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Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (43 page)

BOOK: La vieja sirena
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—Te explicaré…

—No, no, déjame hablar. Te encuentro diferente, a veces evasivo. Y no sólo conmigo, pero eso es lo que me importa… Dime —el tono vira hacia la ternura—, ¿tienes alguna queja de mí?

—Ninguna —y la voz es tan honda que basta para sosegar a la mujer—. Verás, no te dije nada de Clea porque estoy seguro, aunque Ahram no lo admita, de que es mujer importante. Yo fui a verla para averiguar todo lo posible; tú has ido a lo mismo, estoy seguro, porque sois muy distintas y no te veo simpatizando con ella. Pues bien, me pareció que era mejor no influir, con mis comentarios anticipados, en tu impresión personal.

El argumento sería discutible, pero el arranque de Krito al contestar la pregunta ha tranquilizado a Glauka, de modo que ambos intercambian impresiones y llegan a la misma conclusión: lo que quiere Clea es enterarse de todo lo posible acerca de Ahram, seguramente para informar al prefecto. Claro que Krito sabe mucho más que Glauka, para quien el pendiente fue un hallazgo casual, pero él prefiere no ponerla en antecedentes para tener más capacidad de juego en el futuro.

—Pero no es sólo eso, Krito. También con los demás resultas distinto. ¿Te pasa algo? ¿Puedo ayudarte? ¿Es que no confías en mí?

Hay tanta ansiedad en el tono que Krito, muy parco en tocar físicamente a Glauka, le coge cariñosamente las manos para tranquilizarla. Y continúa:

—¿Por qué lo dices?

—Esta misma mañana, en el Consejo. Llegaste a exasperar a Ahram, como si quisieras echarle un jarro de agua encima.

—Yo siempre hago de abogado de la parte contraria.

—Pero fue más hoy, y él se dio cuenta.

Krito adopta una actitud grave.

—En realidad, Glauka, callé más de lo que dije.

—Ya lo noté.

—Sí, sé que me observaste. No necesito que me hables para comprenderte.

«Como entre las sirenas», piensa Glauka, mientras Krito continúa:

—Cuando se habló de un faraón pensé en decir que era indispensable. El gran proyecto de Ahram tiende a interponer, entre una Persia y una Roma desmembradas y menos colosales un tercer equilibrador compuesto de Odenato y él, de Palmira y de Alejandría, que formarán una síntesis del Oriente con la Grecia de siempre. Pero olvida que Alejandría no es un país ni un pueblo, sino una encrucijada, se olvida de una cultura como la egipcia y de un pueblo entero. Le arrastra su inquina a los sacerdotes en lo que le doy la razón; pero Egipto está ahí. Se lo he dicho hace tiempo, pero sólo ahora, hoy, parece haber empezado a enterarse —sonríe—. Y ahora se pondrá a buscar un faraón como un loco, porque lo suyo es el mar, y le basta con mandar sobre ese faraón… ¡y sobre Odenato y sobre quien sea! No le interesa un trono, sino el poder… En todo caso, el faraón es indispensable. La prueba es que los sacerdotes, con muchas menos fuerzas que Ahram, están tratando de resucitar a uno, a un heredero. Será falso, seguro, pero hay muchas cosas falsas que funcionan.

—¿Es verdad entonces esa intriga?

—Sí. Ya empieza a surgir por Rhakotis algún fanático del Egipto libre. Y los templos andan atizando esos impulsos.

Callan ambos. El mármol del faro tiene ahora el tono rojizo de un incendio lejano, como un enorme cirio encendido por dentro. Krito da un profundo suspiro.

—Y lo peor… Pero eso es inútil siquiera plantearlo. Nadie me comprendería.

—¿Qué es lo peor Krito? ¿O yo tampoco comprenderé?

—Tú sí aunque me resulte inexplicable —la mira fijamente—. Tú de la realidad vital puedes comprenderlo todo. Lo peor Glauka, es que todos se engañan, y que ni el faraón ni el desmenbramiento de las dos grandes potencias resolverá nada.

