Read La vieja sirena Online

Authors: José Luis Sampedro

La vieja sirena (15 page)

BOOK: La vieja sirena
8.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Como aquella tarde, sabor salino en el aire, tensiones de jarcias, paleteo en el casco, susurros, deslizamiento, el vientre verdipúrpura de la vela contra el azul celeste y las blancas nubes redondas. A la esclava le cuesta arrancarse de su profundo bienestar para atender al niño, que reclama constantemente ser entretenido. Se le escapó un momento avanzando sobre la tablazón balanceante donde acabó por caer, estallando en llanto.

—Calla, bonito, calla… Mira la mar, vendrán unos peces muy grandes, muy grandes, que no has visto nunca y saltan mucho fuera del agua.

El anuncio no se cumple inmediatamente pero tampoco transcurre mucho tiempo sin que aparezca una pareja de juguetones delfines adelantándose al barco, dejándolo pasar, sumergiéndose bajo el casco para aparecer al otro costado, saltando en armoniosas curvas de oscuros cuerpos relucientes. El niño palmotea y chilla entre el entusiasmo y el miedo, cuando los ve demasiado cerca. A proa está Tinab atento a los fondos, sobre todo tras la experiencia de la excursión anterior. Llama al grumete metido en el tambucho y, cuando asoma la cabeza, le señala los delfines, gritando algo que la esclava no comprende. Sólo reconoce la palabra «menhit», el delta.

—¿Qué pasa? —pregunta a un Ahram que le parece más alto empuñando el remo.

—Se asombra. En estas costas próximas al delta es raro ver delfines y más aún durante la inundación. No les gustan las aguas con limo; prefieren una mar más limpia.

Irenia lamenta haber hablado antes de delfines. «¡Si yo no los esperaba! —piensa desalentada—. Si yo lo dije sin pensar, para prometer algo al niño y distraerle!… ¿Qué creerá él?… ¡Sagrada Afrodita, impídeme anunciar nada más en toda la tarde!»

Callan todos mientras hablan sólo el mar y el viento y se van acercando a la isla. Fondean a la sombra en una pequeñísima cala de su costa oriental, donde las rocas oscuras dan a las aguas chapoteantes una tonalidad violenta. Con las velas arriadas se han acercado lo bastante para que el marinero salte con un cabo y lo amarre a un peñasco saliente. Tienden una tabla y pasan Ahram y la esclava con el niño; el grumete se dispone a preparar un sedal con anzuelos para aprovechar el rato.

El olor salino de la mar se mezcla en torno a Irenia con el fuerte aroma de las hierbas esparcidas salvajemente por las rocas. Cuesta arriba llegan pronto a media altura, alcanzando un rellano donde un conejo les mira curiosamente, bajo un arbusto, sin ningún temor. Pero no es un arbusto, se fija la esclava:

—¡Un granado! —exclama.

—El árbol de Perséfone, como dice Krito —precisa Ahram, volviéndose hacia ella—. ¿Tú sabes quién era ésa?

—No, señor. ¿Una diosa griega? Hay demasiados dioses.

—¡Sí, hay demasiados!, pero Krito conoce sus historias… Aunque —añade pensativo— yo le descubrí que ésa no era griega sino asiática.

Enfrente, a poca distancia, vuelve a erguirse a pico la roca hasta formar la cima de la isla y en su base advierten una abertura flanqueada por dos pilastras, labradas en la misma peña. Se acercan a esa oscura entrada. El niño, al principio curioso, se agarra ahora con miedo a la túnica de Irenia.

El interior es reducido y la luz que entra por la puerta permite ver una especie de celda con un ara al fondo. Encima, y labrada también en la misma roca, una hornacina alberga una estatua de codo y medio de altura, con senos bien torneados, un paño con pliegues en torno a la cintura, una serpiente enroscada a una pierna, un brazo caído al costado y el otro doblado sosteniendo un ave. «Una paloma», piensa la esclava que, habiéndose quedado a la espalda de Ahram, no puede ver las dos lágrimas brotadas en los ojos del hombre. Pero nota algo en su repentina inmovilidad y respeta su silencio. Sí, algo le ocurre porque, para vivo asombro de ella, Ahram murmura suavemente un nombre, se inclina reverente y levanta los brazos en adoración.

