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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La Torre Prohibida (17 page)

—Pero esa época ha pasado, Elli, y casi todas esas enormes matrices-armas, ilegales, resultaron destruidas en las Épocas de Caos, o en tiempos de Varzil el Bueno. ¿De verdad crees que porque curé a cuatro hombres con los pies congelados y les devolví la capacidad de usar sus miembros soy capaz de mandar una forma de fuego a consumir el bosque, o de construir una cosa, una imagen de las cavernas para que destruya las cosechas?

—No, no, por supuesto que no. —Ella se incorporó, y le tendió los brazos—. Vuelve a acostarte, descansa, querido, estás tan cansado...

Él dejó que le ayudara a desnudarse y se tendió junto a ella, pero prosiguió, mirando obstinadamente la oscuridad:

—Elli, hay algo muy equivocado en la manera en que utilizamos a los telépatas aquí en Darkover. O deben vivir toda su vida aislados dentro de una Torre, de una forma inhumana... tú sabes que casi me destruyó que me despidieran de Arilinn... o si no deben abandonar casi todo lo que aprendieron. Como Calista... que Evanda tenga piedad de ella. —Con una parte de su conciencia aún en contacto con Andrew miró a Calista, que todavía conservaba en el rostro algunos rastros de lágrimas—. Ella ha tenido que abandonar todo lo que aprendió, todo lo que ha hecho. Tiene miedo de hacer cualquier otra cosa. ¡Tiene que haber una manera, Elli, tiene que haber una manera!

—Damon, Damon —le dijo ella, atrayéndolo hacia sí—, siempre ha sido así. Los que reciben entrenamiento de Torre son más sabios que nosotros... ¡seguramente saben de lo que hablan cuando ordenan que las cosas sean como son!

—No estoy tan seguro.

—En todo caso, no hay nada que podamos hacer ahora, querido. Ahora debes descansar y tranquilizarte, pues si no la molestarás —dijo, tomando la mano de Damon y apoyándosela contra el vientre. Damon, que sabía que lo estaba distrayendo deliberadamente, pero dispuesto a seguir con ello —después de todo, Ellemir tenía razón—, sonrió y empezó a percibir las emanaciones informes y casuales —que todavía no eran pensamientos— de la criatura.

—¿
La
molestaré, dijiste?

Ellemir se rió suavemente, con deleite.

—No estoy muy segura de cómo lo sé, pero estoy segura. ¿Una pequeña Calista, tal vez?

Damon pensó:
Espero que su vida sea más feliz. No me gustaría ver la mano de Arilinn cayendo sobre una hija mía...

Entonces, súbitamente, se estremeció, viendo en un destello de precognición a una esbelta mujer pelirroja, ataviada con los ropajes de color carmesí de una Celadora de Arilinn... Ella se los rasgó desde el cuello hasta el tobillo, se los quitó, los dejó a un lado... Damon parpadeó. Ya no estaba. ¿Precognición? ¿O era una dramatización, una alucinación nacida de su propia inquietud? Tomando en brazos a su mujer y a su hija, trató de dejar todo de lado por el momento.

7

Los hombres congelados se recuperaban, pero con tantos hombres incapacitados, gran parte del trabajo físico recayó sobre Andrew, y hasta Damon tuvo que echarle una mano ocasionalmente. El clima se había moderado, pero
Dom
Esteban dijo que se trataba tan sólo de un intervalo antes de que las verdaderas tormentas invernales llegaran desde los Hellers, cubriendo las laderas de nieve durante meses.

Damon se había ofrecido para cabalgar con Andrew hasta Serráis para traer algunos hombres que podrían trabajar en Armida durante el invierno y ayudar con las cosechas de principios de primavera. El viaje duraría más de diez días. Esa mañana, estaban haciendo planes en el Gran Salón de Armida. La náusea matinal de Ellemir había desaparecido y, como siempre, ella se encontraba en la cocina, supervisando el trabajo de las mujeres. Calista estaba sentada junto a su padre cuando de repente se puso de pie con aspecto inquieto.

—¡Oh... Elli, Elli, oh no! —dijo.