—¿Tú crees? —se asombra Glauka.

—Es cuestión de mirar suficientemente lejos. Ahram piensa, sin dudarlo, que los males actuales vienen de la rivalidad entre Oriente y Occidente, de que ambos explotan al resto sin tener la capacidad ni el talento para dirigir el mundo. Cree que revitalizando Grecia, madre de todo Occidente y aportando el Oriente de Palmira, se puede crear un núcleo central que diluya la tensión y garantice una libertad pacífica para un mundo de intercambios sin explotadores… Pero olvida, como he apuntado hoy, todo el resto de la humanidad. Y olvida además que la cultura griega vive hoy de recuerdos y ya no es creadora, y que lo mejor del Oriente no esta en Palmira, ciudad casi romanizada aunque mantenga templos a Bel, y a la que sólo le interesa monopolizar las rutas de caravanas como Ahram quiere monopolizar las del mar. Los dioses de Grecia, como los de Palmira y los de Roma, ya no inspiran ninguna creación… ¡Hasta las estatuas modernas reflejan el desconcierto por comparación con las antiguas!. Y en cambio, por las llanuras escitas, por las selvas de la India, por las tierras desconocidas del país de la seda, por los campos de los hipopótamos y los elefantes donde no sabemos cómo nace el Nilo, y quién sabe si más allá del mar de Occidente, hay hombres, pueblos, dioses… El futuro, Glauka, no puede ser de unos dioses ya muertos; de unos creadores sin sucesión. El futuro ha de ser de todos ellos, los que no son nosotros, y ellos acabarán englobando a Roma y Grecia, a Egipto y a Palmira… Piensa que incluso aquí mismo están surgiendo dioses nuevos… El futuro es de ellos, de los que llamamos bárbaros. Es otro mundo, es la frontera de la historia y la vida más fuerte en las fronteras.

Glauka siente como un vértigo ante la visión de Krito, pero comprende que alguna vez «los otros» tendrán la palabra, como la tienen hoy los romanos que no existían —eran entonces los otros— durante la gloria de Atenas y, menos aún, durante la de Menfis y Tebas. Admira a Krito, y a la vez siente angustia y esperanza cuando pregunta:

—Entonces el proyecto de Ahram, Ahram…

No se atreve a precisar. Krito además la detiene con un gesto casi alegre:

—Oh, no te inquietes por Ahram. Todo eso que digo no ocurrirá en nuestras vidas y Ahram podrá muy bien triunfar, si los dados le son favorables… ¿Por qué no va a triunfar? ¡Tiene ese hombre tanta suerte!

Y la mirada de Krito, contemplándola, ya entre las grisuras de la luz muriente, deja a Glauka profundamente turbada. Se pregunta si no será mejor ignorar lo que le ocurre a Krito, aunque…

Ellos no lo advierten, pero sobre el palacio del prefecto levanta el vuelo una paloma que emprende rumbo hacia Oriente. Lleva un mensaje cifrado recién escrito por Clea.

18. Adiós a Bashir

El verano derrama sus máximos fuegos y hasta la terraza de la Casa Grande llegan las ráfagas calientes del desierto con los estancados olores del lago Mareotis, transportados por el viento Noto. El rumor del agua cayendo sobre la concha de mármol es un alivio para Ahram y Glauka, que se desayunan a esta hora temprana. Ahram se deleita en la contemplación de Glauka, cuya figura es realzada por una exquisita túnica listada en colores al gusto oriental. La femenina sonrisa evoca la pasada noche, memorable por la sensualidad de los abrazos y, más aún, por las hondas confidencias mutuas, no tan frecuentes como en los primeros tiempos porque ya se han contado largamente sus vidas: más sin reservas ella —piensa Glauka— que a la inversa. Y anoche no ha pedido Ahram, como suele gustarle, detalles de la existencia de las sirenas y particularidades de la mar, sino impresiones de la vida de Glauka entre Uruk y sus compañeros. De alguna manera la noche les llevó a la evocación de la pequeña egipcia asesinada y aún ahora, curiosamente para Glauka, Ahram desea saber por qué guarda ella tan vivo recuerdo de Fakumit.

