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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (39 page)

BOOK: La vieja sirena
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Esa misma tarde Krito se encuentra sentado frente a Clea, en una pequeña habitación de las que el Museo destina a sus estudiantes internos, que sirven de auxiliares a los maestros de investigación. Desde lejos llegan errabundos ecos sonoros de las clases de cítara y flauta, uniéndose al susurro del aire en las frondas del jardín central.

—De modo que les hiciste llegar mi pendiente —dice Clea, con maliciosa sonrisa.

—No lo digas así, Clea. «Lo encontré por casualidad», tal como tú me habías encargado.

—Eres un encanto. Gracias. Supongo que me lo enviarán.

—Seguro. Y espero haber intrigado a Ahram lo suficiente para que se le ocurra la delicadeza de que sea Glauka quien te lo devuelva en persona, ya que lo perdiste en un sitio tan inconfesable… Y ahora, dime, lo prometiste: ¿qué fines persigues queriendo conocer así a Glauka?

—Lo dices como si fueran fines siniestros.

—Por lo menos el camino es retorcido. Podías haberte acercado a ella como cualquier otra amistad.

—El camino eres tú, y sé que es muy especial, pero yo no quiero ir a ella como a cualquiera. Necesito ser su amiga; nos necesitamos.

—¿Os necesitáis?

—Mujeres como nosotras, en esta sociedad, siempre nos necesitamos mutuamente. ¿O acaso crees que hay muchas como ella?

—¡No! No en toda Alejandría, ni en Egipto. Ni quizás en todo el imperio.

Clea le mira agudamente y sonríe.

—¿Lo ves? Yo ya te he contestado. Y ahora responde tú. ¿Por qué has aceptado este juego? ¿Por qué has venido?

«¡Si yo lo supiera! —piensa Krito—. ¿Para proteger a Glauka; bueno, a Ahram? ¿Por curiosidad? ¿Por qué me provoca esta mujer?» Ha de tener cuidado, se dice; acaba de expresarse con demasiada vehemencia. No debe olvidar que están como en el circo los dos gladiadores, dando vueltas uno en torno al otro, estudiándose, buscando lo vulnerable en las defensas. Todo esto en un relámpago mental, pues no ha pasado apenas tiempo cuando contesta:

—¿Acaso no tienes un espejo, hermosa Clea?

—Gracias, pero no busco en ti galanterías, sino algo más.

—Cuidado, no estés buscando lo que no puedo darte, lo que no tengo.

—No te repliegues. Yo sé lo que tienes y lo que no tienes. Hablemos francamente: tienes a Ahram y eres Rhakotis. No llevarías años junto a Ahram si no fueras algo.

—¡Ah, conque apuntas a Ahram!

—¿Por qué no? Y también a lo otro. Yo no te hubiese abordado si no fueses bastante Rhakotis. Como yo, bien lo sabes.

—Cuidado con Ahram. Es siempre posesivo.

Clea ríe francamente.

—No temas por mí. Ningún hombre me ha poseído nunca. En ese sentido me siento virgen.

—Permíteme recordarte —replica burlón— que fuiste a pedirle un macho a la ilustre Dofinia.

—Permíteme recordarte que voy a pagarle. Así quien posee soy yo.

—¿Y tus maridos? El epistratega, el navarca… Y habrá más.

—También utilizados. Siempre los he elegido importantes. Son los más fáciles de aprovechar. ¡Viven tan convencidos de que también una, como todo, gira alrededor de ellos…! Y cuando ya no sirven, prescindo.

—Te divorciaste del epistratega.

—Claro. ¡Fue un gran día para mí ! Me costó trabajo en Roma, pero aún cuenta tener un padre hijo de Septimio Severo. ¿Por qué había de continuar con él? Su único mérito era haber ayudado a Valeriano a hacerse emperador cuando Emiliano mató a Galo para sucederle. Pero hace dos años se hundió Valeriano con sus generales bajo Shapur. ¿Por qué había yo de hundirme con ellos? He vivido libre en Roma luego, hasta engancharme al navarca. ¡En Roma se respira! A veces huele mal, pero se respira. Es estar a la vez en todas partes; el mundo entero palpita allí.

