Authors: José Luis Sampedro
Le tocó recibir en la antecámara a Vesterico y sus dos acompañantes. Mientras la seguía hasta el armenio, el godo retuvo su mano antes de abrirse la puerta y pronunció a su oído, con energía:
—Esta vez te llevaré.
Los dos piratas acompañantes sonrieron. Kilia comprendió que tenían ya un plan trazado y empezó a pensar cómo burlarlo, pero cortó sus pensamientos al oír a Astafernes que, apenas sentado el visitante y tras la bienvenida de rigor, se expresó así:
—Deseas mi talismán, ¿verdad?
El godo se levantó y afianzando sus pies en el suelo soltó un desafiante:
—Sí. Y lo tendré.
El armenio sonrió y respondió tranquilamente:
—Siéntate, siéntate y hablemos de lo nuestro. Todo es negociable.
¿Cómo se compaginaba esa actitud con su clara predilección por ella? Kilia se lo estuvo preguntando durante toda la entrevista mientras oía hablar de armas, de navíos, de otros jefes godos dispuestos a sumarse a la acción, de tribus levantiscas en Tracia y Mesia capaces de crear problemas secundarios a Roma y de la situación en Persia. Algunos momentos se ausentaba de la sala pero, si tardaba en volver, la inconfundible campanilla de plata de Astafernes sonaba requiriéndola con insistencia. Sólo después de retirarse los godos pudo el Astafernes de siempre tranquilizarla. ¿Cómo había podido ella imaginar que iba a cederla a nadie, si era su estrella y su destino? Procuraba tan sólo asegurarse los servicios de Vesterico mientras incitaba a otro caudillo godo más cuerdo —uno de los dos acompañantes en la entrevista— a matar y sustituir en el mando a su jefe, cosa que ya estaba inicialmente planeada.
El banquete nocturno fue animado, con más invitados, bailarinas y músicos. Los godos no apreciaban a los muchachitos y, en cambio, se lanzaron ellos mismos a unas danzas guerreras, que acabaron apoderándose de las mujeres para empezar la orgía. Kilia entonces pidió permiso para retirarse y, pese a la tranquilidad de Astafernes, se acostó inquieta. Un pesado y extraño sueño la invadió de pronto y tuvo una pesadilla, soñando que volaba. Se despertó efectivamente en el aire, en brazos del godo, que la había levantado de la cama. Se revolvió tan súbitamente que sorprendió al raptor y pudo zafarse, huyendo hacia la cámara de Astafernes por el corredor alumbrado con velones, seguida de cerca por el godo, menos ágil.
Cerca de la puerta de la cámara sus gritos de auxilio alertaron al adormilado guardia y al propio Astafernes, que apareció en la puerta espada en mano. Kilia se deslizó bajo el brazo armado y entró en la alcoba. El godo, sin mediar palabra, desenvainó del cinto su inseparable daga y la lanzó contra Astafernes, enfrentándose luego con el guardia, al que asió del cuello para impedirle gritar.
Kilia oyó un gemido estrangulado y el tintineo de un acero al caer sobre las losas de mármol. Vio a Astafernes de pie, vuelto hacia ella, mirándola con incrédulo asombro. Se mantuvo erguido un instante, inmóvil, más alto y poderoso que nunca, pero vacilando levemente como una torre en un temblor de tierra. El pomo de la bárbara daga sobresalía de su pecho sin que su túnica de noche enrojeciera.
Sus ojos, que se iban velando, le dijeron a Kilia mil palabras inolvidables. La boca sólo pudo pronunciar, tristemente, como disculpándose:
—Se me adelantó…
Entonces sí, la sangre. Torrencialmente brotó de su boca, ahogando su palabra, llevándose su vida, acabando con todo lo que fue: grandeza y depravación.
