Authors: José Luis Sampedro
Los esclavos iban encerrados en las grandes canastas que, de dos en dos, trasportaban a lomo los camellos. En una de ellas se acurrucaba penosamente la llamada Kilia, brevemente conocida por otro nombre en Bizancio, donde había servido en un burdel. Para su sorpresa aquel penoso viaje, con horas en su incómodo encierro, le devolvía poco a poco una sensación de identidad, de estar viviendo, después de haberla perdido traumáticamente en su isla de Psyra, ante el brutal asesinato de su marido y su hija por unos piratas que, además, se la llevaron en su barco. En aquella playa perdió aquel día la noción de sí misma, sin poder recordar —afortunadamente para ella— ninguna de las vejaciones y sevicias sufridas a bordo. Sólo en un rasgo de lucidez, ya cerca de Bizancio, fue capaz de arrojarse a la mar para ser devorada por un marrajo que, sin embargo, se limitó a nadar en torno suyo, casi jugando, lo que infundió un supersticioso respeto a los piratas y la liberó de nuevos padecimientos hasta que la vendieron en tierra. Pero todavía en el burdel bizantino los acontecimientos pasaban sobre ella como sin tocarla: las enseñanzas del ama adiestrándola en el oficio, las relaciones eróticas o simplemente sociales con las compañeras y su ulterior sometimiento a los clientes, que duraron bien poco porque la compra fue casi inmediata. En el bamboleo penoso de la canasta, reducida la mujer a inmovilidad y pensamiento, iba rumiando aquel penoso pasado reciente y lo iba arrancando de su cuerpo en la más difusa forma de recuerdos, al mismo tiempo que su carne se reconstruía contra la concavidad de mimbre y se constituía poco a poco en tensiones y magulladuras: estos dolores apagaban los otros; se sobreponían a ellos y devolvían a la mujer la conciencia de un cuerpo vivo.
Al fin, una tarde, la mujer percibió que por sus ojos volvía a entrar el mundo: un jardín entre altos muros, un cielo malva con el sol muriente arrebolando nubes, un surtidor… Los muchachitos de la caravana estaban alineados y ella era la última de la fila, un poco apartada; todos bajo la mirada del jefe de la caravana, que aguardaba con ellos.
Entonces apareció Astafernes, el nuevo amo, y cambió unas palabras con el caravanero, que se inclinó profundamente. Era un hombre de mediana estatura, cuya incipiente obesidad no le impedía manifestar energía en sus movimientos. Vestía un largo ropón amarillo sobre calzones persas y calzaba ricas sandalias de piel de leopardo. En vez de tiara llevaba una diadema en torno a los cabellos artificiosamente rizados, lo mismo que la barbita recortada. De la oreja derecha pendía una perla en forma de pera y de su cuello una pátera de oro con esmaltes; los dedos ostentaban anillos. Los labios sensuales y los ojos alerta contrastaban con lo refinado de su atuendo y sugerían más fortaleza interior que la aparentada. Le acompañaban dos muchachitos cuyas cortas vestiduras, maquillados ojos y amanerados gestos delataban la clase de servicios que prestaban a su señor. Una cierta crueldad se traslucía en su satisfecha sonrisa al examinar la fila de recién llegados.
Atajó al jefe de la expedición, que preguntaba si hacía desnudarse a los cautivos:
—No; me gusta adivinar… Con la prisa se pierde lo mejor —añadió, mirando a uno de sus mancebillos, que rió como si la frase tuviera un significado especial para él.
El señor caminó despacio a lo largo de la fila e hizo salir de ella a un atractivo muchacho, cuyas facciones se descompusieron por el miedo, hasta que el amo le hizo una caricia en la barbilla. Cuando llegó a Kilia adivinó inmediatamente sus formas bajo el manto y se volvió acusador hacia el caravanero:
—¿Una mujer? ¿Por qué?
