz es más terrible porque no la precisa. «Ahram vuelve a ser Ahram», piensa Glauka con cierta melancolía, percibiendo la nula importancia que para él tiene Tenuset. Y en la mirada de Krito advierte como una conformidad telepática.

Soferis asoma a la puerta, esperando. Ahram se le acerca y ambos se alejan, para ordenar preparativos. Krito avanza, toca suavemente la mano de Glauka, que inclina su rostro surcado de lágrimas.

—Anoche —dice—. Precisamente anoche.

—Fue hermoso para ellos —consuela Krito—. Hay muertes mucho peores.

No hablan más, esperan. Eulodia viene, les acerca dos taburetes y vuelve a dejarlos solos. Pronto retorna también Ahram, que permanece un rato. Otros se van asomando: los fieles de la casa; Filópator inclina su alta estatura ante el difunto, Narbises, Artabo, otras caras en las que Glauka no se fija. Krito también se levanta y sale.

Ahram viene a buscar a Glauka. Todo está preparado. Embarcarán en el Jemsu, siempre a punto, con el cadáver. También llevarán a la camella. Desde la ventana ve Glauka cómo suben a bordo el cuerpo y cómo se preparan unas cuerdas para pasarlas bajo el vientre de Al-Lat a fin de izarla, pero no es necesario, el animal da unos pasos y camina por la plancha hasta acercarse a su amo muerto. Suben a bordo Krito y Soferis; les siguen dos jardineros con azadones y palas. Ahram y Glauka bajan a reunirse con ellos.

—¿Por qué Al-Lat? —pregunta Glauka.

—¿No has visto cómo le ha seguido? Era del desierto, como Bashir.

Sueltan amarras, izan velas, salen del puerto. Navegan con viento propicio hacia levante, todos en silencio. Glauka recuerda otros viajes en la embarcación y más cuando empieza a agrandarse en el horizonte la silueta de Karu, la isla donde ella recuperó la daga caída al fondo y Ahram reencontró a la diosa grabada en su memoria. Sólo han vuelto ambos una vez más, en estos cinco años; días después de la gran derrota de Valeriano por Shapur. Fue una especie de celebración o agradecimiento por parte de Ahram.

Por el lado oeste de la isla acostan a una diminuta playa, desde la que un ligero talud conduce a un terraplén donde una palmera solitaria se destaca contra las rocas rodenas. El Jemsu se acerca hasta rozar con la proa en la arena sumergida; la marea lo permite. Los tres amigos y Glauka, que exige ayudarles, sacan a tierra el cadáver con agua hasta el pecho y lo llevan hasta la sombra de las rocas. Los jardineros les siguen con sus herramientas y, a una orden de Ahram, empiezan a cavar al pie de las palmeras. No hizo falta empujar mucho a Al-Lat para que el animal se arrojase al agua y nadase en pos de su amo, con el largo cuello emergiendo del agua como la alta proa de un navío godo.

El calor y el aire van secando las ropas; los cuatro acompañantes se miran en silencio o contemplan la indiferente belleza de nubes y azul, mientras los dos hombres excavan en la tierra virgen. Al cabo saltan ambos fuera de la fosa. El cuerpo es descendido cuidadosamente hasta yacer sobre la tierra olorosa en la dirección correcta dada a la tumba: de Levante al Ocaso. Ahram desata un lío en el que llevaba la pequeña bolsa de piel de cabra con que siempre viajaba Bashir y la daga que, como a Ahram, no le abandonaba nunca y que han traído desde Tanuris los que transportaron el cadáver. Lanza la bolsa a la tumba abierta y luego, con la daga desenvainada, se dirige a la camella que, esperando apaciblemente se ha arrodillado en el suelo al pie de una palmera. Glauka, aterrada, no puede creer lo que primero adivina y en el acto es ejecutado: Ahram pasa la pierna derecha sobre el cuello a ras del suelo de Al-Lat y el brazo izquierdo bajo la garganta. En un solo movimiento levanta con ese brazo la cabeza del animal y con la daga casi corta del todo el cuello así ofrecido. Salta un chorro de sangre y se oyen gorgoteos angustiosos. Glauka no ha podido impedirlo por el asombro y los demás no se mueven. El animal estira bruscamente las patas traseras como para levantarse, pero no llega a derribar a su verdugo, que remata el tajo entre dos vértebras, y ya no es capaz de alzar las delanteras. Ahram arroja la cabeza al suelo y se aparta del cuerpo, que aún experimenta sacudidas agónicas por breve tiempo. Se acerca a la fosa y lanza a ella también la daga de Bashir, ahora toda roja de sangre.