Chocó en el suelo sordamente el cuerpo del guardia estrangulado. El godo pasó sobre el cadáver, se apoderó de Kilia pese a su llorosa resistencia, tapó su boca para impedir el grito y se unió a sus compañeros ya dispuestos. Antes de que la guardia pudiera reaccionar, se abrieron paso hasta las naves y levaron anclas.
Fue otro golpe de timón en el destino de Kilia aunque a su raptor no se le ocurrió darle otro nombre. En vez de contemplar entre montañas la lejana cima del Ararat, pasó a vivir el mar como no lo había vivido antes. Nada de playa: el mar y sólo el mar alrededor. Las lunas y las auroras, las brisas y los huracanes, las tibiezas del Egeo y los fríos del Ponto, la tablazón, los cordajes, el velamen, el ritmo de las paladas remeras… Era lo único que la confortaba en medio del dolorido recuerdo de un Astafernes a quien nunca llegó a amar pero que, al menos, no la sometía, como el godo, a abrazos violentos y rápidos, ejecutados brutalmente, sin el menor interés por el cuerpo que penetraban. Hasta en sus pocas semanas de servicio en el burdel los clientes de aquel establecimiento de categoría se comportaban con aparentes sentimientos de consideración. Vesterico sólo mostraba su interés en disponer que estuviese atendida lo mejor posible a bordo y en atajar ferozmente, incluso apuñalando cierto día a un timonel, cualquier gesto de deseo hacia Kilia. Ésta se preguntaba qué clase de pasión era esa que seguramente hubiera podido satisfacerse con cualquier otra mujer apetecible. ¿Qué había visto en ella? ¿Quizás el haber arrebatado su talismán al famoso Astafernes, cuyo nombre era símbolo de poder para los piratas? El caso es que cuando, pasiva y sin respuesta ninguna de su cuerpo, Kilia soportaba en el lecho las embestidas de su gozador, el odio se le subía a la garganta.
Aunque, por otra parte, viéndole mandar sobre cubierta, especialmente en el mal tiempo de aquel duro invierno, el hombre le producía indeseada admiración. Bajo unos vendavales que obligaban a arriar las velas, entre un oleaje que hacía entrechocar los remos y golpeaba a los remeros, sobre un mar desatado que sacudía la nave y cuando tres hombres no podían con el largo remo timón para mantenerse de popa a las olas, Vesterico permanecía impávido como un dios de las tormentas y conseguía infundir confianza a todos. Y, aunque Kilia no había podido verle en los abordajes a las naves que encontraban, porque la aseguraban encerrada en la cámara, bien se imaginaba la violencia cuando con sangre propia y ajena en sus arreos, venía a descargar sobre ella su ardor de macho, para completar así los placeres del bárbaro desenfreno.
También era admirable su desprecio por quienes cada vez se mostraban más claramente sus enemigos. La muerte de Astafernes había disgustado a la generalidad de los piratas, porque era un aliado indispensable para disponer en el Ponto de bases seguras, más cercanas a los ricos emporios romanos que las del Danubio. Que esa muerte se debiera al capricho por una mujer agravaba, además, la saña contra el jefe, porque las hembras no eran para los piratas más que objetos de placer carnal cuando eran jóvenes, y de comodidad doméstica, en sus lejanas aldeas de origen, cuando se convertían en madres de familia.
El aspirante a sucesor de Vesterico, al ver además frustrados sus planes con Astafernes, se erigió en jefe secreto de una rebelión, que al estallar cierto día le permitió hacerse con el mando de todas las naves, salvo la de Vesterico. Desde entonces éste estuvo navegando solitario por el Helesponto y el mar Tracio, demasiado débil para atreverse más al sur y amenazado además por la previsible sublevación a bordo de su propio barco. El respeto que inspiraba su coraje les retenía pero al fin, una noche, Vesterico despertó a Kilia cuando el navío bordeaba las costas de Misia.
—No podré defenderte mucho tiempo. Te culpan de todo y no quiero que te maten. Te voy a bajar a un bote donde encontrarás lo necesario para algún tiempo. Desátalo y rema hacia la costa. ¿La ves? Está muy próxima. Distingo incluso una luz allí; los pastores o campesinos te ayudarán: toma.