Los dos muchachitos soltaron una risa escandalizada. El interpelado se limitó a arrancar de un tirón el lienzo que, durante todo el viaje, había cubierto celosamente la cabellera femenina. Los cabellos de un rubio indescriptible, entre el cobre y el ámbar, cayeron hasta los hombros, causando en Astafernes una impresión evidente. Miró atentamente los ojos de la mujer:
—¡Falkis! —murmuró— Falkis…
El jefe de la caravana sonrió al comprender que había acertado. La mujer retuvo esa palabra, aunque sólo más tarde supo que era el nombre de otra mujer, rubia y de ojos claros como ella, de la que nunca llegó a saber la historia. A un gesto del amo fue conducida a unas ricas estancias en el harem, para ser atendida por las esclavas. Pero permaneció poco tiempo en el recinto de las mujeres, que Astafernes sólo mantenía por su rango y para obsequiar a sus frecuentes y poderosos invitados. Kilia, desde entonces Falkis, pasó a residir en un apartamento privado, próximo a las habitaciones de su señor y también al recinto del verdadero harem de Astafernes, habitado por los muchachitos que le complacían. Allí convivían todos, vestidos unos de mujer y otros de muchacho según el capricho de su dueño, y allí pudo observar Falkis, puesto que tenía acceso a ambos serrallos, cómo se desarrollaban los mismos amores, las mismas envidias y las mismas intrigas que en el burdel bizantino. Pero Falkis no pertenecía a ninguno de esos dos mundos: vestida constantemente de hombre, acompañaba a Astafernes, incluso en sus conversaciones de negocios o política, y también estaba presente en sus orgías. Porque, como él le dijo pronto, hablándole en griego:
—Te quiero a mi lado, porque eres mi destino. Mi astrólogo me había anunciado tus cabellos y tus ojos hace tiempo. Te esperaba.
Jamás el amo le hizo una insinuación erótica; siempre fue tratada espléndidamente y hasta la consultó más de una vez, como si la considerase un oráculo. Falkis se asomaba así a un mundo para ella insospechado, viniendo de su pequeña isla. Astafernes no era un simple potentado, dedicado a gozar de los medios que le había regalado la vida. Hijo de un armenio y una persa, a la que debía su nombre, había sido educado por el padre en el desprecio a las mujeres —había hecho matar a la madre por adulterio— y también en la ambición política, pues eran descendientes de la dinastía reinante en el país cuando lo conquistó Trajano, y parientes de Tirádates, el aspirante a recobrar el trono de los ocupantes persas. Astafernes le ayudaba a buscar alianzas externas con el propósito oculto de sucederle luego y eso significaba una amplia red de intrigas e intentos de alianzas, enfrentando al emperador Valeriano con el sasánida Shapur y procurando entenderse con las naves piratas de los godos, aparecidas no hacía mucho en el Ponto Euxino y en el Egeo en busca de botín y de nuevas tierras para su expansión a costa de una Roma siempre en dificultades a causa de la anarquía militar.
Falkis, sentada habitualmente a los pies de Astafernes mientras éste negociaba, se daba cuenta de la amplitud de los proyectos a medida que iba comprendiendo mejor la lengua. Aparte de su gran talento para la intriga y de la riqueza de sus posesiones, Astafernes contaba con medios financieros verdaderamente extraordinarios, derivados de poseer las minas de lapislázuli que abastecían a todo el mundo conocido desde las remotas montañas de Sogdiana. Eso suponía enormes ingresos y, además, unos contactos y enlaces con los que, en una futura Armenia independiente, se proponía nada menos que desplazar y atraer hacia los puertos del Ponto Euxino las caravanas que traían la seda y ciertas especies de Oriente por las rutas del sur centradas en Palmira. Astafernes confiaba esos sueños a Falkis mientras acariciaba el cuerpo desnudo de uno de sus muchachitos y la miraba como si la presencia femenina le asegurase que se realizarían o, a veces, melancólicamente, como si reconociese en ella a la otra Falkis de su juventud. En estas ocasiones le hablaba con frecuencia de la Ciudad de la Luna, cuna de su madre y donde él había pasado la infancia, allá en la confluencia del río Kokcha con el Oxus; una ciudad destruida por los nómadas más de una vez y luego reconstruida, porque la proximidad de las minas únicas estimulaba su repoblación. Cerca de allí se extraía el lapislázuli y allí había conocido a la misteriosa Falkis.