—Con el nómada muere su montura —declara.

Las paletadas de tierra van cayendo sordamente en la fosa. Sólo rompen el silencio final los reprimidos sollozos de Glauka y el golpeteo de la marea contra las rocas. Bajan la pendiente y vadean las olas hasta subir a bordo. Otra vez la rutina de izar las velas y el regreso a la ciudad, esta vez más lento, con viento contrario. Los dos marineros, en vista de la hora, ofrecen a sus mudos viajeros agua y unas galletas, que Glauka rechaza.

—Tú sabes, tú comprendes —dice de pronto Ahram a Krito, que asiente en silencio. Y Glauka, además de su pena, se siente dolorosamente excluida de esa camaradería y de tantos actos, tantos lechos, tantos momentos de la vida de Ahram que ya no podrá compartir recordándolos con el interlocutor desaparecido. Momentos ya perdidos para ella. De los vivientes, Bashir era el más antiguo compañero de Ahram. Ahora es Krito y ella le mira envidiándole. «¡Ay —piensa contra toda razón—, si yo hubiera conocido a Ahram desde siempre! »

Han sido tres muertes, no lo comprendí hasta el último instante, me hirió el rayo, mientras navegábamos ni siquiera me fijé en ella, el pobre animal, inmóvil en la proa, como si supiera, pobrecilla, mientras la embarcaban pensé que era un acompañamiento, como nosotros, se lo merecía, me pareció hermosa la idea, luego la olvidé, sólo Bashir importaba, tendido en la camareta a popa, a resguardo del sol, lo que quedaba de Bashir, pensaba a dónde íbamos, me alegró cuando comprendí que a la isla, hace tiempo la había comprado Ahram después de conocerme, la diosa y la daga, ahora tierra doblemente sagrada, y allí sí me fijé en el animal, mientras cavaban, qué tranquila dignidad, me sorprendieron sus ojos, la entera paz del mundo en ellos, la aceptación de todo, me recordaron a Fakumit, los más cándidos ojos, cómo la protegíamos Uruk y los demás, salvar la limpidez de aquellas pupilas, a veces parecía que miraban más allá de la vida, otras que eran la misma vida, y de pronto aquello, el sol poniendo un rayo en la hoja del puñal, la cabeza de Al-Lat contra el pecho de Ahram, el cuello entregado, el tajo feroz, el borbotón de sangre… ¿Por qué, por qué?, y pensar que le quiero, a ese Ahram odioso, a ese Ahram asesino, «con el nómada muere su montura», ¿por qué?, ¿no dejarán de matar nunca?, tuve que gritárselo a la vuelta, «¿no bastaban dos muertes?, ¡qué día de desgracias!, ¿lo ordenaron tus luceros?, ¿tu diosa de la caverna en la propia isla?» cuánto mejor la diosa de Domicia, la Mujer Divina la misericordiosa, se ha enfadado conmigo al gritárselo, al reprocharle su asesinato, se ha ido sin hablarme, sin almorzar siquiera, furioso, enfadado conmigo, no comprende nada, otra vez al Jemsu, supongo que a Tanuris, a descargar su cólera, ¡qué torpes han estado!, enviar el cadáver con unos criados las horas de más sol, como una mercancía, ¿no sabían lo que era Bashir para Ahram?, el cuerpo ya rígido empezando a deformarse, ¡cómo me alegro de que lo hayan ungido mis manos!, a Bashir que me dio tanto, su piel, sus cicatrices, en él honré a mis muertos, lo que no pude hacer por ellos, ni por Narso, ni Uruk, ni mi pequeña Nira, ni Roteph, ni Domicia, los he lavado a todos, en él los he ungido, doloroso consuelo, Eulodia con su paz a mi lado, quisiera haberlo hecho por Tenuset, también allí desdeñada, Bashir adivinándome enamorada aún antes de que yo lo descubriera, ¿y su amor?, ¿y el de Tenuset?, ¿se acariciaban esa noche cuando le hirió la muerte?, ¿compartían simplemente el ya helado tiempo de los viejos?, ¿o acaso cuando amamos no podrá helarnos el tiempo?, se habían amado, como a Ushait el amo, fueron buenos sencillos, verdaderos, acaricié su piel como si pudiera sentir mis manos, los egipcios no tocan a sus muertos en las primeras horas, dicen que lo notan, no