Krito tiene sus dudas, pero no las plantea. Prefiere seguir escuchando:

—Aunque ahora lo interesante es Occidente. El trigo de Hispania, su plomo, su cobre. El estaño de allá al norte, en las Casitérides, ¿no crees? Y el gran océano misterioso…

—¿Me permites una pregunta? Ahora ya somos viejos amigos. Dime, ¿para quién trabajas?

La mujer abre unos grandes ojos de asombro y los llena de candor.

—¡Para mí, naturalmente! ¿Es que hay que trabajar para alguien?

Y añade, ahora con sonrisa desmentidora:

—Aunque hago creer a Roma y a sus altos oficiales que trabajo para mi patria.

Krito copia la sonrisa.

—No creí que te interesara demasiado ninguna patria.

—No. Lo que me importa es la matria. Nada de padres, madres; ya me entiendes. Igual que a ti; no lo niegues. No eres hombre de patrias… Por eso podríamos trabajar juntos. Yo para mí; ya ves si hablo claro. Vosotros para quien quisierais.

—¿Nosotros, quiénes? ¿Ahram, Glauka?

—Supongo que será lo mismo.

—Como fines, sí. Pero el camino es distinto con uno u otro. Y tú prefieres a Glauka.

Otra vez los ojos femeninos se hacen candorosos:

—Entre mujeres nos entenderemos mejor. Además, así no habrá maliciosas interpretaciones. Hemos de guardar toda nuestra reputación.

Krito ríe, francamente divertido. Se encuentra a gusto.

—¡Eres única, Clea!

Se miran, se admiran, se entienden en un silencio cómplice. Krito sigue el juego por otro camino.

—¿Recibirás aquí a Glauka? Un agradable lugar de estudio. Con cama y todo.

—Es el alojamiento que le ofrece el Museo a una amiga mía, matemática. Hoy ha ido a Menfis, a asesorar en unos cómputos.

—Tu amante, claro. ¿También la utilizas?

—Entre mujeres es mutuo. Sólo así podemos defendernos de vosotros… Ya ves, por eso quiero más amistad con Glauka, por eso quiero llegar a ella de tu mano. Sé que eres su mejor amigo, que ella es tu discípula.

Krito retiene un suspiro. Hay que andar con cuidado frente a esta mujer.

—Según en qué. También ella es maestra.

—Nosotras siempre, aunque los hombres no quieran admitirlo. Temen tener que admitirlo, por eso han montado el mundo como está.

—Y no te gusta como está, lo sé… Lo sé hace tiempo y te lo digo ahora: cuando viviste aquí con el epistratega te vi una noche ir a una casa acompañada de dos amigas vestidas de hombre. Llamasteis a la puerta de un modo convenido. No era lejos de Rhakotis. ¿Te molesta que lo sepa?

—No me oculto demasiado. Sí, tuvimos una pequeña sociedad de amigas. ¿Por qué voy a negarlo? Tú, que vives también tantas cosas, lo comprenderás muy bien.

—Sí, claro que te comprendo. Y me encanta sentirme en tus manos, también te lo confieso, y que juegues conmigo. Como con los demás.

Clea le mira, escrutadora, con una sonrisa indefinible:

—¿No pensarás que estoy enamorada de Glauka?

—Recuerdo tus amistades de entonces.

—Era entre mujeres, sí, pero no soy excluyente. Para que lo sepas, existe una sociedad internacional, «Las Amazonas», con una reina secreta, Hipólita. No pueden pertenecer los hombres, salvo si alguna de nosotras lleva consigo a un invitado que le sea sumiso.

—¿Y yo soy ahora tu invitado? ¿O me has buscado sólo para llegar a Glauka pasando sobre mí?

—Te he buscado porque eres diferente.

—¿Qué te gusta de mi diferencia?