Pero incluso antes de que ella pudiera moverse, Damon empujó su silla y corrió hacia las cocinas. En ese momento se escucharon en otras habitaciones gritos de pesar.

Dom
Esteban gruñó.

—¿Qué pasa con esas mujeres? —exclamó, pero nadie le escuchó.

Calista había corrido hacia las cocinas. Al cabo de un momento, Damon regresó apresuradamente e indicó a Andrew que fuera con él.

—Ellemir se ha desmayado. No quiero que ningún extraño la toque ahora. ¿Puedes cargarla?

Ellemir yacía en el piso de la cocina, rodeada de una multitud de mujeres alarmadas. Damon les ordenó que se marcharan, y Andrew alzó a Ellemir. Su palidez era aterradora, pero Andrew no sabía nada de mujeres embarazadas, y pensó que un desmayo no era tan alarmante.

—Llévala a su cuarto, Andrew. Yo iré a buscar a Ferrika.

Cuando Andrew tendió a Ellemir en su cama, Damon ya estaba allí con la mujer. Sus manos se cerraron sobre las de Ellemir mientras establecía contacto telepático con ella, buscando el leve e informe contacto con la criatura. Mientras sentía en su propio cuerpo los dolorosos espasmos que recorrían el cuerpo de Ellemir, supo, con angustia, lo qué estaba ocurriendo.

—¿No puedes hacer nada? —imploró.

—Haré todo lo que pueda, Lord Damon —dijo suavemente Ferrika, pero por encima de su cabeza los ojos de Damon se cruzaron con los de Calista, que estaban llenos de lágrimas.

—Ellemir no corre peligro, Damon —le dijo Calista—. Pero es demasiado tarde para la criatura.

Ellemir se aferró a las manos de Damon.

—No me dejes —rogó.

—No. amor —murmuró él—. Nunca. Me quedaré contigo.

Era la costumbre: ningún telépata del Comyn de los Dominios dejaba sola a su esposa durante un parto, ni evitaba compartir con ella el momento de dolor. Conteniendo su propia angustia, Damon se arrodilló junto a ella, abrazándola, acunándola.

Andrew había regresado con
Dom
Esteban, sin nada que decirle salvo que Damon se encontraba con Ellemir, y también Calista, y que había buscado a Ferrika. Sintió que una sombra planeaba sobre la casa durante todo el día. Hasta las criadas se apiñaban, asustadas. Andrew deseaba establecer contacto con Damon, darle fuerza, seguridad, pero ¿qué podía decir o hacer? En un momento dado, al mirar hacia la escalera, vio a Dezi que se acercaba preguntándole:

—¿Cómo está Ellemir?

El resentimiento de Andrew hacia el joven estalló.

—¡Como si te importara lo más mínimo! —le espetó.

—No le deseo ningún daño a Elli —dijo Dezi, en voz baja—. Es la única que ha sido amable conmigo aquí.

Después le volvió la espalda y se alejó, y Andrew tuvo la extraña sensación de que también Dezi estaba al borde del llanto.

Damon y Ellemir eran tan felices con su bebé... ¡y ahora esto! Andrew se preguntó en vano si su propia mala suerte no sería contagiosa, si los problemas de su propio matrimonio no habrían afectado de alguna manera a la otra pareja. Dándose cuenta de que lo que pensaba era una perfecta locura, fue hasta el invernadero y trató de distraerse dando indicaciones a los jardineros.

Horas más tarde, Damon salió de la habitación donde Ellemir ya se había dormido, olvidada del dolor y de la pena gracias a una de las drogas somníferas de Ferrika. La comadrona, deteniéndose un momento a su lado, le habló con afecto.

—Lord Damon, es mejor que haya ocurrido ahora y no que la criatura viviera hasta su nacimiento, y fuera deforme. La caridad de Avarra reviste formas extrañas.

—Sé que hiciste todo lo que pudiste, Ferrika.

Pero Damon se alejó, destrozado, porque no quería que la mujer le viera llorar. Ella comprendió, y bajó la escalera silenciosamente, mientras Damon, aturdido, cruzaba el salón, evitando la posibilidad de decirle todo a
Dom
Esteban. Por instinto se dirigió hacia el invernadero, donde encontró a Andrew, quien se le acercó.