quieren entristecerles recordándoles lo que dejan, Eulodia también le ungió como a uno suyo, me habló de sus catacumbas, los últimos murieron cuando la última persecución de Valeriano, cuando el obispo Dionisio, entonces fueron muchos, un tío suyo, dos primos, lo recordaba de su niñez, a veces con dinero obtenían del circo los restos, más o menos destrozados, «ahora están con Cristo», su sonrisa inalterable, sus ojos siempre dulces, mi rato con Bashir lo único hermoso de este día, tristísimo pero hermoso, Ahram incomprensible, presa de su cólera, por eso se ha ido a Tanuris, no me ha dejado consolarle, yo sé que sufría, que sufre, pero no se deja, no es propio de un poderoso, castigar en Tanuris sí, ¡qué torpe Neferhotep!, para él Bashir era sólo un correo, un siervo es un siervo, es el lado bueno de Ahram, Bashir era su hermano, Ushait era Ushait, su otro lado malo le ha hecho asesino, pobre animal, sus ojos, la mar es más piadosa, acoge los cadáveres y los deja en su fondo, yo entonces ignoraba que lo eran, no se pudrían, se deshacían o alimentaban otras vidas, aquí arriba crueldad, con los muertos y los vivos, ahora mismo Yazila, ¡qué caída!, parecía tan astuta, tan maligna, tan dispuesta a prosperar, enamorada de un siervo, me cuesta trabajo creerlo, impropio de su ambición, su padre arrojándola de casa, Sinuit recogiéndola en su gineceo, quiere enviarla aquí, teme el furor del padre, no me gusta la idea, si viene ayudará a la masajista, que no sea una más, no quiero humillarla demasiado, pero tampoco darle alas, una culebra en el seno, pero no es problema, lo importante es Ahram, amor mío, sálvate de la crueldad, ¿en qué pensabas mientras gobernabas el falucho hacia la isla?, quise acercarme a ti pero te distanciabas, no quería decirte nada, no cabe decir nada ante un hermano muerto, sólo quería estar a tu lado, acercar mi piel a la tuya, que nuestras sangres se oyeran una a otra, que escucharas tu dolor en la mía, pero distante, luego al retorno sí me buscaste mirándome, pero entonces odioso, asesino, la sangre de tu víctima en la ropa, pero eres tú y te quiero, con tus arrebatos, tus errores tremendos, con todo eso a la vuelta te hubiera consolado, tu cabeza contra mi pecho, tu hermosa cabeza de asesino, hundir mis dedos en tus crespos cabellos, acariciar la confusión bajo tu cráneo, llorar juntos, ¡ah, pero tú no lloras!, ¡tú eres el Poderoso!, no te has dejado ayudar, me ha herido tu silencio, tu repentina ausencia, a Tanuris, a imponer tu poder, a humillar a todos, a echarles en cara su torpeza, y mientras tanto el otro cuerpo insepulto, la pobre compañera de Bashir, entregada a los buitres, la dejaste aún caliente, aún corriendo su sangre, yo la hubiese entregado a la mar piadosa tú ni siquiera otra fosa, sufres pero tienes que ser tú, ejercer tu poder, en Tanuris, volver a tus problemas tus designios, el asunto del faro, el próximo viaje de Odenato, la Zenobia, y esa Clea que tú llamas el navarca, el pretexto de visitar al navarca, discutir sobre barcos, pero ella vive allí y yo te conozco, retozarás con ella, aunque no es tu tipo, demasiado ambigua para ti, qué día de desgracias, descubrirte asesino, no podré comprenderlo, no lo entenderé nunca, y me falta Bashir, quizás él me lo explicase ya no le veré nunca, su sonrisa con la mella en los dientes, sus ojos bondadosos, su cariño envolviéndome, a él se lo debo todo, me condujo hasta Ahram, mi admirable Bashir, el hombre bueno, menos mal que en la isla, pero al menos una losa en su tumba, antes de que la borren las tormentas, ¡pensar que volveré y veré unos huesos!, unos restos de Al-Lat, no podré soportarlo, ¿cómo puedes amarme?, no te entenderé nunca, no me entenderé a mí, saber por qué te quiero, tan desoladamente, con toda mi sangre y mis sentidos, tan hasta el fin del mundo.