—Tu doble sexo. El homenaje que nos haces vistiéndote como nosotras.

—No es doble, sino un sexo alternativo.

La mirada de Clea se hace más intensa. Los ojos de Krito la sostienen impávidos, con una chispa divertida.

—¿Y hoy qué eres?

—Pasivo —responde categórico. Y aún, recordando su ajetreo de la noche con Acilio, añade—: Decididamente pasivo.

Un silencio, en el que el pecho de la mujer se alza y desciende más vivamente. Se pone de pie y le mira desde arriba.

—Espléndido. Yo siempre soy activa. Si te gusto, no hace falta hablar más. ¿Te gusto?

—Muchísimo —un hondo suspiro—. Muchísimo. Esas piernas tan largas que te hacen tan esbelta, y tus caderas estrechas, casi viriles, y tus flancos rectos: un perfecto muchacho… ¡hasta tropezar en tus pechos! ¡Ah, tus pechos! Dan un vuelco a la contemplación. Son un reto y un desprecio a la vez; tan llenos y arrogantes contradiciendo ese cuerpo de efebo… Contigo no es el pecado, siempre sin importancia; contigo es la transgresión, el desafío a Némesis que vigila los límites. Contigo es igualarnos a los dioses… Y en la cima esa mirada, ya adueñada de mí, ese venablo traspasándome, promesa y amenaza…

La voz de Clea ha enronquecido:

—Me has visto perfectamente, para no haberme visto nunca.

—Porque sabes el arte de que tu vestido te desnude mejor. ¡Qué bien te sujetas los pechos con el strophium!

—No lo uso nunca. Espera; me vas a ver mejor.

En un ángulo cuelga una tela que aísla el rincón. Clea desaparece tras ella.

Krito siente palpitar su corazón como en los mejores días. Además de lo dicho le seduce la inteligencia de esa mujer; hay mucho sexo en el cerebro. ¿Qué está haciendo? ¿Qué más da? ¿No es su oscuro deseo, muy hondo, ser amante lesbiano? ¿Es todo esto una promesa del destino?

Emerge Clea, desnuda. Sus pechos son tan arrogantes como los describió el hombre, pero el resto del cuerpo es más viril que nunca, porque de su pubis emerge erecto, hábilmente sujeto con cintas doradas, un olisbo de marfil. Krito suspira de admiración y siente en sus entrañas el anticipo de lo que le espera.

—¡Oh, perfecto andrógino!

—No, ginandria: primero mujer. Aunque ahora la mujer seas tú, como deseas, ¿verdad?

Krito asiente en silencio con rostro ilusionado.

—Así ha de ser. Quizás otro día te utilice como activo.

—No podría —susurra muy bajito el hombre—. Sólo soy potente con las mujeres que no me importan. En cuanto las estimo, en cuanto las admiro, como a ti… —vacila pero confiesa—, en cuanto amo, no soy capaz de nada. Al revés que con los hombres.

—Entonces amémonos entre mujeres, aunque te cuelgue algo entre las piernas.

Su tono risueño hace a Krito acompañarla:

—Olvídate de eso y piensa que por detrás soy también penetrable.

Clea ríe sensualmente.

—¡Eres una delicia! ¡He encontrado un tesoro, no hay otro como tú! ¡Qué placer me espera! Anda, amor, ábrete para mí.

Krito se ha desnudado mientras tanto, y pregunta:

—¿Cómo prefieres?

—Primero muy pasivo: de rodillas y el torso boca abajo en la cama. No quiero que veas ni hagas nada; sólo sentirte tomado. Después te encularé boca arriba, viendo tú el placer en mi cara y yo en la tuya el efecto de mis embestidas. Krito obedece, se abre, recibe doblemente, como le anunció ella… Más tarde el paladeo, recomponiéndose por dentro, en el silencio de pocas palabras flotando en la bajamar de las caricias. En la ventana declina el ocaso de primavera y llega más intenso el perfume de las mimosas.

—En el fondo, Krito, en el fondo, ¿qué esperabas hallar en mí? ¿Por qué has venido?