Malki tironea de ella y, en el acto, Irenia lo saca de la cueva. Desde fuera observa a Ahram inmóvil todavía unos momentos. Baja los brazos. ¿Se toca la cara con la mano derecha? Sale de espaldas, se vuelve hacia Irenia sin pronunciar palabra e inicia el retorno cuesta abajo.

Tratando de que el niño no resbale cuando intenta cazar alguna de las abundantes mariposas, Irenia sigue a Ahram, que un par de veces parece a punto de volverse hacia ella para decir algo. Llegan hasta la cala y vuelven a embarcar, pero Ahram no da ninguna orden y todos esperan. El niño ha visto sobre cubierta un par de pececillos pescados por el grumete y que todavía colean. La esclava no puede impedir que Malki juegue con ellos; los tres hombres se burlarían si conocieran su acongojada piedad ante los peces moribundos.

Por fin Ahram dirige un gesto al grumete para que saque el sedal y al izarlo aparece otro pez prendido en un anzuelo. Como el mozo no acierta a desengancharlos, Ahram desenvaina impulsivamente su daga y arranca con su punta la presa. Suelta el arma para mostrar el pez al niño, a quien le basta ese momento para coger el puñal y, con caprichoso gesto, tirarlo al agua. La cólera arrebata a Ahram, que se inclina sobre la borda a tiempo de ver oscurecerse, hasta desaparecer, el blanco centelleo del acero. Vuelve hacia el niño un rostro desencajado, levanta la mano y la esclava, sin pensarlo un instante, grita:

—¡No le pegue! ¡Ahora la traigo!

Lo dice ya por encima de la borda para caer al agua. Aún oye el grito de Ahram prohibiéndoselo, antes de que las ondas se cierren sobre su cabeza.

La cólera de Ahram se desvía contra la imprudencia de esa insensata, mientras Malki, divertido, se asoma a la borda, donde lo retiene a tiempo el grumete. Con el chiquillo de la mano se acerca con Tinab a Ahram y escrutan los tres las aguas, esperando en vano la aparición de la mujer. El otro marinero inicia, inquieto, un ademán, pero Ahram se le anticipa, se despoja de la camisa y se tira a su vez al agua. Le ven hundirse y los dos hombres se miran uno a otro. El niño llora, asustado. Ellos empiezan a temer lo irreparable: la mujer ha debido de darse un golpe, pues lleva sin emerger demasiado tiempo. Ahram es el que reaparece sofocado para tomar aliento y vuelve a hundirse; ya parece imposible que la mujer esté viva… En ese instante oyen su voz tras ellos y corren a la banda opuesta: Irenia nada junto al falucho con la daga en la mano. Tinab la ayuda a subir y el grumete corre a avisar a Ahram, que nadaba desconcertado y que, por un cabo pendiente, trepa a tiempo de ver aparecer a la esclava, que le entrega el arma. Pero Ahram la deja caer y, antes de recogerla, descarga un bofetón en la cara de la mujer, con un coraje que le hace ininteligible:

—¡Estúpida! ¿Estás loca?… ¡No se puede resistir tanto tiempo! ¡Ni mis perleros del mar Eritreo! ¡Has podido ahogarte! ¡Eres imposible, como todas las mujeres!

Se calla de pronto porque la esclava ha cogido la mano que la golpeó y la besa pidiendo perdón.

Ahram se reprime, la conduce a sentarse, manda al grumete que siga con el niño para que la túnica de Irenia no le moje y entre él y Tinab izan la vela, retiran la pasarela y largan la amarra. Ahram empuña el timón.

—Estás tiritando —le dice a la mujer—. Baja al tambucho.

—¡No! —niega ella con una energía que la sorprende—. Al sol me secaré antes.

Ahora les coge un viento largo a popa y el viaje se hace más corto. Nadie habla, pero los tres tripulantes miran constantemente a la mujer, excitados por el asombro y, cada vez más, por las líneas de ese cuerpo tan descaradamente moldeado bajo la túnica mojada. Ella teme que el amo la mire igual, aunque no se atreve a levantar la vista para comprobarlo. El niño, al cuidado ahora de Tinab, permanece callado; al fin Irenia, ya bastante secada por el sol y el viento, lo vuelve a colocar a su lado. El patrón, al entregárselo, aprovecha para rozar innecesariamente la cadera femenina, ella no dice nada. Ahram —¿ha visto algo?— da una orden en un lenguaje que Irenia no conoce. El hombre mira asombrado al armador, luego sonríe, llama al grumete y los dos desaparecen, uno tras otro, por la escotilla abajo.