—¿Cómo está Ellemir? ¿Fuera de peligro?

—¿Acaso yo hubiera venido aquí si ella estuviera en peligro? —preguntó Damon y entonces, recordando, se dejó caer en un asiento, se cubrió el rostro con las manos y dio rienda suelta a su dolor.

Andrew se quedó a su lado, con una mano apoyada sobre el hombro de su amigo, tratando, sin palabras, de dar respaldo a Damon, transmitiéndole su compasión.

—Lo peor —dijo Damon al fin, alzando su rostro compungido—, es que Elli piensa que me ha fallado, que fue ella quien no pudo lograr que nuestra hija naciera con vida. Pero si alguien tiene la culpa soy yo, que permití que se ocupara ella sola de esta enorme casa. ¡La culpa es mía! Somos parientes demasiado cercanos, primos hermanos, y en un parentesco tan cercano a menudo hay una herencia de muerte en la sangre. ¡Nunca debí casarme con ella! La amo, la amo, pero sabía que deseaba niños, y debí imaginarme que eso no sería seguro, que éramos parientes demasiado cercanos. No sé si me atreveré a permitirle que lo intente otra vez. —Por fin Damon se tranquilizó un poco y se puso de pie, diciendo con cansancio—: Debo regresar. Cuando despierte, querrá que yo esté a su lado. —Por primera vez desde que Andrew le conocía, Damon aparentaba la edad que verdaderamente tenía.

¡Y él le había envidiado su felicidad! Ellemir era joven, podría tener más niños. Pero ¿con esta carga de culpa?

Más tarde encontró a Calista en el pequeño cuarto de destilación, con el pelo recogido con esa tela desteñida que usaba para protegerse del olor de las hierbas. Ella alzó el rostro hacia él y Andrew advirtió que todavía había en él rastros de las lágrimas. ¿Había compartido ese momento con su melliza? Pero su voz tenía esa calma remota que él había aprendido a esperar de Calista, y que de alguna manera ahora le irritó.

—Estoy preparando algo que aliviará la hemorragia; debe estar recién hecho, pues si no no resulta efectivo, y ella debe tomarlo cada pocas horas. Estaba moliendo unas gruesas hojas grisáceas en un mortero pequeño. Traspasó la mezcla a una copa en forma de cono y empezó a filtrarla con unas bandas de tela estrechamente urdidas, midiendo con cuidado y vertiendo sobre la mezcla un líquido incoloro.

—Ya está. Esto tiene que filtrarse antes de proseguir con cualquier otra cosa. —Se volvió hacia él, alzando los ojos.

—Pero... —preguntó él—, ¿Elli se recobrará? ¿Y podrá tener más hijos, en su momento?

—Oh, sí, supongo que sí.

El deseaba tomarla en sus brazos, consolarla por la pena que había compartido con su hermana melliza. Pero ni siquiera se atrevía a rozarle la mano. Dolorido por la frustración, giró para marcharse.

Mi esposa. Y ni siquiera la he besado una vez. Damon y Ellemir tienen su pena compartida', ¿qué hemos compartido Calista y yo?

Con suavidad, compadecido de la pena que veía en los ojos de ella, Andrew le habló.

—Querida, amor mío, ¿realmente es una tragedia tan grande? No es lo mismo que si hubiera perdido un verdadero bebé. Un niño a punto de nacer, sí... Pero ¿un feto en esta etapa? ¿Cómo puede ser tan grave?

No estaba preparado para el horror y la furia que ella descargó sobre él. Tenía el rostro pálido y sus ojos centelleaban como una llama.

—¿Cómo puedes decir semejante cosa? —susurró—. ¿Cómo te
atreves
? ¿No sabes que tanto Damon como Ellemir han estado en contacto con..., con su mente, que han llegado a conocerla como una presencia real, como su propia hija?