Ella, por su parte, no cesaba de asombrarse ante la tranquila seguridad con que Astafernes vivía al margen de las costumbres establecidas, consiguiendo sin embargo el respeto y la aceptación de cuantos le trataban. Kilia le acompañaba cuando se retiraba a su harem de muchachitos, que se desvivían por complacerle. Todos encantadores, todos impúberes, de cuerpos alargados, sonrientes, pero ya con una mirada huidiza y viciosa. ¿Acaso no crecían?, se preguntaba Kilia ante tan persistente juventud; pero una vez vio a Astafernes rechazar con asco al jovencito al que estaba acariciando, reprochándole que empezase a aflorarle el vello púbico: no se volvió a ver al muchacho en el harem. Las mujeres decían que los mandaba matar; Kilia quería creer que simplemente los revendía o los despedía, pues no veía la necesidad del crimen. En ocasiones, él se hacía acompañar a su harem por algunas de las mujeres del recinto femenino, para humillarlas e incluso permitir a algún muchacho que ejercitara su erección en la carne femenina. Kilia, por supuesto, estaba a salvo de tales asaltos y la única vez que, mientras esperaban a Astafernes, uno de los más antiguos quiso propasarse con ella el señor lo castró con sus propias manos y, como lo hiciese defectuosamente, el muchacho murió entre grandes dolores porque la infección le impidió orinar.
De ese modo Kilia, que en la bamboleante canasta del viaje había recobrado la vivencia de su cuerpo, se asomaba a la variedad del mundo y descubría, en contraste con la predeterminada existencia en la isla, las transformadoras posibilidades de la voluntad, pasando a diario desde la alta intriga política y la emoción del riesgo financiero al cosquilleo ventral de las orgías prohibidas, vividas con desafiante exaltación. A veces también se asomaba a los abismos de la crueldad, como cuando hubo de presenciar, con todos los cautivos muchachos y mujeres, el lento desollamiento de la hermosa Shinghia, secuestrada allá lejos, en la Ciudad de la Luna, y cuyo odio a Astafernes la impulsó a tratar de envenenarle.
Instalada en esas esferas poco la herían las envidias, las calumnias y los alfilerazos malignos de mujeres, muchachos y servidores, celosos de su ascendiente sobre el señor. En cambio la enriquecía interiormente el trato con mercaderes y artistas, políticos y sabios, que acudían a comerciar o a intrigar con el potentado. Ese roce humano la iba puliendo y refinando cada día.
Pasadas varias semanas, Astafernes la distinguió hasta el extremo de llevarla consigo de viaje, siempre vestida de muchacho como un paje especial, distinto de los meninos favoritos que le acompañaban. Fue un periplo suntuoso, lleno de comodidades, más apreciadas aún por contraste con la ida en el encierro sobre el camello. La tienda espléndida, la litera cómoda, las viandas y bebidas exquisitas, así como el reposo a las horas de mayor calor, hicieron de la ruta una delicia, con el júbilo final de volver al mar. ¡El mar!: cuando asomó a sus ojos el horizonte azul por encima de una última colina cerca de Trapezus, Kilia comprendió que su verdadera patria estaba junto a las olas. En una playa vivió el único nacimiento que conocía y por eso se explicaba que su alejamiento del mar fuese su mayor privación en el palacio armenio. No se cansaba de pasear a su orilla ni de contemplarlo desde la terraza de la suntuosa villa poseída por Astafernes en las afueras de la ciudad, con su pequeño puertecillo propio. Y sólo por ser hombre de mar le interesó el pirata godo convocado allí por Astafernes para intentar un acuerdo sobre estrategias capaces de sorprender a Roma.