Puso en manos de la mujer una bolsa con monedas, exhalando por toda despedida un rugido de rabia animal. Kilia obedeció, empuñó los remos y, en un mar tranquilo, llegó hasta la orilla, guiada por la luz de una hoguera ardiendo cerca de la playa. Pero, extrañamente, nadie se calentaba en ella. Ardía solitaria en la arena como si un dios favorable hubiese encendido el fuego para ella.
Sólo ante el mar siente la esclava apaciguarse su desazón. En la casa la exaspera el calor, las impertinencias de la señora con sus jaquecas —eludidas por el esposo, que multiplica sus ausencias alejandrinas—, las horas alargadas en estos días estivales, cuando ha de ajustarse el goteo de la clepsidra para que sigan siendo doce justas desde el alba al ocaso. En el jardín le pesa el cielo plomizo, la pestilencia del aire estancado, el acoso de los mosquitos y los mugidos, relinchos o cacareos de los animales, respondiendo inquietos a la hinchazón de las aguas, pues la riada ya colma incluso la boca occidental del Nilo. En el canal las barcas de los excursionistas a Canope más bien parecen arrastrarse, porque el cauce lleva casi más limo que líquido y semeja un camino donde emergen raíces, ramajes y tallos de papiro arrancados tal vez de las lejanas riberas de la Nubia. Hasta el pequeño Malki acusa tanto agobio, recayendo en sus anteriores intemperancias, como si adivinara la comezón secreta de la esclava y quisiera aprovecharse para imponerle sus caprichos. Y en la sofocante noche, acostada en su yacija junto a la de Yazila, el perforante ritmo de los grillos y la machacona insistencia de las ranas acribillan la frente insomne de la esclava, que vuelve y revuelve su cuerpo desnudo sobre el jergón pegajoso, envidiando el sueño de la muchacha a su lado… «¿Por qué no caigo rendida yo también? —se pregunta—, ¿qué me ocurre?… ¡Cuándo nos iremos a Alejandría, a otro lugar, a donde sea…!» Menos mal que la luna, cernida por la celosía, esparce piadosa su plata sobre el suelo como un puñado de monedas: para Irenia un consuelo porque siempre se sintió más criatura de la luna que del sol.
Sólo ante el mar se calma; la playa matutina es su refugio. Se entrega al arrullo de las espumas quebrándose en la orilla, a la quieta infinitud azul y verde, al horizonte blanquecino, a la contemplación de Yazila y Malki, dos gráciles terracotas jugando con la hipopótama de madera en un templo de arena. Se instala en un presente inmóvil, se adormila a la sombra de una palmera, se despierta con la risa del niño que, plantado frente a ella con las piernecitas abiertas, en actitud ya de hombre, acaricia el amuleto colgado del cordón de su cintura. Yazila llama a Malki para seguir el juego y golpea la arena con talón impaciente, delatando así su deseo de volver a mandar en el niño como antes. Y la esclava sonríe pensando que Malki es suyo, que entonces toda su desazón es desdeñable…
Crujidos en la arena, a su espalda, aumentan su goce al reconocer los pasos sincopados de Bashir, a quien nunca gustó el mar pero que ahora, para general extrañeza, baja con frecuencia a la caleta después de haber presentado sus informes a la señora; haciéndola sonreír cuando trae alguna carta de Dama Pompilia, que provoca la inmediata llamada al escriba para oírle leer las últimas noticias de la ciudad. Todavía suele charlar Bashir un momento con Tenuset mientras se sienta a tomar frugal almuerzo y, al fin, se levanta.
—¿Otra vez a la playa? ¿Estás enamorado de Irenia, a tus años, viejo pellejo? —bromea cariñosamente Tenuset— ¡A vigilaros tendría yo que bajar, si me llevaran mis pobres piernas!