Krito tarda en contestar y luego, apenas audible, como saliendo de muy lejos:

—Porque adiviné que en esto somos iguales.

Clea le mira turbiamente y ríe, mientras piensa que Krito se hace ilusiones. «Después de todo, hombre», desprecia mentalmente, proponiéndose contarlo algún día a su Hipólita. Pero sonríe asintiendo y continúa la charla cordialmente. Sólo cuando Krito ha partido se descompone la máscara de Clea. Aparece un rostro furioso que quiere contenerse pero rompe a llorar.

Y el recuerdo, una vez más, la golpea con implacable saña; como en sus insomnios, como en sus depresiones, como cada vez que tolera los abrazos de un hombre. Con los mismos colores y los mismos perfiles imborrables, a pesar de los años.

El recuerdo del padre, hijo del gran Septimio Severo, senador respetado en la Roma imperial, que engendró a Clea en una noche de bacanal soldadesca con la prisionera hija de un jefe sármata derrotado, cuando mandaba legiones en la frontera de Dacia. Ese padre, severo y elegante, con su corte de clientes, de poetas alabándole, al que la esclava agradece que no la abandonase sino que la llevara a Roma y la mantuviese con su hija, aunque a ninguna volviera a dirigir la palabra ni casi a saber de su existencia, entre tantos esclavos. El padre, admirado por la hija desde celosías o entre ramajes, siempre a lo lejos, siempre como un dios, con su senatorial toga picta bordada en oro. El padre admirado y querido por ella a pesar de todo, que un día se acerca más de lo usual hacia el barracón de los esclavos y sorprende a una niña mirándole ya con doce años bien desarrollados y en esos ojos infantiles, alargados, lee de pronto el recuerdo de otros ojos, allá en la frontera sármata.

El padre, que le acaricia la barbilla, estremeciéndola de júbilo, y la contempla valorativamente, y avanza con ella mientras su séquito se detiene, sonriendo maliciosamente, anticipando ya la escena. El padre venerado que le pregunta su nombre y dice, como el que recuerda una cosa banal:

—Entonces tú eres la hija de…

Y ella ilusionada, porque ése es ciertamente el nombre de su madre, y porque en los ojos del varón maduro ha brotado una chispa prometedora de una nueva conducta hacia ella. En efecto, el padre ahora es más cariñoso: le pone la mano en el hombro y la conduce hacia un templete próximo, al que nadie les sigue. Allí deshace los complicados pliegues de su toga y saca de debajo de la túnica interior su miembro erecto, preguntando bondadosamente:

—¿Sabes lo que es esto, pequeña?

Y la muchacha asiente porque entre los esclavos, a esa edad, incluso ha visto usarlo a las parejas, y la voz bondadosa continúa:

—Pues hoy es para ti, bonita. Ven, ponte así… Así.

El mundo se desploma en obscuro. Ya no oye más ni entiende nada. Aunque su cuerpo sufre la dolorosa violencia, aunque luego a solas retira de su sexo los dedos ensangrentados, eso le ha sucedido a un cuerpo ajeno. Ya no hay padre, sino un infanticida. Ha muerto una niña sin nacer una mujer. En adelante todos los hombres serán el mismo padre invadiendo una carne insensible que no es la suya.

Invasión siempre odiosa. Más porque el senador, aunque apenas volvió a verla, la libertó y la favoreció luego con una educación selecta; y más aún porque tardó en morir, y más todavía porque todos ponderaron lo bien que él se había portado con la muchacha: él, el asesino que la despojó para siempre del orgasmo con el hombre.

Y llora congelada en el recuerdo porque Krito lo ha adivinado, ha leído su condena, lo ha proclamado al afirmar: «somos iguales en eso». Otro maldito hombre haciéndole daño, aún debió encularle más de golpe todavía, con más saña, como violando de una vez a todos los machos. No sólo por venganza, sino porque todos son enemigos contra quienes han de alzarse unidas las mujeres para vivir con libre dignidad.

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