Por su parte, Vesterico quedó más que interesado por Kilia. Sólo con verla se sintió fascinado, porque la vestimenta masculina no engañó ni por un momento ni a sus ojos ni a su codiciosa virilidad. Separándose de su flota, para no llamar la atención, había llegado a Trapezus en un bajel ligero, y Astafernes le recibió en el acto bajo el toldo púrpura de la terraza. Kilia asistió a toda la conversación, que el godo mantenía en un griego bárbaro y gutural, admirando la concepción de una estrategia planeada en dos tiempos. En el primero se aprovecharía una coyuntura desfavorable para el persa y, con la cooperación romana y sin intervención visible de los godos, se arrebataría a Shapur la Armenia Mayor. En el segundo actuarían a fondo los godos como aliados, para independizar de Roma la Armenia antes reconquistada, donde, al principio, Tirádates sería el rey y Astafernes su ministro y virrey, con Vesterico al frente de la armada. Dada la edad de Tirádates, sin embargo, pronto Astafernes lograría la corona y la Armenia independiente ofrecería una segura base a las naves piratas que descendían al Egeo.
Vesterico era un hombre alto y recio, cuya rudeza guerrera incluía cierto atractivo viril. Sus largos cabellos claros caían a los lados de un rostro curtido con una boca felina. Vestía calzones semejantes a los persas y abarcas de correas cruzadas por la pierna hasta la rodilla, protegiendo su torso con una cota de cuero claveteado. En uno de los desnudos y musculosos brazos llevaba una muñequera de cuero, de la que colgaba un amuleto de estaño. Después de mirar a Kilia con insistencia acabó por preguntar quién era.
—Mi talismán —respondió Astafernes—. Puedes hablar tranquilo. Conoce todos mis secretos.
—¿Es brujo?
—¿Por qué lo dices? ¿No te has dado cuenta? Es una mujer.
—Precisamente. Entre nosotros los mejores adivinos para interrogar a los dioses visten de mujer.
—Ella es al contrario: viste de hombre —declaró sonriente Astafernes.
El godo pasó a otro asunto, pero siguió lanzando miradas hacia Kilia. Aquella misma noche, tras un banquete en el que Astafernes desplegó todo su fasto para obsequiar a Vesterico y a sus acompañantes, el godo consiguió hablar a Kilia en un aparte.
—Me hago mañana a la vela y quiero llevarte conmigo.
Ella se dio cuenta de que estaba ebrio, pero también de que bajo su hablar pastoso ardía una voluntad irrefrenable. Se alarmó.
—¿Cómo puedes decir eso? No soy libre y tú eres aliado de Astafernes.
—¿Qué me importa su Armenia? Tienes que ser mía.
Kilia trató de tomarlo como una galantería, pero él concluyó:
—Ya lo verás. En mi próximo viaje te llevaré.
Al día siguiente Kilia informó a Astafernes, que la sorprendió echándose a reír y frotándose las manos satisfecho.
—¡Excelente! Así le tengo más sujeto.
Tras retornar al palacio supo Kilia que los tratos continuaban con el godo mediante correos secretos y mensajes cifrados. Pasado algún tiempo viajó de nuevo a Trapezus con Astafernes y allí vio desde la terraza cinco naves de dos puentes: el godo había llegado la víspera. A diferencia de las adornadas naves griegas, con sus ojos pintados a ambos lados de la proa, eran unos navíos negros, ligeros, con grandes velas arriadas y remeros que, por ser guerreros libres, eran la clave de la velocidad pirata. El corazón le dijo que aquella flotilla era para Kilia y se llenó de congoja ante las flotantes siluetas oscuras, como de peligrosos cetáceos.