—Ignoro el motivo pero, sobre todo, recuerdo sus ojos. Todo lo feo y sucio del mundo se disolvía ante ellos, sin poder contaminarlos. Eran inviolables. Percibía la miseria de las aldeas o la crueldad en los zocos asombradamente, pero como a salvo de ellas. Aunque mojasen lágrimas sus mejillas o hubiese amargura en su boca los ojos permanecían luminosos, profundos, inmunes. Siempre serenos entre la dulzura o el asombro y jamás engañosos. Si existe alguna paz segura en el mundo allí estaba, aunque se hablase de penas o alegrías…

Glauka deja perderse sus palabras en el pasado mientras Ahram admira el lenguaje adquirido por esa mujer, a lo largo de estos años, con las enseñanzas de Krito. A otro quizás le inquietaría esa reflexión pero Ahram, seguro de sí mismo, se felicita de unos progresos elogiados ya por visitantes, que le envidian esa compañera. Se dispone a preguntar de nuevo cuando un Soferis desconcertado y pálido irrumpe con una noticia que es una puñalada: Bashir ha muerto.

Ahram se pone en pie de un salto, mientras Glauka inclina la cabeza y siente brotar sus lágrimas.

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—En Tanuris, anoche, en el cuarto de Tenuset que también ha muerto… No, no les han matado, en fin, no sé… Abajo está el cadáver.

¡Han traído a Bashir muerto! Glauka lo oye y reacciona contra su estupor de hielo y fiebre para seguir a Ahram y a Soferis en una carrera escaleras abajo.

Por fortuna no es aún la hora de los clientes y el público. Sólo un corro de servidores curiosos abre paso a Ahram y sus acompañantes, distanciándose respetuosamente. A la sombra de los muros, en unas angarillas cargadas sobre dos asnos yacen los contornos de un cuerpo cubierto con un lienzo. Los dos asneros están sentados en el suelo, mientras otro siervo se alarma al ver el rostro de Ahram, contraído por la cólera y el dolor. Glauka reconoce en él al capataz que hace cinco años la azotó y que ha llegado a ser ayudante inmediato de Amoptis.

Ahram rechaza las disculpas del aterrado portador y se precipita hacia esas andas. Levanta parte del lienzo y contempla inmóvil el amado rostro, ahora con labios amoratados y párpados cerrados en unas cuencas sombrías, pero sin embargo sereno. Se inclina sobre el cadáver y lo abraza; le besa la frente y se siente penetrado por el pútrido y dulzón olor de la muerte, arreciado por el calor y las horas transcurridas. Glauka no ha visto nunca a Ahram tan herido por el dolor.

Y ahora le posee la violencia. Mira al siervo con ojos asesinos, le increpa con palabras como latigazos.

—¡Habla! ¡Qué habéis hecho! ¿Estáis locos todos?

El hombre retrocede como si le golpeasen. Se arrodilla, ofrece unas palabras…

—Yo no sé, señor, no soy nadie, compadécete, por Isis… Hice lo que me mandaron, traerte al señor Bashir y su camella… Me honraron con esa tarea…

Glauka advierte entonces que, efectivamente, atada al tronco de una palmera está Al-Lat.

—¿Honrarte, canalla? ¡Te han mandado a ti porque tienen miedo! ¿Y no vienen tu amo, tu señora, acompañando a mi hermano? ¡Ni siquiera mi hija!

—Tu nieto lloraba mucho, señor. Quería venir, no le dejaron…

Ahram ya ha vuelto la espalda, da órdenes a Soferis, que honren el cadáver, lo adecenten… Su voz ruge y llora a la vez.

—Yo me ocuparé también. —dice Glauka entre lágrimas, tocando suavemente el brazo de Ahram que ordena al siervo:

—Ven tú. Vas a contármelo todo.