Andrew retrocedió ante la furia de ella. Nunca se le había ocurrido que en una familia de telépatas un niño aún no nacido ya era, sin duda, una presencia. Pero ¿tan pronto? ¿Tan rápidamente? Y ¿qué clase de pensamientos podría tener un feto que ni siquiera había llegado a un tercio del embarazo...? Pero Calista captó el desprecio que había en esa idea. Se lanzó contra él, temblando.

—¿Dirías entonces... que no hay ninguna tragedia si nuestro hijo... o nuestra hija... muriera antes de ser lo suficientemente fuerte para vivir fuera de mi cuerpo? —Su voz se quebró—. ¡Lo que no puedes ver no es real para ti,
terrano
!

Andrew levantó la cabeza para asestarle una réplica furiosa:
No es muy probable que lo sepamos nunca, ya que no es seguro que me des un niño, tal como están las cosas.
Pero su rostro pálido y angustiado le detuvo. No podía devolver golpe por golpe. Ese desconsiderado «terrano» le había herido, pero él le había prometido que nunca la apuraría, nunca la presionaría. Se guardó sus furiosas palabras y después vio, por la congoja que se pintó en el rostro de la joven, que ella las había escuchado de todas maneras.

Por supuesto. Es telépata. La pulla que no le lancé fue para ella tan real como si se lo hubiera gritado.

—Calista —susurró—, querida, lo siento. Perdóname. No quise decir...

—Lo sé —dijo ella, y se tambaleó contra él, aferrándose, apoyando su cabeza brillante contra él. Se quedó allí, dentro de su abrazo, temblando—. Oh, Andrew, Andrew, me gustaría que tuviéramos al menos
eso
... —murmuró, y sollozó.

El la sostuvo, casi sin atreverse a moverse. Ella parecía tensa, como algún pájaro salvaje que hubiera volado hasta él para volver a levantar el vuelo ante la primera palabra o gesto imprudente. Al cabo de un momento, sus sollozos se calmaron, y ella alzó hacia él su típico rostro inmóvil y resignado. Se alejó de Andrew tan suavemente que éste ni siquiera se sintió abandonado.

—Mira, el líquido ya se ha filtrado. Debo terminar la medicina que estoy preparando para mi hermana.

Posó los dedos ligeramente sobre la boca de él, con el antiguo gesto; Andrew se los besó, advirtiendo que, extrañamente, esta pelea los había acercado más.

¿Cuánto tiempo más? En nombre de todos los Dioses, ¿cuánto tiempo más podremos seguir así?
E incluso mientras esa idea atravesaba su mente, Andrew advirtió que no estaba seguro si se le había ocurrido a él o a Calista.

Tres días más tarde, Damon y Andrew partieron hacia Serráis tal como lo habían planeado. Ellemir ya estaba fuera de peligro, y no había nada más que Damon pudiera hacer por ella con su presencia. Damon sabía que ahora nada podría ayudar a Ellemir, salvo el tiempo.

Andrew se sentía extrañamente aliviado por marcharse, aunque le hubiera avergonzado admitirlo. No se había dado cuenta de hasta qué punto la tensión que existía entre él y Calista le había afectado mientras se hallaba en Armida.

Las amplias mesetas de las altiplanicies, las montañas lejanas, todo se parecía al lugar de Arizona donde Andrew había pasado su infancia. Sin embargo, sólo tenía que abrir los ojos y ver el enorme sol rojo, que centelleaba como un ojo congestionado a través de la niebla matinal, para saber que no estaba en Terra. Era media mañana, pero dos pequeñas lunas sombrías, violeta pálido y verde lima, pendían más allá de la cima de la montaña, una casi llena y la otra en menguante. Hasta el olor del aire era extraño, y sin embargo esto era ahora su hogar, su hogar para el resto de su vida. Y Calista. Y Calista, que lo esperaba. Su imaginación conservaba el recuerdo de su rostro que le sonreía desde lo alto de la escalera mientras él se alejaba. Esa sonrisa era para él un tesoro, pues con todas las penas que el matrimonio le había causado, era un milagro que ella todavía pudiera sonreírle, pudiera ofrecerle la punta de los dedos para un beso, pudiera desearle que los Dioses le acompañaran, con un pequeño discurso que él empezaba a comprender:
«Adelandeyo».

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