La esclava, ahora sí, mira a Ahram, siempre al timón, bien plantadas las piernas, respirando hondamente el desnudo y poderoso pecho en el que destaca ahora un disco liso de oro colgado del cuello. El falucho parece navegar solo. El niño se adormila apoyada su cabeza en las piernas de la esclava. El tiempo no pasa, se mete en el pecho de esas dos personas, cada una a solas, cada una a la vez con la otra, envueltas en mar, en cielo, en viento.

No tardan en reaparecer ambos tripulantes asegurándose los cinturones, con una sonrisa cómplice que disimulan ante la expresión ceñuda de Ahram. La vida cotidiana se restaura. La línea de tierra va agrandándose, perfilándose, el sol a popa se va poniendo y la mar es toda violeta, con la calma del ocaso. El viento afloja, pero al fin arriban, contornean el promontorio, se adentran en la cala frente a Tanuris, alcanzan el fondeadero, echan el ancla. Ahram y la esclava con el niño dormido retornan al embarcadero en el esquife, remando ahora el grumete.

A mitad del camino hacia la casa, Ahram vuelve por fin a hablar, deteniéndose para mirar a Irenia:

—Yo no adoro a ninguna estatua. En la isla lo hice por la cueva: en otra igual viví hace tiempo.

Parece dispuesto a decir algo más, pero se reprime y reemprende la marcha, camino arriba, seguido por la asombrada esclava, que lleva al dormido Malki en sus brazos.