¿Qué hace sola, cavilando, torturándose? No puede arreglar nada. Glauka sale a la galería. Eulodia está sentada en el taburete, junto a la fuentecilla del muro lateral y enrojece al verse sorprendida mirándose en el soberbio espejo, que aleja de su cara.

—No lo ocultes. Puedes usar el espejo cuando quieras, ya lo sabes.

Glauka se reprocha su tono desabrido, pero no lo ha podido evitar. Descontenta de sí misma, añade:

—Tienes unos ojos muy bonitos.

—Soy fea, señora —murmura Eulodia—. Mi cara es redonda y mi nariz es chata. Pero no me importa.

«No le importa; lo que le importa es su alma. Pero se mira en el espejo con frecuencia», piensa Glauka, sintiéndose más a disgusto cada vez con su espíritu crítico. Entonces se da cuenta:

—¿Qué es eso?

—Rosas —vuelve a enrojecer Eulodia—. Esta tarde veré a Jovino; las rosas le gustan mucho a su madre. Son del parque, señora, pero quedan tantas todavía… Sólo he cogido las que empezaban a marchitarse.

Glauka pone cariñosamente su mano sobre el hombro de la esclava, que se levantó al verla entrar, y la tranquiliza. Su disgusto no ha de recaer sobre inocentes:

—No te disculpes. Las rosas nacen para todos.

Jovino es el amor de la esclava hace tiempo. Trabaja en el faro como burrero, de los que cada noche hacen subir asnos cargados de leña por la rampa hasta la hoguera y luego los bajan por la espiral contrapuesta. Hace así oficio de cangilón de noria desde los once años, primero al mismo tiempo que su padre; después sucediéndole. Se priva de todo lo posible para comprar la libertad de su Eulodia, pues está bautizado como ella y cambió su nombre egipcio de Mernotis. No hace mucho acudió a palacio porque Glauka quería conocerle: un joven egipcio delgado, muy moreno, de rostro inteligente. La pareja le daba pena al pensar en esas dos personas deseándose, esos dos cuerpos frustrados en la castidad de sus creencias, pero lo que tuvo ante sí fueron dos jóvenes sonriendo apacibles, mirándose con mutuo contento, esperando contra toda previsión, iluminándose sus rostros de alegría cuando, en ese mismo instante ella decidió anunciarles la manumisión de Eulodia tan pronto como lo permitieran los trámites burocráticos de la Casa de la Vida.

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