Bashir frunce los labios como un perro gruñón: es su manera de sonreír, aunque sólo consigue mostrar una mella entre sus dientes. Los ojos son los que brillan risueños, y continúan alegres cuando se sienta en la playa junto a Irenia, que le interroga ávidamente acerca de Alejandría, para adaptarse mejor cuando llegue el día del traslado.
—¿La Casa de Ahram? —explica Bashir—. Grande, mayor que el palacio del prefecto, situado enfrente, al otro lado del Gran Puerto. Esta villa es una cabaña, comparada con aquello. Ocupa buena parte de la isla de Faros. ¡Ya verás qué hormiguero, en el ala de las oficinas! Gente que entra y que sale, comerciantes, pilotos, agentes, mensajeros, clientes, pretendientes… Claro que al parque no les dejan pasar. Y mucho menos al promontorio de la torre, que es donde vive Ahram.
—Tú sí que podrás pasar.
—¡Claro! —se ufana Bashir—. Yo soy antes que ninguno.
—¿Conoces a Ahram desde hace mucho?
—¡Uf, ni se pueden contar los años!… Desde el día en que recibí esto en vez de llevárselo él.
Muestra la larga cicatriz que blanquea bajo el vello en su moreno antebrazo izquierdo. Se aviva la curiosidad de Irenia, pero Bashir calla bruscamente y ella toca otro tema.
—¿Y el gineceo de las mujeres?
—En el ala norte, entre los almacenes y la residencia oficial.
—¿No vive con ellas?
—Vive en su torre, ya te lo he dicho. Allí le sirve Ushait, hermana de Tenuset, algo más joven. Claro que a veces Ahram va a su gineceo.
—O se lleva alguna mujer a la torre… —provoca Irenia.
—¿Allí? Nunca. Jamás se ha visto… Las mujeres son aparte.
La tajante respuesta deja el rastro de un silencio.
—Hace dos decenas que no viene —murmura Irenia—. Desde el quinto día de la primera de Toth.
—Salió poco después de viaje; pero ya vuelve pronto.
—¿Se marchó lejos?
—No creo. Soferis lo sabrá, su secretario… Ahram tiene asuntos por el mundo entero. Se mueve mucho… —y añade, pensativo—. Lo tiene todo, pero sigue adelante.
—¿Para qué?
—¿Quién lo sabe?… Quizás los dioses.
No le asombra a ella la respuesta, sino sentirse mirada de un modo extraño. «¿Por qué?», piensa la esclava.
—Bueno —añade Bashir en tono ligero, como para borrar toda sombra de misterio—, quiere cambiar las cosas… A veces, cuando está fuera, llegan mensajeros extraños. Ayer apareció uno de los más raros. Delgadísimo, con ojos como brasas, vistiendo sólo un lienzo y unas sandalias, un redondel violeta pintado en su frente. Apenas comió nada, sólo verduras. Duerme en el suelo y no lleva armas. ¿Tú comprendes eso, un hombre sin armas? Le entregó unos papeles a Soferis; los llevaba en una bolsa.
—¿Papeles? ¿Qué son?
—Las hojas donde escriben esas gentes. No es pergamino; se parece al papiro. Según el filósofo ese hombre venía de la India, ¡quién sabe dónde estará eso!
—¿Qué filósofo?
—Krito, ya te hablé de él. El que vive en el recinto, pero fuera de la casa, y que a veces se viste de mujer. ¡Incluso lleva un cinturón dorado, como una cortesana! Y así tiene el valor de cruzar la ciudad hacia los peores sitios de Rhakotis, el barrio de mal vivir… No le pasa nada porque toda Alejandría sabe que le protege Ahram, ¿tú te lo explicas?… Sí, le protege; le trajo a vivir a la casa hace… desde que nació tu señora, Sinuit. Dice Ahram que Krito le salvó la vida: ¡bah, fue sin luchar, no se llevó ninguna herida!