Estoy loca, todo perdido, ¡ayer empezó perfecto con la sorpresa!, ¡pícaro de Bashir dejándome pasar sin advertirme!, y él en la terraza, no supe ni saludarle, me creería tonta, ¡ay, se acordaba de mi nombre!, después de veinticuatro días, siendo tan importante, el nombre de la última esclava, y ahora lo perdí todo, se acabó la esperanza, ¿qué esperanza?, la he perdido, se acabó Egipto lleno de vida, por hablar demasiado, por lanzarme, siempre me pasa igual, acabo estrellándome, ¿para qué avanzar entonces?, pero si no se avanza ¿qué nos queda?, la vida no es sentarse y olvidar, la vida es hacia delante, ahora yo tengo la culpa, ¿por qué anuncié la calma de hoy?, volverá a desconfiar, temerá mi magia, ¡como si yo la tuviera!, hablé sin pensar, como siempre que se trata de la mar, en Psyra era lo mismo, me preguntaban por dónde habría más peces, se me escapa, debo aprender a callarme, como si mi boca tuviera mente propia, y luego los delfines, yo no los anuncié, lo inventé para distraer al niño de su llanto, por eso me arrojé después al agua, salvar la daga para que me apreciara, sé lo que es esa arma para ellos, aunque de verdad ni lo pensé, ¡qué gozo servirle!, ¡y cuánto me alegró la bofetada!, porque estaba enfadado, claro, pero también se había asustado, qué hermoso su miedo por mi vida, ¿cuánto tiempo estuve sumergida?, ¡si supiera qué bello era el fondo!, ¡tan dulce moverme en el agua!, ¡tan sensitivas las anémonas!, poquísimo tiempo hasta faltarme el aire, también yo me ahogo, ¿ves cómo no tengo magia?, se asustó y se tiró a sacarme, ¡él!, se tiró él mismo, ¡por una esclava!, ¿se acordaría de sus pescadores?, ¡hasta las perlas de Arabia son suyas!, y se arrojó al mar por una esclava, ¡qué ilusiones me hago!, claro que pensó en mi magia, por eso le valgo, por eso se tiró a sacarme, pero ahora recela, tan callado a la vuelta, ni una palabra, debí obedecerle, ir bajo cubierta cuando me lo mandó, fue más fuerte que yo, recordé la sentina de los piratas, aquella paja hedionda y el agua podrida, las humillaciones y el hambre, odio ese vientre-prisión de los navíos, los coraleros fueron otra cosa, yo era uno más con ellos, me negué y en seguida me di cuenta, me arrebolé de vergüenza, mi cuerpo revelado por la tela mojada, seguro que miraba mis pechos, peor que desnudos, los pezones erectos por el frío, transparentados, no violáceos pero tampoco rosas, pero ¿por qué vergüenza?, una esclava no tiene vergüenza, y menos pasada por un harem, forzada por los piratas, usada en el burdel bizantino, es una cosa, como ahora, mi cuerpo es su propiedad, puede gozarme, venderme, darme a un perro, pero todos mirándome, los marineros, ¡si ya ni soy joven!, excitados además por mi valor al zambullirme, me hizo más deseable, le hice pasar vergüenza, soportar la lujuria de los otros, ver codiciado lo que es suyo, y exhibido, ¡yo no tuve la culpa!, y el patrón que vino a devolverme el niño cuando ya estaba seca, ¡cómo se aprovechó!, ¡y cómo se enfadó entonces Ahram!, le gritó la orden, los mandó bajo cubierta, ¡ale, a desahogarse!, ¡ni disimularon! Tinab empujando por la cintura al grumete, acariciándose el vientre jactancioso mientras bajaba tras él por la escotilla, seguro en erección, me recordó a los coraleros, no podría más, a bordo siempre acababan en eso, ¿el muchacho le presentaría el culo a cuatro patas o boca arriba?, aguanta, chico, que pronto serás tú quien empope a otro grumete, «empopar» lo llaman ellos, ¿y Ahram no se habrá sentido macho también?, si yo le hubiese mirado lo sabría, no hace falta fijarse en los calzones, me basta verles los ojos, pero no me atreví, pensaba en mis pechos, en mi pubis transparentándose, los únicos rizos que me dejaron, sentada y juntando los muslos ya no sería tanto, ¡qué vergüenza!, claro que se sentiría macho, aunque mis pechos sean sólo los de una esclava, suyos cuando quiera… si es que quiere, le interesa más su política que las mujeres, pero se sumergió para salvarme, por eso se enfadó, por no lograrlo, porque yo emergiese al otro costado, ¡y yo triunfante con la daga!, si me hubiese sacado en brazos, medio ahogada, él hubiera sido el héroe ante sus hombres, le hice parecer inútil, le he afrentado, lo he destrozado todo, por eso su silencio, ¡qué retorno sobre ascuas!, todo violencia en el Jemsu aunque navegando sereno, todo salvo el niño dormido, hasta los delfines desaparecieron, se quedaron en la isla, ¿serán de la diosa esa?, ¿cómo la llamó?, ¿y eso de que vivió hace tiempo con ella?, no puedo comprenderlo, pero fue hermoso confesármelo, hasta me daría esperanza si no le viera tan indignado, ¿fue eso lo que intentó decirme cuando volvíamos al barco?, ¿ha querido darme una explicación?, ¡no te hagas ilusiones!, su diosa, ¿cuál será?, dice Bashir que no es religioso, pero es supersticioso, entonces le preocupa mi magia, pero al menos tiene una diosa, preguntaré a Bashir, ¡cuidado!, a ver si lo estropeo más, sus palabras han sido para que me calle, para que no diga que adoraba, y Bashir le contaría mi curiosidad, pero no es curiosidad, es conocerle más, ese hombre, ¿qué edad tendrá ahora?, por las historias de Bashir tiene años, pero no los parece, ¿qué me importa?, ya todo es inútil, ¡y yo que confiaba en Egipto!, aquí todo es posible, pensé, ¡ilusiones!, ¿es posible tener todavía ilusiones?, ¡si me apagué con Domicia!, si hasta el niño se aleja, esta mañana Amoptis con el sacerdote, el de la Casa de la Vida, lo trajo de Canope para ver a Malki, para preparar la ceremonia, me lo quitarán, todo es inútil, ojalá me dejen aquí cuando se vayan a Alejandría, vegetaré con Bashir y Tenuset, siempre que avanzo me estrello, vivir es avanzar y estrellarse, ahora ya ¿para qué?, me embarqué para un paseo y ha sido un terremoto, mi vida enturbiada, confusa, como la mar cuando volvíamos, la inundación rebosa por la boca canópica, el limo llega hasta aquí tiñendo la mar, lo único claro el barro, los arrastres, el final…

BOOK: La vieja sirena
8.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

All Saints by K.D. Miller
Komarr by Lois McMaster Bujold
In Sheep's Clothing by Rett MacPherson
All Is Bright by Sarah Pekkanen
Skin on Skin by Jami Alden, Valerie Martinez, Sunny
Angels Burning by Tawni O'Dell
Obsidian Faith by Bev Elle


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024