Le mete en la primera habitación vacía de palacio, una de espera para el público. Poco a poco, desordenado por el miedo, el relato va surgiendo. Bashir llevaba en la villa varios días y la víspera estuvo bien e incluso dio a Malki otra lección de cabalgar.

Cenó poco, pero ésa era su costumbre. Luego se sentaron al fresco de la noche Tenuset y él, se retiraron juntos, como siempre, ¿quién iba a pensar? Hasta la mañana siguiente, en que entró otra criada creyendo que la vieja estaba sola, nadie supo de su muerte.

—¿Y Tenuset no pidió auxilio cuando le vio mal? ¡Habla!

El hombre le mira con ojos aterrados. Vacila. Por fin:

—Tenuset… También estaba muerta, señor.

Arrancándole las palabras Ahram averigua que la criada encontró a Tenuset sentada en la cama Bashir estaba arrodillado en el suelo, abrazado a la cintura de ella como si hubiese caído sobre el regazo femenino. Su rostro estaba tranquilo, el de Tenuset en cambio, con la boca abierta y ojos dilatados. Ahram conjetura que él murió primero y a ella el dolor le rompió el corazón. Ya no saca más del hombre y se reaviva su cólera:

—¿Y nadie hizo nada? ¿Sólo traerle aquí como un fardo? ¡Mi yerno tan tranquilo, ni siquiera un carro cubierto para mi hermano!… ¡Era Bashir, era Bashir! ¡No era un perro, no era un prefecto ni un sumo sacerdote! ¡Era más: Bashir, Bashir Bashir…!

Despide con la mano al siervo, queda solo unos instantes en la habitación, se borra de un manotazo las irreprimibles lágrimas… La ventana de la estancia se abre al balanceo de las palmas y al azul gris del puerto, punteado de velas blancas y arboladuras, con el palacio real al fondo, pero Ahram no ve nada. Sale de la habitación, cruza un atrio, sube escaleras, le detiene tímidamente un escriba:

—La señora te ruega que aguardes. Está en el gran salón, con el difunto, Osiris acoja su alma.

Pero Ahram no espera y entra en el recinto otras veces engalanado para banquetes. Ahora vacío de galas, está consagrado a las honras a Bashir. El cuerpo desnudo yace sobre el único triclinio dejado allí y Glauka, ayudada por Eulodia, lo lava amorosamente con esponjas. De un pebetero brota el humo perfumado del incienso. Las cortinas echadas cierran el paso al sol. En ese momento ellas ven venir a Ahram y Eulodia sale inclinando la cabeza con respeto. Glauka recibe al Navegante con una mirada y continúa en silencio su labor, más hecha de caricia que de servicio fúnebre. Ahram contempla ese desnudo sobre el que pasan delicadas manos y siente apaciguarse su violencia. «Ella es como esa Fakumit que recordaba —piensa sin darse cuenta—, acepta la vida y la muerte.» Y se dice que él también la acepta y conoce, pero de otra manera.

Vuelve la esclava trayendo un gran lienzo blanco y otros pequeños, así como un pomo de aceite perfumado. Ambas secan amorosamente el cuerpo lavado, lo ungen. Ahram se sorprende de que los gestos de la esclava sean también piadosos, casi acariciantes, y una vez más comprende que las dos mujeres se llevan bien. Al cabo el cuerpo queda envuelto en el sudario. La esclava murmura unas palabras al oído de Glauka, que niega con la cabeza. Eulodia se retira. Ahram se acerca hasta Glauka, de pie ante el cadáver, y pone la mano en su hombro. Ella ciñe la cintura de Ahram.

—Bashir —murmura Ahram, y hay lágrimas en su voz aunque ya no aparezcan en sus ojos.

Luego relata lo sucedido: la muerte repentina y simultánea de Bashir y Tenuset: ¡las dos personas que más quisieron a Glauka en aquellos primeros tiempos de Tanuris!

—Los dos a la vez… —murmura Glauka— ¿No lo harían…? —no se atreve a formular la sospecha.

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